Por Mateo Nemec
Fotografía: Azul Andrade, Clara Pérez Colman, Pamela Pezo Malpica, Valentina Gomez

Como si fuera un niño, el presidente Javier Milei jugueteó arriba de un tanque en el desfile que organizó para el Día de la Independencia. La estrella más esperada fueron los tanques y hubo banderas reivindicativas a los carapintada.

Son las nueve treinta de la mañana, hace unos cinco grados, propios de esta altura del año. Es un 9 de julio distinto: el presidente Javier Milei organizó un desfile militar para celebrar el Día de la Independencia a la antigua usanza, una manera de acentuar su alianza con el sector castrense y aprovechar para subrayar su posicionamiento negacionista.

Llegar a Avenida Libertador por Godoy Cruz implica pasar por un primer vallado, donde un policía espera al lado de su moto. En la calle somos un puñado, sumados al elenco de runners y ciclistas que, sin considerar los festejos, recorren la avenida cortada.

Además de la gente, concentrada en las esquinas donde el sol apenas pasa entre los edificios, con sus mates y parlantes, llama la atención la cantidad de efectivos de la policía que, a pie o subidos a cuatriciclos, circulan rabiosos entre las personas. 

La gente está dispersa pero todos caminan por Libertador hacia el centro. Otra parte, no menor del elenco, son los comerciantes: puestos dedicados a la venta de banderas, de tres mil a diez mil pesos, escarapelas para todos los santos, incluso una con el contorno de Perón. José, que está a cargo de uno de estos puestos, dice que armaron su stand a las 8 de la mañana y que desde entonces están vendiendo. Hay unos tres puestos por cuadra, algunos más improvisados, pero muchos idénticos en armado y productos. “Se organizaron”, dice José. Por el medio de la calle pasa otro mercader, con un cartel en el que se lee: “Patitos kawaii patrios” que vende a mil pesos la unidad.

A medida que se va acumulando, las personas comienzan a formar una columna, que la policía atraviesa veloz en cuatriciclos y motocicletas. En el fondo se oye, difusa, una voz femenina por los altoparlantes. Con ella, se desencadena una cacofonía de sirenas y las personas comienzan a agitarse.  Un zumbido se escucha a lo lejos. Al fondo de la avenida, se ve como se levantan las banderas. Los perros comienzan a ladrar y se escuchan acercarse los aplausos. Pronto todo esto encuentra su explicación: nos sobrevuelan los aviones de la armada. Primero se ven dos de gran tamaño, volando en solitario, y luego les siguen grupos de cuatro de menor envergadura. Parecen muy cercanos a los edificios. Luego de unas dos docenas de aviones, el sonido de sus turbinas se ve eclipsado por otro aún más potente: la hélice de una decena de helicópteros, que recorren el tramo de Agüero a Dorrego a una altura muy baja. 

La gente sale de los balcones a mirar y muchos cierran sus ventanas ante el estruendo.  “Tengo miedo”, le dice una nena a su madre. La gente aplaude de todas formas.

Aún más cuando vuelven a pasar tres aviones de caza que, al estilo americano, dejan una estela colorida. El del medio, una estela blanca, y los del costado una azul que se funde con el cielo de fondo. La reacción disminuye cuando vuelven a pasar sin los gases celestes. 

“Es un día peronista: se robaron hasta las nubes”, le dice un viejo a otro. Entre el murmullo, la voz del parlante se mantiene difusa y distante, así como el aplauso que muere prematuro. La gente comienza a caminar con más aplomo, mientras que oficiales van formando un perímetro que hará de pasarela.

El desfile da comienzo. La acumulación es pausada, pues en el medio circulan excombatientes de Malvinas y agrupaciones militares. Esporádicamente, suenan vitoreos en respuesta a la consigna que dan quienes desfilan: el “¡Viva la patria!” de siempre, los cánticos de Ar-gen-tina. La mayor parte de la multitud se mantiene en silencio.

Entre tandas de oficiales retirados, la gente aprovecha para cruzar al otro lado y amontonarse en la vereda. Se forma un cordón de espectadores a ambos costados de Libertador y Coronel Diaz, pero detrás de ellos la gente circula tranquila, incluidos corredores, transeúntes y turistas sorprendidos. 

A medida que avanzamos hacia la voz, que no se aclara a pesar de la distancia, la concentración de personas se mantiene constante. Militares y civiles pasean al interior de la columna, pero solo son aplaudidos por unos pocos. Policías en moto atraviesan el desfile en contramano.
El apoyo se renueva cuando empiezan a circular banderas con consignas de Malvinas. Se reanudan los cantos: “¡Viva la patria! ¡Viva! Viva la patria carajo”. ¿Viva?

