¿Cómo es pasar un mes sin teléfono móvil ni redes? Una psicóloga hizo la prueba, la registró, la recreó con chicos y grandes, y ahora comparte sus reflexiones sobre la abstinencia, los efectos positivos, los riesgos de internet y la urgente necesidad de regulación estatal.
En 2018, la psicóloga Clara Oyuela decidió apagar el celular por 30 días –sin WhatsApp, sin Instagram, sin Facebook– y escribir cada día una crónica sobre lo que sentía. Publicadas inicialmente en un portal de noticias de su ciudad, San Martín de los Andes, luego se convirtieron en un libro impreso titulado Crónicas de una abstinencia. Un experimento fuera de línea, y más tarde Oyuela replicó el experimento en adolescentes y personas adultas. ¿Qué pasa cuando nos desconectamos de las redes? ¿Cómo afecta a la salud mental? ¿Cómo tratar este tema con los niños? Para encontrar respuestas, ANCCOM dialogó con la autora, que nos atendió desde su casa en la Patagonia.
¿Cómo nació este experimento social?
Antes de la pandemia, en 2018, estaba criando a mi segunda hija, Miranda, que tenía ocho meses y llevaba tiempo sin dormir. Ella estaba bien, pero yo muy mal. Nunca me había pasado no poder dormir. Estaba en medio de un trastorno de sueño y con un uso del celular que no me ayudaba a salir adelante. Un día me encontré pensando qué pasaría si le ponía un freno y le di una dimensión más creativa: pensé en apagar el celular, guardarlo en un cajón y no usarlo por 30 días. A su vez, pensé en escribir crónicas de lo que me iba pasando. Me acuerdo que estaba con mi prima, que me dijo que no podía estar completamente desconectada, porque la vida cotidiana no me lo permitía. Así que agarré un celular muy viejo para mandar mensajes de texto. Me puse en contacto con artistas para que ilustren estas crónicas y con un diario local de San Martín para ver si estaban interesados en publicarlas los fines de semana. Y así resultó Crónicas de una abstinencia.
¿Te ayudó vivir lejos de grandes ciudades?
Vivo en San Martín de Los Andes hace 10 años. Todo este proyecto nació allá, en un pueblo de 60 mil habitantes. Esto es importante, porque en el imaginario social la gente que vive en la naturaleza, con un ritmo de vida más tranquilo, no está atravesada por la tecnología, pero todos estos experimentos los hice allá. Consideré a San Martín como un microlaboratorio.
¿Cómo atravesaste los primeros días de desconexión?
Me sentí muy bien. Estaba saturada física y mentalmente, había llegado a un límite por la falta de sueño. Esa primera semana fue de calma absoluta. Después, empezó un mundo de contradicciones. Al día 10 hice la primera trampa y prendí el celular. Revisé el WhatsApp, pero no tenía ansiedad por entrar a Instagram. Sí tenía necesidad de hacer FaceTime con mis hermanas que viven en otro lado. Las veces que hice trampa fue para hacer videollamadas con ellas.
¿Qué opinó tu entorno de esta decisión?
Hubo opiniones diferentes. Mi hermana le mandó un audio a mi pareja para que me deje de joder con el experimento, que se tenía que comunicar conmigo y no sabía cómo. Una de las reglas que yo me había puesto era no usar el celular de mi pareja. Por otro lado, recibía mensajes de “qué envidia”, “qué ganas de hacer esto”, o me decían que mandando mensajes de texto se sentían en el año 1800.
¿Cómo surgió la idea de que participen adolescentes en el experimento?
