Argentina, Estados Unidos y China son algunos de los países que empiezan a debatir la necesidad de regular el uso del celular para cuidar la salud. ¿Se viene el etiquetado de los teléfonos como el de las marquillas de cigarrillos?
El mundo publicitario muchas veces se encarga de ocultar el daño que producen las industrias más poderosas. En el siglo XX le tocó asociar el consumo de tabaco al deporte, al sexo y al éxito en sociedad, desviando los descubrimientos médicos que daban cuenta de que se trataba de un producto cancerígeno. Hoy, los paquetes de cigarrillos que se venden en todo el mundo llevan imágenes y datos inquietantes, las publicidades están prohibidas y los espacios habilitados para fumar son cada vez menos, en un intento por detener una de las principales causas de enfermedad a nivel global.
Con síntomas mucho menos visibles y diagnósticos todavía en discusión, el consumo de pantallas y redes sociales enciende alarmas parecidas: en un artículo para el New York Times, el cirujano general de los Estados Unidos, Vivek H. Murthy, exigió que las redes sociales lleven etiquetas que adviertan los riesgos de su uso en la salud mental de los adolescentes que al pasar más de tres horas al día conectados duplican sus chances de sufrir ansiedad y depresión: en promedio, los chicos estadounidenses pasan 4,8 horas por día en redes sociales. Murthy asegura que se trata de una emergencia médica en la población joven, que no se puede esperar a tener un diagnóstico perfecto para intervenir y que el etiquetado de plataformas puede aumentar la conciencia y cambiar el comportamiento de los usuarios.
La urgencia de Murthy no es una rareza: en octubre de 2023, más de 40 Estados de los EE.UU demandaron a la corporación Meta, propietaria de Facebook e Instagram, alegando que estas redes alteran las realidades psicológicas y sociales de los usuarios más jóvenes en pos de sostener su adictivo modelo de negocios.
En Argentina también se disparan inquietudes y propuestas. El Senado bonaerense discute desde junio un «Proyecto Pantallas«, que establece a los centros de salud, educación y venta de artículos electrónicos la obligación de exhibir carteles y folletos sobre los efectos nocivos de la exposición a pantallas en niños así como recomendaciones para un uso saludable.
Las iniciativas de regulación, restricción y hasta prohibición de las pantallas traen recuerdos del enorme movimiento que en las últimas décadas desincentivó el uso de tabaco, aunque ahora se trate de un panorama mucho más confuso. ¿Pueden las etiquetas de advertencia alterar los hábitos digitales? ¿Qué otros proyectos se necesitan para que el cambio sea integral? ¿Cuál es el rol del Estado, las familias y el mercado? ANCCOM lo pensó junto a profesionales de la salud, la política y la comunicación.
Pan para hoy…
Mauricio Pedersoli es neurólogo infantil y hace años que estudia la relación entre pantallas y desarrollo cognitivo de la niñez: «Las pantallas activan un sistema de recompensas impredecibles que liberan enormes cantidades de dopamina, generando un mecanismo de tipo adictivo con efectos muy preocupantes en la salud mental: trastornos en la conducta, la regulación emocional, la interacción social, el lenguaje y la motricidad». A pesar de todas estas complicaciones y de las sugerencias profesionales, los chicos acceden a dispositivos celulares cada vez más temprano. Según el especialista, esto se debe a que «la mayoría de los padres desconoce los efectos nocivos y aprovecha la comodidad de calmar a un hijo dándole el teléfono: pan para hoy, trastornos de neurodesarrollo para mañana».
Estas observaciones coinciden con lo postulado por el neurocientífico Michel Desmurget quien dedica sus investigaciones a demostrar las consecuencias de la virtualización de las relaciones sociales y a desmitificar los relatos sobre una sociedad perfectamente hiperconectada. Pedersoli asegura que las áreas de Neurología, Psicología, Psiquiatría y Pediatría están desbordadas de consultas sobre esta problemática y que al menos hasta los cinco años las pantallas deberían estar totalmente prohibidas para evitar daños cognitivos permanentes.
Consultado por si las tecnologías pueden al menos aprovecharse para el desarrollo educativo, su negativa es tajante: «El uso de dispositivos digitales no mejora el rendimiento académico. Uno puede consultar las pruebas PISA 2023 y ver que los resultados son más bajos en un contexto donde el uso de tecnologías es mayor». Se refiere al Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes de la OCDE, que el año pasado expuso que el 72,9% de los alumnos argentinos no alcanza el nivel básico de razonamiento matemático.
El pasado miércoles, Pedersoli y otros especialistas avalaron la discusión del Senado bonaerense sobre la necesidad de regular la exposición de niños a las pantallas: «Mi experiencia en el Senado fue muy positiva, se dio la política que le gusta a la gente: funcionarios de distintas fuerzas trabajando en conjunto para combatir un gran problema de salud pública», celebra.
Proyectos
Lorena Mandagarán es senadora bonaerense por el bloque de Unión Cívica Radical-Cambio Federal. El pasado mes de junio presentó un proyecto de ley para que diversos establecimientos públicos y privados -escuelas, hospitales, centros de venta de celulares- dispongan de información accesible sobre los riesgos de la exposición a pantallas en niños y preadolescentes. «Todos los implicados en el proyecto tenemos hijos de distintas edades –explicó-, pero compartimos la misma problemática: el exceso de pantallas y la imposibilidad de poner límites. Esta dificultad se extiende a las escuelas y a los docentes, sea por la permisividad de la institución o porque los mismos docentes usan el teléfono en clase. De estas situaciones se desprenden preguntas: ¿Con qué prácticas se respaldan los ejemplos que pretendemos dar? ¿Hasta dónde podemos avanzar? ¿Cuáles son las consecuencias de trabajar con el ámbito educativo, familiar y de la órbita privada?»
