El proyecto de ley enviado por Javier Milei al Congreso también avanza sobre las normas que regulan los usos de las semillas. Perjudica a quienes cultivan para uso propio y a quienes realizan investigaciones genéticas.
En nuestro país el mercado hegemónico de semillas se encuentra concentrado en empresas como Don Mario, Syngenta, Bayer, Monsanto, Bioceres entre otras. Estas firmas, a su vez, controlan la innovación y reproducción de la semilla. En paralelo, de forma regional y más dispersa, existen los sistemas agroecológicos que se manejan con cultivos más diversos e intercambios de semillas.
Dentro de la Ley Ómnibus está contemplado aplicar a UPOV 91, una disposición internacional que viene resistiéndose desde el Mercosur y que impactaría en el desarrollo de semillas para los productores agrícolas, sobre todo en lo conocido como “uso propio”: es decir, que estos, luego de la cosecha, pueden utilizar la descendencia de semillas compradas que tienen protección y propiedad para utilizar en su campo sin que esto implique el pago de regalías extendidas al ente vendedor. Sería el derecho de los productores a controlar su propia semilla. El tema tiene su complejidad y vale la pena hacer un repaso histórico de cómo se manejan las semillas que están en la base de la economía argentina.
Un poco de historia
Desde 1930, Argentina regulaba por medio de créditos, precios mínimos o subsidios la relación entre grandes y medianos productores con campesinos ligados a los complejos agroindustriales, aquellos que encadenan la producción primaria con industrialización para mercado interno y externo. En paralelo, desde 1973 rige en el país la Ley Nacional de Semillas con el objeto de “promover una eficiente actividad de producción y comercialización de semillas, asegurar a los productores agrarios la identidad y calidad de la simiente que adquieren y proteger la propiedad de las creaciones fitogenéticas”.
En 1991, con el decreto 2284/91, esta defensa general a la pequeña producción se quebró por la eliminación de organismos reguladores. Diego Domínguez, investigador del CONICET y profesor en Estudios Rurales y Ecología Política (UBA), denuncia que esto significó la “desaparición de casi 100.000 productores”. Para el especialista: “Bajo mediación estatal, el control de la semilla registraba cierta democratización y los productores compartían conocimiento e innovaciones genéticas. En los años 90 se quiebran industrias regionales y se desarticula la participación de los pequeños campesinos y familiares en las cadenas de valor”.
“Hoy el Estado lo que hace es coaccionar la circulación de ese material genético”, en el que tienen permiso “las semillas con trazabilidad corporativa mientras aquella con trazabilidad local y certificaciones de tipo social, no”. Esto, en paralelo al control monopólico del mercado y del desarrollo tecnológico, termina empujando a los productores que, “para garantizar ciertos rindes y costos, deben caer en el paquete tecnológico y semillas digitadas por este andamiaje empresarial” ya que se les exige determinados comprobantes y requisitos. Así los productores abandonan “la reproducción propia de semilla e incorporan semillas producidas por otros”.
Desde 2003, hay debates en torno a la reforma de estas leyes y para el 2012, en el marco de la CONASE (Comisión Nacional de Semillas) se realizaron negociaciones con participación de organismos públicos como el INTA, el Ministerio de Agricultura, y el INASE, entre otros, pero sin considerar otros actores de las semillas como las organizaciones campesinas indígenas o grupos de la agricultura familiar.
Juan O’Farrell, coordinador del área de Recursos Naturales de la organización Fundar, afirma que es necesaria una modificación, pero que su debate se encuentra frenado “a nivel político y entre los actores privados” y que “incluir la adhesión a UPOV 91 es una forma que proponen algunos de resolver esa falta de acuerdos. Es un atajo”. El especialista también advirtió sobre las consecuencias sobre la gestión de la semillas previstas en la Ley Ómnibus.
Marcos legales y UPOV 91
Desde la década del 60 existe la Unión para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV), un organismo con sede en Ginebra en donde, mediante diferentes convenciones, se establecieron distintos tipos de protección a la producción de semillas. El país tiene adhesión internacional a la UPOV de 1978, cuya disposición protege a los obtentores pero también al uso propio y al fitomejoramiento, en el cual una semilla protegida por derechos de propiedad puede ser usada para fines de experimentación e investigación.
A la vez, en la Argentina, los derechos de propiedad intelectual sobre las variedades vegetalesse ejercen mediante los derechos del obtentor, contemplados en la Ley de Semillas del 73, que le otorga dicha propiedad sobre una semilla a la persona que la registra a su nombre y es de quien se requiere autorización para utilizarla con fines comerciales. Sobre esta ley pesa una discusión que lleva años y en caso de que se adhiera a la UPOV 91 se ampliaría el derecho de obtentores, pero se perderían dos derechos que ella asegura. Uno es el mencionado fitomejoramiento, que con UPOV 91 se crea la figura de “variedades esencialmente derivadas”, que requiere que el fitomejorador solicite autorización al que la registró.