Después de la pandemia, la dueña de la escuela donde trabajo me dijo que teníamos que generar espacios para los adolescentes, porque la pandemia los había pasado por arriba. La tecnología nos había salvado de muchas maneras, pero los adolescentes volvieron pálidos, ojerosos, como si no hubieran tenido contacto con la luz del sol ni con otros. Te dabas cuenta corporalmente que la tecnología había sido excesiva, sumado a todo lo que conllevó la pandemia. Con un grupo de 30 jóvenes de 16 años, decidí hacer la intervención. Les propuse siete días y me dijeron que estaba loca, entonces arreglamos tres, que parece sencillo, pero no lo es. Les di la misma consigna, comunicarse por mail, tomar registro escrito de lo que sentían a nivel corporal y mental, pero si no aguantaban más podían agarrar el celular. No se trataba de aguantar por aguantar, no había que forzar nada. Era un experimento del propio uso de la libertad. Si lo prendían, tenían que registrar por escrito por qué y qué sintieron después.
¿Qué decían en esas crónicas?
Vi que al menos 28 tenían síntomas de abstinencia, ligado a lo que es una adicción. Recopilé las mejores frases como “me tiemblan las manos, me quiero comer las uñas, me sudan las manos”. En otra escuela propuse a los padres hacer esto por un fin de semana y aparecieron los mismos síntomas. Después lo propuse a través de Instagram para voluntarios mayores de 18 años de todo el país. En sus registros aparecen la ansiedad y el aburrimiento como un estado insoportable y de mucha irritabilidad. Uno me dijo que estuvo 15 minutos esperando sin celular a que su hija saliera del jardín y fue una pesadilla. También hubo síntomas positivos, como volver a conectarse con la lectura. Es un estado de calma, sobre todo en los últimos días, porque sabés que vas a agarrar el celular. Me acuerdo que antes de volver a prenderlo sentí mucha nostalgia. Me dio pena tener que volver, pero ya no soportaba más el celular viejo, detestaba la forma de las teclas. No quería más ese teléfono viejo e incómodo.
¿Ocurrió algo inesperado durante el experimento?
Tuve como voluntaria a una mujer de Mar del Plata que me escribió para decirme que no llegó al cuarto día porque le avisaron del fallecimiento de su papá por el celular de una amiga. Es el único caso que recibió una noticia así. Me dijo que esos tres días de desconexión le hicieron estar conectada con cosas muy profundas de su vida y la noticia la recibió desde ese lugar. La vida siguió su curso, estando conectada o no, no iba a evitar que su papá muriera. Porque mucha gente me cuenta que no lo hace porque tiene miedo de que pase algo urgente y no estar. Si pasa algo, pasa algo. Siempre hay alguien que te avisa, pero es interesante ver cómo aparece el miedo a no enterarse si pasa algo urgente. Muchos me escribieron que cuando prendieron el celular se dieron cuenta de que todo seguía igual. Que era algo decepcionante, volvían con todo y no se encontraban con nada interesante.
¿Cambiaste tu forma de ver al celular?
Empecé a pensar cuál es el momento para darle a una persona su primer teléfono inteligente. ¿Qué pasa con la generación de niños que ya tienen un teléfono en la mano, pero que no tienen contención ni regulación? Están totalmente expuestos. Hay muchos niños contenidos y acompañados, pero hay otros que no. El celular es una súper herramienta, pero tenemos que ver cómo usarlo para sentirnos mejor y no tener que hacer mindfulness, yoga y meditación para bajar la ansiedad. Si cuando nos desconectamos aparece la ansiedad, es porque hay una dependencia extrema, entonces el objeto nos está dominando. Estuve en contacto con una enfermera de neonatología de San Martín de Los Andes y decía que es muy impactante ver a las mujeres con los hijos recién nacidos en un brazo y el celular en el otro. Yo lo viví como parturienta. Son esos primeros momentos de conexión y es polémico.
Y en tu uso personal, ¿cambiaste hábitos?
