Por Candela Bandoni
Fotografía: Pamela Pezo Malpica

A 50 años de su asesinato a manos de la Triple A, vecinos de la Villa 31 -actuales y de otras épocas- recuerdan la vida cotidiana junto al cura de los pobres.

“Llegué a la Villa 31 a mis 12 años. Teníamos una habitación y un colchón para tres. No teníamos tele ni radio, ni siquiera cocina. Mis papás enseguida consiguieron trabajo y yo me la pasaba sola, por eso conozco la villa de punta a punta”. La que habla es Miriam Ríos, quien ahora tiene 64 años, pero recuerda su infancia en el barrio con nitidez. “Para mí la villa era una casa grande con patio. Escuchaba las campanas de la capilla porque vivía a una cuadra, por eso iba siempre a misa, y ahí fue cuando conocí al padre Mugica”, completa.

Esto fue en 1972, dos años antes de que lo asesinaran a la salida de otra misa que daba en una iglesia en el barrio porteño de  Villa Luro. “Era una persona muy tierna y cálida, todos los chicos nos peleábamos por agarrar la mano de él al rezar”, detalla Miriam.

Como ella, también están Aniceto Mogro, que tiene 70 años, y Horacio Hilario López, de 73. Los tres viven actualmente en diferentes ciudades, pero algo tienen en común: recibieron a uno de los curas villeros más influyentes de Argentina en sus primeros pasos por la Villa 31. Hoy esta historia los une y los enreda en una amistad profunda, llena de imágenes, historias y anécdotas.

ANCCOM habló con quienes conocieron a Carlos Mugica como amigo antes que como cura. Ese chico rubio, de ojos claros, porteño, que no reconocían y que con los años se volvería su compañero y confidente. Ese cura que, con el tiempo, lograría habitar un barrio que terminaría llevando su nombre.

El día es sábado. Los invitados son varios, más de veinte. El motivo es el aniversario número 50 del asesinato de Carlos, quien los vio crecer a cada uno de ellos y hoy los reúne en un almuerzo en el comedor de Teófilo “Jony” Tapia en el Barrio Mugica, más conocido como la Villa 31. Llegan de diferentes puntos de la provincia de Buenos Aires en autos, trenes y colectivos. No fue una decisión dejar de vivir allí: se tuvieron que ir, en su mayoría, al conurbano producto de la erradicación que hubo en la Villa 31 durante la última dictadura militar.

A medida que llegan se saludan y se reconocen. Los años pasaron, pero aún conservan sus apodos de la infancia, esos por los cuales también los conoció el sacedorte. Los abrazos son largos como el tiempo que pasaron sin verse. Comparten un plato caliente de estofado y una oración en nombre del padre Mugica.

Horacio recuerda la presencia de Carlos con cierta ambivalencia, como un extraño que se hacía sentir propio. “Empezó a andar como si nada, como un chabón común y corriente. Tenía una pinta de la gran puta, si vos lo veías a Carlos, te enamorabas”.  Para él, Carlos nunca pasó desapercibido, incluso dice que fue el primer cura que le cayó bien. “Como mis padres eran muy católicos, estábamos obligados a ir a misa todos los domingos, no quedaba otra. Entonces empecé a ir a la capilla del barrio, y ahí estaba siempre él”, dice.

Carlos Mugica fue muy cercano a la familia de Horacio, tanto que contrató a su madre como cocinera en su casa en el barrio porteño de Recoleta. “Mi mamá me contaba que él no entraba por la puerta principal, sino por la puerta del servicio. Y no comía con los padres; comía con mi mamá en la cocina, donde comían los sirvientes”, recuerda.

Pelota y corazón

Si había algo que compartían los chicos de la 31 con Carlos, además de los días en la capilla, era el fútbol. Incluso este los solía invitar a jugar y pasar la tarde en su casa en Recoleta. En la cancha no importa quién sos y eso se notaba en estos partidos, que solían volverse calientes y con rispideces. “Me acuerdo que una vez alguien le pegó una patada fuertísima, y él se enojaba, incluso casi que llegaba a putear, pero al instante decía ´perdoname Señor’, juntando sus manos y mirando al cielo. Nos hacía reír a carcajadas todos”, dice Horacio.

