Las comunidades quechua, kolla y aymara celebraron el Día de los Difuntos en el Cementerio de Flores para homenajear a los ancestros. Hostilidades y discriminación por parte de la Policía de la Ciudad.
La celebración comienza el 1º de noviembre en las casas de las familias donde se prepara una mesa para recibir a los ajayus, las almas de sus difuntos.
Cada 2 de noviembre el Cementerio San José de Flores se convierte en el espacio de una masiva celebración ancestral. Este año no fue la excepción y, a pesar de la lluvia torrencial, muchos se acercaron a celebrar el Aya Markay Quilla -en quechua-, Ajayu Uru -en aymara-, o Día de los difuntos en castellano.
Para las tres de la tarde las florerías linderas se encontraban abarrotadas de familias. De identidad quechua, kolla y aymara, residentes en el sur de la ciudad desde hace décadas, conseguían las últimas ofrendas. En la entrada, un operativo del Gobierno de la Ciudad las obligaba a separarse al grito de “hombres por este lado, mujeres por allá”. Luego les hacían un “cacheo” mientras “les pedían” que abran sus camperas. Como el año pasado, no permitieron ingresar ningún tipo de bebidas.
Debajo de un gazebo, Frida Rojas recibía a los familiares con un abrazo y una cálida sonrisa. Forma parte de la Mesa del Aya Mark‘ay Quilla que, según se leía en un volante, “se creó para la difusión y el (re)conocimiento de la ceremonialidad funeraria y cosmovisión de los pueblos andinos, y para denunciar los atropellos de las autoridades del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires”.
“No se puede controlar el sentir, ¿cómo vas a controlar lo que siente la guagua? Esto no es una fiesta folclórica, no es un recital, no están yendo a la cancha, vienen a visitar a sus ancestros”, contó Frida. Su mirada dulce se detenía sobre los rostros de ancianas que caminaban junto a sus nietos, y agregó qué “algunos vienen tristes, otros alegres, están mojados, empapados, pero igual vienen. Nos expresamos desde el convencimiento de entender la muerte como una parte de la vida”.
Compartir con los otros es uno de los pilares de las celebraciones. Todos los años empiezan el 1º de noviembre en las casas de las familias que reciben a los ajayus, las almas de sus difuntos, que luego despiden en el cementerio al otro día. “Las esperamos al mediodía, momento de complementariedad y equilibrio. Cuando llegan vienen con mucha sed, entonces se toman su chichita, una bebida ancestral proveniente del Incario que se prepara en ocasiones especiales”, explicó Frida.
A su lado, sobre una mesa en la entrada al cementerio, se ubicaban las masas con distintas formas mitológicas, figuras humanas, celestiales, animales. También las llevaban los familiares en bolsas y cajas para agasajar a las almas en las sepulturas. Eran tantawawas y urpus, “la forma de expresar todo lo que está en el Ukupacha, en el Kaypacha y en el Hananpacha: los tres niveles de nuestros pueblos ancestrales”, comentaba Frida.
Otros años, el GCBA limitó la cantidad de comida que podían entrar. Esta vez, para ingresarla pidieron desarmar bajo la lluvia los preparativos envueltos para que “los revisen”. Además, la de Ciudad tampoco habiltó más de una entrada y dejó una única salida por avenida Castañares. ”Son prácticas de discriminación y racismo que vulneran nuestros derechos”, denunciaron desde la mesa del Aya Mark‘ay Quilla.
A pesar de todo, las familias pudieron encontrarse. Cubiertas por pilotos, camperas, bajo paraguas o grandes sombrillas, recorrieron el cementerio. Luego de ubicar la sepultura de sus parientes, rezaron, armaron la mesa con fotos, guirnaldas violetas y negras, flores, tantawawas y otros alimentos para los difuntos.
Durante la jornada, se escuchaba a una banda combatir la lluvia con sus melodías. El nombre del grupo se leía impreso en un gran tambor: “Lakitas Kamanchaca. Río de la Plata”.
“Venimos porque es una oportunidad única. En el contexto de los rituales la gente conoce la música, la valora. Además, nos gusta aportar para que las familias puedan tener música en vivo. Suelen pedirnos canciones que le gustaban al difunto”, contó Antonio Doval, uno de los diez integrantes. Sobre el estilo músical, que proviene del norte de Chile, explicó que “se relaciona a la cosmovisión andina de reciprocidad. Para tocar sí o sí se necesitan al menos dos personas porque cada instrumento de viento tiene la mitad de las notas”.
La banda se acomodaba en una ronda. Las manos resbalosas por el agua agarraban las lakitas, similares a los sikus, que hacían sonar luego de una campana, junto a platillos y el ritmo de la percusión. Lo que Frida nos decía más temprano se materializaba en cada sepultura que visitaban: “La música también es dar, es compartir algo hermoso”. Al finalizar, recibían en agradecimiento tantawawas y alguno respondía “hasta al año que viene”.
Lo comunitario y la forma de expresión desde “el hacer”, el trabajo manual como acto de amor y forma de mantener viva la memoria, en el centro de la celebración. Así lo destacó Frida: “Lo esencial es estar juntos. Si comparto mi tristeza, voy a sentirme mejor para curar la ausencia. Si vos te alegras, yo me alegro, si me sonríes, voy a sonreír también. Sabemos que estar acompañados es mejor, por eso es tan importante reunirnos”.