Un niño me dice que es muy importante el país. No tengo tiempo para responderle, algo cambió en el desfile: ya están circulando la primera fila de militares, los abanderados. Los primeros son los cadetes del colegio militar; circulan liderados por oficiales mayores que saludan como estrellas de rock de antaño a su público. Sus bigotes bien peinados y sus banderas flameando en el aire despiertan algún aplauso, que se acompaña de vítores en algunos sectores.

Un grupo de jóvenes cargan con otro aire. Dicen estar acá “por amor a la patria”. “Ellos tenían mi edad cuando fueron a la guerra”, dice Adrián, uno de ellos, que lidera el coro de “Viva la patria carajo”. 

En el espacio entre filas, los militares se acercan a sacar fotos con el público. Una señora, a mi lado, se emociona, rompiendo en llanto. Un niño celebra alguna victoria percibida: “Al fin, ¡ganamos!”, exclama. ¿Ganamos? 

Siguen desfilando los distintos cuerpos, con sus propias vestimentas: boinas verdes, gorros de marinero, boinas rojas, cascos camuflados, incluso algunos envueltos en capas de un rojo intenso. 

“Imposible circular”, dice un señor, parado en un claro entre la multitud. “Yo lo voy a ver por la tele que se ve bárbaro”, añade. Un runner se para a sacarle fotos a la multitud. Es inglés, me confiesa en su idioma, vino por trabajo y salió a correr igual. No se esperaba un desfile militar. 

“¿Y los tanques?”, escucho que pregunta un niño.
Las sirenas vienen en aumento y ahora vienen de todas partes. El desfile, propiamente dicho, ha comenzado. La policía trata de hacer retroceder el perímetro, pero la gente no responde. No hay aplausos ni “Viva la patria”, ahogados por las sirenas y el ruido de los motores.
“Ahí vienen los milicos, eso quería ver”, dice un señor, envuelto de pies a cabeza en merchandising de la fecha. Una niña estalla en llanto.

Detrás de la primera fila de banderas, circula la banda militar, que entona la Marcha de San Lorenzo. La gente no acompaña sus estrofas, pero se escucha a niños coreando el “Muchaaachos”, quizás por la costumbre. 

Los soldados caminan ordenados en filas de 10, rifles, mosquetes y bayonetas en punta. Pasan dos, tres, cuatro, diez. Unas 150 puntas al aire. La gente aplaude tímida, amuchada en la puerta de los edificios y encima de los canteros de la vereda. Están viendo, pero son pocos los que cantan y aplauden. ¿Viva la patria? ¡Viva!

Un chico, de marcado acento caraqueño, me dice que vino “a apoyar al presidente” antes de salir despedido para adelante.

Un segundo contingente de la banda militar viene llegando, pero no reconozco la melodía que entonan. La gente no vitorea, pero se escucha a algunos acompañar el canto de “la valiente muchachada de la armada” filmando con sus celulares. Le pregunto a una de las señoras por qué filma, pero se rehúsa a elaborar: “Por gente como vos llegamos acá”, me dice.

Los desfilantes intentan propulsar un nuevo “Viva la patria”, pero cada vez es menor la respuesta. Pasan chicos con el pelo al estilo militar, pero sin uniforme. “Juega River, ¿sabías? contra el equipo de Falcao”, se escucha que comentan mientras caminan adelante. 

En la fila, se acercan dos chicos con boinas en la mano. “Deben ser de segundo año”, comentan entre sí.. Dicen que ya no forman parte de las FFAA, pero que venían a apoyar a sus compañeros, toman una foto de la fila y se van.

“¡Viva la patria!”, gritan los soldados.
“¡Viva!”, responden dos personas.

Un niño pasa con un globo en forma de sable corvo. 

Una sirena rompe con el silencio, haciendo que la gente gire la cabeza. Es un contingente de boinas rojas, que indican retroceder: viene el Regimiento de Patricios. La llegada de la fila y su banda causa un levantamiento de celulares.

Cuando intento preguntarle a un señor con una gorra del Intrepid y cara de enterado porque tanto revuelo, me encuentro con la misma negativa: “No hablo con periodistas”.

Escuchó que uno dice al pasar: “Hay que aceptar que no somos el centro del mundo. Hay que hacer plata”. En medio de una fila de policías federales vestidos de all-black, surge una fila de militares camuflados, con visores tácticos, RPGs y rifles de asalto.

“¡Mira mamá! ¡Como en las pelis!”, se escucha que dice una nena.

“Esto le encanta a la gente pobre”, dice otro.

Una fila de cadetes desfila con skis deportivos.