O’Farrell explica: “Esa autorización es problemática porque no está claro y es muy difícil definir, qué es una variedad esencialmente derivada”. Y complementa que esta no-definición puede generar miedo en los fitomejoradores al punto de “no impulsar ciertas agenda con el desarrollo por temor a ser perseguidos legalmente por otras empresas”. El otro es la excepción del uso propio de los agricultores que cuya limitación los obligaría a comprar más insumos de semillas, dolarizadas, encareciendo los costos de producción e impactando en el precio de los alimentos.
La Federación Rural para la Producción y el Arraigo es una organización que nuclea más de 30.000 productores agropecuarios de “sectores históricamente postergados de la ruralidad argentina” como arrendatarios o pequeños y pequeñas productores agrícolas y ganaderos, trabajadores sin tierra, cooperativistas, pueblos originarios, entre otros. Según hicieron saber desde allí, los debates instalados desde hace 21 años para la modificación de la ley “se tradujeron en tentativas de adherir a la UPOV 91” para que esta sea “adaptada al nuevo marco internacional”. Los anteproyectos que circularon impactaban “en los derechos de los productores agrarios a guardar, conservar, intercambiar y reproducir sus propias semillas”.
Una especialista en semillas de la Federación explica: “Siempre que hablamos de leyes, políticas, acuerdos que implican avanzar en el control sobre las semillas, estamos hablando de un control sobre los alimentos. La discusión de las semillas es una discusión de soberanía alimentaria” y continúa con que “hace mucho tiempo se vienen intentando distintas estrategias para acotar el uso propio”.
Según O’Farrell, muchos analistas consideran a la UPOV 91 como un régimen similar al de patentes y que estos promueven la innovación, pero es un debate aún sin saldar y sin “evidencia clara” de que esa innovación suceda. “Lo que es necesario es tener un debate integral. No estamos hablando solamente de propiedad intelectual y de innovación, sino de cómo estas normas afectan el modelo de producción agrícola en los países donde se aplican.
Este debate hoy está ausente porque se está tratando a las apuradas”, completa. En cuanto a diferencias de protección, cualquier persona que desarrolle una semilla, ya sea un investigador, científico, entidades públicas o privadas, al registrarla a su nombre en el Registro Nacional de Cultivares (RNC), pasa a ser un obtentor. Tanto el derecho de éste, como con una patente, son propiedades intelectuales; la diferencia radica en que mientras el primero se creó para regular la propiedad de las semillas, la segunda tiene un carácter más genérico y aplicable a desarrollos industriales. Esto implicaría que se avale la posibilidad de patentar genes y así que se patente el «evento (semilla) transgénico».
Ambiente, comunidades y desarrollo
El Artículo 241 se inscribe en una larga trayectoria de derechos de propiedad sobre distintas formas de vida: desde la tierra hasta la información genética, pasando por las semillas, ecosistemas, microorganismos. Domínguez asevera: “La semilla, desde la invención de la agricultura hace más de 10.000 años, viene siendo conservada y cuidada por comunidades. Es parte del acervo cultural de los pueblos. Nadie cobró por innovaciones tecnológicas y se vienen haciendo modificaciones en estos diez mil años. ¿Con qué derecho un puñado de empresas, por haber hecho en el último tramo una serie de ‘innovaciones’ se consideran con derecho a patentarlas?”.
“Hay un déficit en la protección que ofrece el marco normativo argentino. Hay cosas que se pueden hacer para darle a los obtentores y a las empresas de semillas más garantías, incentivos a que innoven e inviertan, sin ir hacia un régimen tan restrictivo como el UPOV 91. Sobre todo fiscalizar y evitar lo que se conoce como la bolsa blanca, que es un mercado ilegal de semillas sobre todo en soja y trigo”, explica O’Farrell.
Según el especialista, ese mercado ilegal es “una de las razones por las cuales muchas de las empresas de semillas, que participan de esos mercados, tengan problemas de financiamiento para invertir en I+D”. O’Farrell cree que la producción de semillas en Argentina debería ser considerada como un sector estratégico, por un lado “para aumentar la productividad de la agricultura” y por otro porque “es un sector que demanda cada vez más biotecnología, que genera todo otro tipo de efectos dinámicos sobre la estructura productiva”.
Desde una mirada puesta en el desarrollo, es fundamental promover una estructura diversificada que proteja y consolide al sector de las semillas, que son, al fin y al cabo, el origen de toda soberanía sobre los alimentos, elemento básico para la vida.