Carlos Mugica le regaló sus primeros botines. “Yo me estaba probando en Racing y trabajaba en un mercadito sobre Las Heras y Pueyrredón. Él vivía en la esquina, entonces todos los días lo cruzaba a Carlos. Cada vez que me veía, me gritaba: ‘Dale, negrito, ¿vos sabés lo lejos que vas a llegar?’”. A su vez, lo describe como “un tipo sensible, tranquilo, que se cagaba de risa y contaba chistes”. La vocación de Carlos estaba dentro de la capilla, pero no era solo eso: pensaba actividades por fuera de ella y con los chicos, como cualquier grupo de amigos. “Él siempre decía: ‘Terminé de ser cura. Me saqué la sotana. Ahora soy Carlos’”, agrega Horacio.

Foto con historia

“Hay una foto que apareció muchos años después, o por lo menos yo la descubrí muchísimo después de su muerte. No sabemos ni quién la sacó”, relata Aniceto. “Fue un domingo a la tardecita. Inicios de los 70, éramos chicos y nos dice: ‘Che, chicos, ¿no quieren venir a ver una película?’”. En ese momento íbamos seguido a cines que estaban ubicados sobre la calle Lavalle o Florida. No me acuerdo el nombre de la película, pero era sobre la historia de un cura que trabajaba en las favelas. Lo que me acuerdo es que él se quedó con nosotros y la vimos todos juntos”.

Otra vez, pero ahora desde las palabras de Aniceto, aparece una manera ambivalente a la hora de describir a Carlos: “Era distinto, no sé cómo decirlo, era un loco lindo, revolucionario. Él se dio cuenta que era parte de todo esto de lo que también éramos parte nosotros”.

Ni santo ni héroe

“Carlos era primero ser humano, y después hijo de Dios. No te puedo decir que fue un santo, fue un ser humano que realmente vivió para la gente, que entregó la vida para la gente”, dice Horacio entre lágrimas. “Yo era muy chico cuando lo conocí, pero a medida que fui creciendo, tuve esa imagen de grandeza de él, de que no caminaba al divino cohete, sino que caminaba de verdad”. Tenía recién 10 años cuando conoció a Mugica, pero con el tiempo identificó que no se trataba solo de un cura. “Desde el primer día que vino empezó a hablar con todo el mundo: o te juntabas por fútbol, o por religión, o por política. Carlos era todo junto”, dice. Por su parte, Aniceto complementa: “Yo siempre agradezco la política, no la política en sí, sino la llegada de Carlos. A medida que nos íbamos involucrando, había una sensación de que había que estar”.

La muerte de Carlos fue impactante, pero no inesperada. Las amenazas comenzaron cuando renunció como asesor de Villas en el Ministerio de Bienestar Social. En un principio, Carlos había asumido el cargo ad honorem en representación de los vecinos de la 31. Uno de los objetivos que tenía, era llevar a cabo la construcción de viviendas y que sean los propios vecinos quienes participen de las obras organizados en cooperativas populares. Pronto esta idea entró en conflicto y trajo discrepancias y enfrentamientos con el ministro -y jefe de la Triple A- José López Rega, ya que este quería que la construcción de las viviendas quedase a cargo de empresas privadas.

 Mugica fue asesinado poco después de esa renuncia. Luego de salir de la parroquia porteña San Francisco Solano, un integrante de la Triple A lo mató con 14 disparos de  ametralladora, tal como demostró la Justicia argentina. El crimen anticipaba una época sangrienta que terminaría de tomar forma con la última dictadura militar de nuestro país en 1976.

La memoria

Sus amigos conservan los recuerdos de una manera difusa. Algunas fechas no son exactas sino aproximadas, pero hay huellas que no se olvidan. Carlos Mugica es una especie de ausencia viva, presente en todos los que lo vieron llegar y convertirse en una de las personas más influyentes de nuestro país. Sus restos descansan en la Parroquia Cristo Obrero, ubicada en la Villa 31.

“Caros no murió, acá está muy vivo. Se fue su cuerpo, pero todo lo que dejó vive en el barrio. Es, fue y será un grande. No por su santidad, sino por su humanidad”, concluye Horacio.

A 50 años de su asesinato, el legado de Mugica sigue más presente que nunca. Es por ello que este domingo se llevará a cabo una caravana hasta el Luna Park, en Retiro, donde habrá una misa y un festival que incluirá murga y música en vivo, desde las 13 y 30.