Por Natalia Rótolo
Fotografía: Pamela Pezo Malpica

Los jabalíes, la Selección Argentina de futsal de sordos, se prepara para el Mundial de Brasil. Le faltan fondos para poder viajar.

Una columna de personas con pecheras naranja flúor cruza la Avenida San Martín trotando desde la diagonal Tinogasta. A la cabeza va un entrenador que marca los pasos con un pitido. Se dirigen hacia el Club Comunicaciones.

Pasando una garita de seguridad, el verde impregna los ojos. Las luces de las canchas están altas y el cielo nocturno parece abrirse. Gritos de gol, arengas, risas jóvenes y el humo de un asado. Un pulmón de ocio en una ciudad gris. La última cancha pasando el buffet está más callada. No hay gritos: reina el sonido de los zapatos contra el brillante, aunque empolvado, pavimento deportivo.

Remeras azul francia con el logo oficial de la AFA forman grupos en la cancha. Ezequiel Toth, entrenador de arqueros, y el director técnico, Pablo Artesi, practican con dos jugadores en un arco. Manuel Giles y León Savia, ayudantes de campo, cambian de lugar conos y triángulos de plástico al otro lado de la cancha. En el arco contrario, diez jugadores se ubican lado a lado.

“En esta corrida buscamos intensidad”, indica el preparador físico, Lucio Caloni. A unos metros está Natalia González, intérprete de lengua de señas de la Selección Nacional masculina de futsal de sordos, Los Jabalíes. Lucio pregunta si hay alguna duda, los chicos lo miran a él, sin necesitar traducción, y niegan la cabeza. Cuando Lucio se da vuelta para alejarse unos metros, los capitanes del equipo se preguntan cuántos sets son.

En un entrenamiento sonoro, Lucio hubiera chiflado para dar inicio. Sin embargo, acá mueve la mano a los costados, reclamando atención y buscando las miradas de los chicos. Los jugadores se ponen en sus marcas sin perder de vista al preparador. Lucio levanta un cono blanco y el equipo corre hasta la última línea. Vuelven ajetreados al inicio. El preparador saca de abajo de su brazo un cono amarillo y el equipo corre a la línea más próxima. Entre ambas metas, hay otra línea, que identifican con conos rojos.

Lo que hubiera sido un “¡dale! Más rápido”, Lucio lo replica con un virulento agite de mano y un grito que no emite ningún sonido. El ejercicio se repite por diez minutos. En los primeros piques, los jugadores casi no muestran cansancio. Al acercarse a la línea de llegada, algunos sonríen dejando ir un poco de aire.

Lucio, con el ritmo cardíaco intacto, está satisfecho y da por terminada esa parte de la entrada en calor. Algunos ya están rojos, en especial el jugador más joven. El preparador acompaña una respiración profunda con las manos: que se tomen dos minutos para descansar. No necesita llamar a Natalia para comunicar eso. Les da palmadas a los que pasan cerca. Manuel llama con un movimiento de “hola” a uno que, de tan agitado, respira por la boca. Le corrige la posición de la pierna para correr. El jugador de 20 años lo mira atentamente y copia el movimiento.

Todos se acercan a uno de los costados de la cancha. Manuel agarra una pizarra con la cancha ilustrada y fichas magnéticas. Mientras habla, muestra estrategias de ataque y zonas para construir un gol. Habla rápido y los mira a los ojos, con cuidado mueve las fichas. En cada oración, se detiene y mira a Natalia, cediéndole la palabra. Con seriedad nerviosa trata de descifrar si entendieron.

Los jugadores miran el tablero y las señas que hace Natalia González de manera intermitente. Sin afectar su concentración, se rascan la cara y se espantan mosquitos. León, el otro ayudante, toma la posta de la explicación. Habla lento, Natalia lo traduce en simultáneo. “Bueno, vamos a jugar”, propone emocionado.

Revuelve dentro de una bolsa. “Mirá lo que es esto”, suelta indignado mientras levanta una tela desgastada y apenas cosida. “Manu, andá pedirle más pecheras a Sergio, que estas son una poronga”, grita resignado. Los dos defensores se acercan a pedir otras indicaciones y Savia llama con ligera ansiedad a la intérprete.

Manuel va al arco y Savia y Natalia se quedan sobre la línea del costado, observando. No pasan dos minutos y el entrenador detiene el juego para corregir a uno de los jugadores más grandes, de 26 años. “Tomá el medio”, dice mientras agita las dos manos armando un corredor. El jugador asiente, con visible confusión.

Empieza a correr, pero no toma el medio, así que León entra a la cancha. Natalia también: traduce en el centro para que todos la vean. Ahora la idea se entiende. Se reanuda el juego y el equipo se desliza con fluidez al área de gol. Manuel aplaudió en silencio y exageró una expresión facial de suficiencia.

Irrumpe el traqueteo del tren Urquiza. En la cancha, las indicaciones son en un tono bajo. Alcanza sólo con que Natalia las escuche. Prima el sonido del golpe de la pelota y el rechinar de los botines en el pavimento. Se escuchan lejanos los gritos de las canchas no-silentes. Manuel sale del arco con las manos en alto: “¡Una corrección!”. Llama a Natalia y se mueve por la cancha, explicando posiciones.

Reanuda la jugada. Esta vez, el ataque es firme. Savia indica que uno de los jugadores se cierre más. Manuel no logra atajar. Los chicos dejan escapar un grito. No pueden ocultar la alegría y se abrazan. En la línea Savia y Natalia se ríen. “Te gustó esa, ¿no?”, pregunta el entrenador con orgullo compartido. Mientras se acomoda los lentes, Natalia responde sarcástica: “Ya no me necesitan, ¿eh?”. Con cierto temor, León se apura: “No, no; por favor nunca te vayas”.

Hacen una pausa y un jugador de 22 años se acerca a Savia. Se señala la rodilla con recelo. El ayudante abre los ojos en alarma. Natalia traduce: desde hace unos meses le duele y tiene miedo de lesionarse. No puede dejar de pensar en el V Mundial de Futsal de Sordos a jugarse en San Pablo. Los jabalíes clasificaron, pero a semanas de tener que viajar, no cuentan con los fondos para hacerlo. “La AFA sólo nos da ropa y diez pelotas”, cuenta el director técnico con la mandíbula tensa y frustración en los ojos. Igual siguen dejando el aire en el predio porque mantienen la esperanza.

Savia mira preocupado, respira contemplativamente y le dice: “Jugá sin miedo. Si te lesionas en la cancha, te lesionas jugando”. Dejar todo en la cancha como si en esos breves metros encontraran un poco más de sentido en la vida. Los hombros del chico se relajan: el secreto se evapora sin romperle la ilusión de una posibilidad. Vuelve correteando a la cancha. Es ahora o nunca. Los botines intentan llegar hasta Brasil.