Los vecinos y amigos del barrio de Maradona lo siguen adorando con la alegría del primer día. A tres años de su muerte, proliferan anécdotas y recuerdos. Todos lo conocieron desde la cuna.
Pancho Torres, amigo de la infancia de Pelusa.
A pocas cuadras del Puente La Noria, desde el Camino de la Ribera, la calle Larrazábal se extiende hacia el interior de Lomas de Zamora. Es como un angosto túnel del tiempo, que al cabo de unos minutos traslada a los transeúntes a un mundo en el que Diego Maradona sigue vivo.
Para los vecinos, él nunca se fue, ni siquiera cuando murió el 25 de noviembre del 2020. En la tierra santa de Villa Fiorito, su rostro aparece en las fachadas de casas, clubes, centros culturales y comercios, no solo como homenaje al jugador más grande de la historia, sino también como reflejo de la identidad barrial.
El potrero donde transcurrieron sus primeros partidos fue tomado y ahora hay una decena de casas. Sin embargo, aún se mantiene otra de las canchas en las que jugó, ubicada en la esquina de Larrazábal y Chivilcoy. Allí se encuentra Estrella Roja, la primera institución en la que compitió Maradona.
Junto a la entrada del club, un mural gigante muestra el cartel de la Estación Fiorito, tal como quedó después de que le reemplazaran las letras I y O por un 10. A su lado, un Diego de apenas 11 años mira tímidamente hacia el frente, mientras a un costado el futbolista ya consagrado celebra con la Copa del Mundo en una mano y la medalla en la otra.
La cancha de Estrella Roja está rodeada de casas que se separan del campo de juego solo por unos centímetros. En los extremos antes estaban los arcos del potrero ocupado, pero el paso del tiempo los deterioró y ahora hay dos nuevos, de color celeste y blanco.
Dentro de la cantina, Pancho Torres limpia la barra. Las paredes del lugar están repletas de imágenes de Diego, casi como si fuera una parroquia y no una entidad deportiva.
-Siempre viene mucha gente a hablar y yo lloro porque lo conocí de pibe — declara Pancho entre lágrimas.
Los caminos del cantinero y el futbolista se cruzaron a principios de la década del 70, en la vera del Río Matanza – Riachuelo. Torres estaba cazando pájaros, cuando vio que el cuarto hijo de los Maradona se acercaba con una gomera en la mano. En cuanto lo divisó, se tiró al suelo y gateó entre los arbustos hasta que lo tuvo a unos metros.
-Pelu, dame la gomera o te tiro — amenazó Pancho, mientras apuntaba con el elástico de su arma rudimentaria al rostro del niño. Diego dudó durante unos segundos, pero acató la orden.
Con el tiempo, el robo quedó en el olvido y se volvieron amigos. Cuando no jugaban al fútbol, iban al basural conocido como La Quema a revolver montañas de residuos buscando algo para comer o llevarse a la casa. Es que Villa Fiorito estaba signada por la pobreza y los esfuerzos de los vecinos para sacar adelante un barrio al que el Estado jamás había llegado.
La situación era tan precaria, que los vecinos cuentan que a la hora de buscar trabajo no podían decir que vivían en esa zona del conurbano bonaerense. Solo aparecían en los diarios cuando ocurría algún crimen.
Por ese motivo, la gloria de Maradona fue vivida como una reparación histórica:
-Con su forma de jugar al fútbol hizo conocer a Fiorito en todo el mundo, demostró lo que puede surgir de un pibe así, de la villa. Este pibito cruzó todos los límites, como la música que no tiene fronteras, él tampoco tiene fronteras —sostiene Pancho—. Me siento re orgulloso de Fiorito, de lo que es él, que nunca se le fue la villa de la boca. No se disfrazó de nada, no se regaló con nadie, ni se arrodilló delante de nadie.
Torres vive en el club. Allí guarda alguno de los tesoros que heredó de su amigo, como una campera y un par de zapatillas Puma usadas por él.
-Yo a veces hablo con Pelusa. Acá lo conocen todos, pero yo tuve la oportunidad de conocerlo, de darle la mano —confiesa—. Yo lo saludo, le digo “Buen día, Pelu”.
La casa en la que se crió Maradona está a unas cinco cuadras de Estrella Roja, en Azamor 523. Se esconde detrás de unas rejas sobre las que cuelgan algunas banderas y de dos árboles que custodian el camino que conduce a la puerta.
Sobre el frente de la construcción, la cara de Diego aparece con la mirada puesta en el infinito. De su cabeza se desprenden los rayos de una luz que le da una imagen santificada, confirmada por la inscripción ubicada en la parte inferior de la pared, en la que se lee “La casa de D10S”.
A mí a veces me preguntan por qué no tengo un tatuaje. A él lo llevo siempre en la cabeza y en el corazón— confiesa Vaca.
Son las doce del mediodía y junto al antiguo hogar del astro futbolístico, “Vaca” atornilla el panel interno de la puerta de su auto. Él fue otro de los primeros testigos de la magia maradoneana.
-Nos criamos juntos, crecimos juntos. Jugábamos acá en la calle —comenta—. No teníamos idea de lo que podía llegar a ser. Él es quien es también por el papá, por el sacrificio del papá, que venía de trabajar y lo llevaba a La Paternal. A veces no quería ir, pero era de agarrarlo y llevarlo.
Al igual que Pancho, cada vez que se refiere a Diego, lo llama Pelusa. Es como si hubiera dos Maradona: el prócer y el humano. Al primero le respetan el nombre de su documento; con el segundo usan el sobrenombre del chico que cazaba ranas a la vera del río.
—A mí a veces me preguntan por qué no tengo un tatuaje. A él lo llevo siempre en la cabeza y en el corazón— confiesa Vaca.
Sus palabras reflejan los sentimientos no solo del barrio que vio crecer al dios argentino, sino también los de todos aquellos que se aferraron a Maradona cuando no había más que palos y pobreza. Es por eso que su sonrisa se repite una y otra vez en las paredes de Fiorito, porque en su alegría se consolidaba la de las clases populares. Se trata de una impronta que ya quedó sellada en la memoria histórica y que nadie podrá borrar jamás.