A mi espalda, un niño se quiere ir, a lo que su padre le sugiere que se siente en el suelo, que ya vienen los tanques. “Pero quiero ir al baño”, le dice, a lo que el padre sentencia “Ellos que están desfilando tampoco pueden mear, ni cagar, ni nada”.

“¡Viva el comando 101”, estalla una voz. Los aplausos están ausentes hace rato.

“Aguante la Villar”, grita el otro. Ahora los que desfilan tienen la cara pintada y los distintos uniformes se suceden en una fila única. Su armamento se hace cada vez más pesado, con los últimos cargando morteros. Los de la cara pintada pasan por una bandera negacionista que los reivindica: “Los carapintada tienen razón”, se lee en el que quizá sea el primer apoyo explícito y público en las cuatro décadas de democracia al grupo de militares que intentaron darles golpes militares tanto a Raúl Alfonsín como a Carlos Menem.

Un señor, emocionado, le saca fotos a la columna y me confía, “No pensé que los volveríamos a ver así”.

Los de la cara pintada pasan por una bandera negacionista que los reivindica: “Los carapintada tienen razón”, se lee en el que quizá sea el primer apoyo explícito y público en las cuatro décadas de democracia al grupo de militares que intentaron darles golpes militares tanto a Raúl Alfonsín como a Carlos Menem.

Desfila ahora la policía, lo que causa que el aplauso se haga más fuerte que nunca. Un niño me explica que los aplauden porque “son los buenos”. Desfilan con su clásico uniforme, pero también con sables, bastones y bayonetas. Quien conduce la fila, con aptitudes de showman, le dice al público: “A ver si nos acompañan” y vitorea: “¡Viva la patria!…”

La liturgia de la Policía de la Ciudad se ve interrumpida por indicaciones de retroceso. Escucho que los niños gritan: “¡Los veo! ¡Los veo!”. Al fondo de la columna se asoman vehículos marrones y verdes. “Mamá, ¡vienen los tanques!”, dice un infante. “Disfrutalos hijo”, le responde.

El tour-de-force está en su pico, pero el aplauso sigue tímido. La gente saluda, vitorea, le chifla al tanque, que más bien es un camión acorazado. Su desfilar es sorprendentemente silencioso, aún estando cargado de oficiales que saludan desde las armas montadas, tocando la bocina. No sabía que los tanques tenían bocina. Algunos se hunden en aclamaciones emotivas, vivas y aplausos.

En uno de los tanques va el presidente Javier Milei y su vice, Victoria Villarruel. El mandatario simula disparar un arma. Parece un niño jugando a la guerra.

Los tanques son protagonistas y se van ovacionados: “¡Si! Para sacar a los que entran ilegalmente”, grita un señor, envuelto de pies a cabeza en banderas.

Circulan también ambulancias, camiones de comunicaciones con aires acondicionados, jeeps camuflados, motos. Todo es sorprendentemente silencioso.

Ahora sí, se pueden ver los verdaderos tanques, que vienen en dos camiones IVECO de eje cuádruple, seguidos de otros que recorren la avenida. La gente aplaude rabiosa y solo se pueden ver los celulares en el aire. Los cañones apuntan hacia atrás. Los soldados saludan felices desde los puestos de artillería. La multitud enloquece.

Una vez que pasaron, la desconcentración es casi inmediata. Los boinas rojas intentan contener al público, instándolos a esperar a que termine el desfile, pero la gente sigue saliendo al paso. 

“Ahí vienen más tanques”, dice un padre a su hijo que comienza a bailar.

Se acerca una fila de mamotretos de color marron claro, una fila de tanques de mayor tamaño, que hacen temblar el aire y expulsan un calor notable que calienta el rostro. Sus cañones apuntan hacia adelante. 

“¡Viva la patria!” dicen los soldados.
“¡Viva!”, le responde la multitud.

Una vez que pasaron la multitud voltea apurada. Ya son las 14..

Por último, según informó un oficial, desfilarán los Granaderos montados a caballo.
“¿Cuándo vuelven los tanques?”, pregunta un niño.
Para cuando pasaron los últimos granaderos, ya no queda nadie aplaudiendo, solo una multitud heterogénea: viejos, jóvenes y niños que aplauden a una patria propia, hecha a su medida. Los niños cantan “¡Viva Scaloni! ¡Viva!”, “¡Viva Messi ¡Viva!”, “Viva Aimar ¡Viva!”. Los jóvenes hablan del acto, si Milei domó a los zurdos o si es raro ver al presidente en un tanque. Los viejos hablan de actos militares de otros tiempos, la pérdida de la autoridad o el miedo de volver a lo de antes. ¡Viva la patria! ¿Viva?