En otros estados, la regulación alcanza niveles inimaginables para la Argentina: en 2021 y ante una epidemia de miopía, China estableció que los menores pueden jugar videojuegos en red solo una hora los viernes, fines de semana y feriados.
Para dar un primer paso hacia la construcción de hábitos digitales saludables, el proyecto se enfoca en chicos de hasta 12 años de edad y, además de establecer campañas de concientización, considera que deben fomentarse actividades deportivas, artísticas y culturales que reemplacen el uso de teléfonos celulares en espacios educativos. Esto entra en consonancia con la propuesta del diputado de Unión por la Patria Emanuel González Santalla, que busca prohibir en toda la provincia de Buenos Aires el uso de dispositivos digitales por parte de alumnos de Nivel Primario mientras estén en la escuela a menos que su utilización fuera requerida con fines pedagógicos por un docente.
El proyecto de la senadora Mandagarán cuenta con el acuerdo de gran parte del arco político, aunque continúa su tratamiento en la Comisión de Niñez, Adolescencia y Familia del Senado bonaerense a la espera de aportes sugeridos por el bloque del PRO. «Sabemos que todo cambio drástico trae resistencias y que esto no se va a lograr de un día para el otro. Se requiere del compromiso de las familias, de los docentes y de los municipios para conseguir un cambio escalonado. Por eso la primera medida es poner en conocimiento los efectos de las pantallas, para empezar a tomar conciencia», concluye Mandagarán.
¿Dónde estamos parados?
Carolina Martinez Elebi es comunicadora y consultora en el impacto de las TIC en los derechos humanos. Desde su experiencia profesional, reflexiona sobre el estado normativo en materia de tecnología y salud mental: «No hay un consenso estable sobre lo que hay que hacer y es porque tampoco existe un consenso sobre el diagnóstico. Por un lado hay profesionales de la salud, desde psicólogos hasta oculistas, que dan cuenta de muchos problemas físicos y mentales provocados por el uso de estos dispositivos. Por otro lado, en el ámbito educativo existen muchos matices: desde quienes dicen que el celular no permite el desarrollo de la clase y desvía la atención, hasta quienes consideran que se puede incorporar su uso en el aprendizaje de las y los estudiantes».
Sobre esto último, Elebi encuentra un interesante desafío en escapar del mero prohibicionismo y «tratar de pensar de qué manera estas herramientas que forman parte del día a día se pueden enseñar desde su potencial artístico, de investigación y de aprendizaje. Incluso puede enseñarse a los chicos cómo buscar, cómo discernir la información fidedigna de la que no lo es. Y para que esto ocurra siempre hace falta una mejor calidad de debate».
La especialista, acostumbrada al diálogo con padres y madres, explica también que el mundo familiar es muy diverso a la hora de entender el impacto de las tecnologías en su vida cotidiana: «Por un lado están las familias súper empapadas de información, con una buena red de contención, que tratan de establecer a sus hijos equilibrios sumamente difíciles entre la tecnología y otras actividades, y que por supuesto cuentan con la posibilidad económica de costearlas. Después hay familias donde esto no es una preocupación porque tienen otras prioridades, otras urgencias, adultos que trabajan muchas horas y a quienes prestar el teléfono facilita el desarrollo de su día a día y tampoco se lo cuestionan… ‘es lo que hay'». Así, resulta importante comprender los hábitos digitales problemáticos no como un gesto de desidia y comodidad, sino como el resultado de muchas variables sociales, culturales y económicas.
La conversación sobre el consumo de dispositivos y tecnologías de información está en aumento, se extiende de los consultorios hacia las aulas y reúne a cada vez más actores de la política tradicional. ¿Qué ocurre entonces con las principales plataformas y redes sociales que monopolizan el tiempo en pantalla? ¿Pueden asumir responsabilidades en detrimento de su modelo de negocios? Elebi enfatiza que “lo que se ha comunicado durante muchos años es la mirada del mercado, de la novedad: cada vez que se presenta un nuevo dispositivo, tenés a los medios contentos porque los invitan a San Francisco. Desde el hardware, se trata de convencer al usuario de que el nuevo dispositivo le va a mejorar algo, a optimizar algún aspecto de su vida personal, familiar, cultural o laboral. Y las plataformas que están montadas sobre eso también funcionan con esta lógica de generar permanentemente cada vez más consume del tiempo, porque venden publicidad. Los estados pueden promover un montón de discusiones, de debates regulatorios; en las escuelas se puede tratar de plantear todo esto; las familias intentan estar informadas y hacen lo mejor que pueden con lo que tienen. No es que nadie se esté moviendo, es que la maquinaria es más fuerte”.
La epidemia de tabaquismo genera síntomas mucho más notorios que la adicción a las pantallas. Aún así, a los Estados nacionales y entidades científicas les llevó décadas plantarse contra el lobby de las tabacaleras, una de las industrias más poderosas del capitalismo moderno, que invirtió millones en publicidad e investigaciones para esconder los daños del cigarrillo. Hoy, los gigantes tecnológicos ocupan una posición similar y tienen a su favor que sus efectos no salen en una radiografía y no son solo nocivos. Revertir la tendencia seguramente requerirá mucho más que una etiqueta.