No, por eso hablo de esto. Lo positivo es que no pienso dar a mis hijas un celular hasta los 14 años, les voy a dar un celular que sacó Nokia que no tiene Internet ni redes sociales. Ese es el celular ideal como paso previo al smartphone para la niñez y preadolescencia, para acompañar el desarrollo natural y madurativo. Se pueden comunicar, pero se evitan los grupos de WhatsApp. No tengo ningún tipo de culpa ni reparo en decidir esto, quiero cuidarlas y darles el celular en el momento en que mejor estén preparadas. Hace una semana di un taller para adolescentes sobre este tema y uno de los chicos dijo que los adultos estamos igual que ellos con el celular. En un punto nos dijo que estamos boludos. Otro chico nos dijo que sufrió acoso sexual a través de las redes. Contaban que había aplicaciones para hablar con gente de todo el mundo y aparecían adultos desnudos pidiéndoles fotos. Y no tienen las herramientas para enfrentar eso todavía.
Generalmente, se les da el celular cuando arrancan el secundario o empiezan a viajar solos…
Muchísimos niños tienen un celular propio incluso antes de la secundaria. Hay mucha gente que es muy cómoda y les da el celular, otros no tienen información sobre lo que provoca, también hay gente con buena intención que piensa que sus hijos se quedan afuera del grupo si no tienen celular. Hay muchas razones por las que el adulto da ese primer celular. Los mayores problemas de bullying y acoso, según un estudio de Noruega, son potenciados por las redes. Sexto y séptimo grado son los que tienen más conflictos y afecta sobre todo a las niñas. Noruega tomó la decisión de sacar los celulares de las escuelas primarias. La UNESCO dijo que el uso del celular afecta la vinculación y la atención. Tiene que aparecer una entidad mayor, el Estado, para tratar esta problemática que se nos fue de las manos. Porque no es tan complicado lo que habría que hacer.
¿Qué medidas habría que tomar?
El Ministerio de Salud y el de Educación tendrían que pensar en sacar el celular de las escuelas primarias, porque no tiene que estar ahí. Que la educación digital forme parte de la agenda, se podría plantear el etiquetado, que haya campañas en lugares públicos. Hay que unir muchas voluntades, gente creativa y que tenga ganas de enfrentar esto. Hay que hacer cambios de hábitos. Se puede prevenir muchísimo con cosas tan simples. El celular es un objeto de consumo masivo, y si el tabaco y el alcohol también lo son y desde el Ministerio de Salud les pusieron una etiqueta de lo que provoca su consumo, ¿por qué el celular no tiene su propia etiqueta? No lo planteo como la única solución, porque la gente sigue fumando, pero una cosa lleva a la otra. Decir “esto es lo que te puede provocar” le puede ayudar a muchos padres a ponerle límites a sus hijos. Se trata de ponerle palabras a lo que pasa.
Hace poco la empresa Movistar presentó una campaña sobre el sharenting, que es cuando los adultos comparten fotos privadas de sus hijos en las redes, por ejemplo, del primer día de clases. ¿Qué opinás al respecto?
En el libro le dedico un capítulo a este tema. Llegamos a naturalizar tanto las acciones con el celular que fuimos capaces de exponer a nuestros propios hijos en situaciones como bañándose, llorando o durmiendo. Me pregunto qué sentirías vos si tu papá o mamá postearan fotos tuyas en situaciones íntimas sin tu consentimiento. Dejen a sus hijos en paz. Me encanta cuando veo famosos o influencers que protegen la cara de sus hijos en redes con emojis o de espaldas, como Dalma Maradona o Darío Barassi. Entre los derechos del niño habría que incluir algo del mundo digital, proteger la intimidad, el derecho a no ser expuesto. Pero también creo que una foto cada tanto, no es nada malo. Lo peligroso es el exceso, porque no tiene nada de malo compartir una foto de la familia.
¿Podrías haber hecho esta desconexión en pandemia?
Buena pregunta. Creo que hacerlo implicaba un grado de valentía extra. Había incertidumbre, miedo, paranoia y la tecnología generaba lazos. Había que ser jugado y valiente para desconectarse así. Hubieran aparecido muchos fantasmas, porque en ese momento la muerte y la amenaza estaban más presentes. Hay que estar muy en eje, tenés que ser un monje del Tibet para hacer eso. Aunque yo entrevisté a uno, le pregunté por su relación con el celular y me dijo que tienen el mismo problema que en Occidente.