Se llama Isla Esperanza y se encuentra frente a la costa de San Fernando. Sus integrantes defienden su tierra contra el avance de los desarrollos urbanísticos.
-La tierra es para vivir… -intenta decir Antonela, pero el ensordecedor rugido de los motores de los yates, combinados con canciones estridentes que salen de sus parlantes, interrumpe su tenue voz y rompe el silencio tranquilizador del entorno.
La isla Esperanza está sobre el Arroyo Anguilas, frente a la costa de San Fernando, en el municipio de Tigre. Su calma es simple, como la de la arboleda que se desprende de la naturaleza, hasta que es invadida por los rugidos de los yates.
-La tierra no es para comprar ni vender. Tenemos esos criterios básicos para generar una comunidad alternativa a los barrios privados y apostar a lo humano -relata Antonela Chávez, santiagueña, quien vive hace dos años en la isla y milita en la cooperativa de junqueros, que lleva el nombre de la isla.
A sus espaldas, se levanta un galpón hecho de madera y sostenido por columnas de tronco, donde los isleños realizan actividades productivas y colectivas como la cestería, el junqueo, la pesca y la apicultura. En su frente, los carteles gritan sus protestas continuas: “Basta de quemas”, “Basta de muertes en el río”,“Basta de perseguir por pescar y junquear”.
Al compás de una guitarra, acompaña una canción en la que el estribillo repite siempre la misma oración: “La tierra no es de nadie, es de todos.”
La disputa que viven los habitantes de la isla no es de ahora, sino que empezó exactamente en el año 2008, cuando grandes inmobiliarios quisieron instalar “Colony Park”, un emprendimiento privado que significó el desalojo voraz de las familias que habitaban en ese momento, el dragado del arroyo, la creación de terraplenes y relleno con la tierra imposibilitando el paso del agua hacia los humedales, la destrucción total del monte nativo y la desaparición de animales y fauna.
“Ahí empezó la resistencia, a partir de la violencia. Una cooperativa para luchar contra el emprendimiento. Juntos somos poderosos”, cuenta Diego Domínguez, uno de los integrantes de la organización que lleva el nombre de la isla, que tiene como objetivo resistir ante los barrios cerrados, la especulación inmobiliaria, la destrucción de los humedales y a favor de la defensa del modo de vida isleño.
“Es un modo de vida que no está reconocido, no está visibilizado, pero que tiene que ver con la libertad de poder criar a tus hijos como vos querés, de producir lo que vos querés, de sentirte bien en tu tierra, trabajar: la libertad de levantarte y ser vos”, dice Rolfi, como llaman sus compañeros de cooperativa a Rodolfo González Greco, militante del Movimiento Nacional Campesino Indígena, quien fue uno de los principales protagonistas en detener, junto con Domínguez, el negocio inmobiliario.
La idea es clara y concisa: derecho a la tierra, a la vivienda, a la producción de alimentos y artesanías, a la cultura, a la formación, a la libre navegación y a ser isleños e isleñas como bien les enseñaron sus antepasados.
En aquel galpón -quemado dos veces por empresarios que desean instalar allí sus negocios-, se ve a tres mujeres que cocinan en conjunto: rapidito y sin mucho que pensar, cortan las verduras en trozos para después dárselas a los encargados de la olla popular. Esa olla grande que espera a nuevos visitantes que quieren recorrer la isla y conocer su historia.
El primero en probar el sabor de la comida es El Papu, como llaman sus amigos a Ignacio, de piel morena y ojos vivos como cualquier niño de 10 años. Cuenta relajado, entre risas y con su voz finita, que para él, el rancho es una convivencia que ellos comparten: “Me gusta la isla porque estoy en paz, se puede pescar y estoy tranquilo.”
A pocos metros, una parrilla y su fuego entran en calor, a la espera de choripanes y pescados frescos recién salidos del arroyo. No solo llegan nuevas personas que quieren conocer la cooperativa, sino también Prefectura: en un abrir y cerrar de ojos, junto con su navegación interrumpen la recepción para llevarse el trasmallo, el artefacto que usan los isleños para pescar, sin explicación alguna.
“Seis pescados agarramos, es para consumo familiar y compartir. Lo levantó Prefectura. Fue un bote para pedir explicaciones de por qué lo levantaron. Estamos inscriptos en el Registro Nacional de Agricultura Nacional que nos posibilita a los junqueros a laburar, no queremos vaciar el río”, comenta indignada Antonela.
Entre medio de árboles como fumo bravo, sauce y tala, un sendero atraviesa la isla que conduce a esas casas pequeñas hechas de adobe o barro, hamacas paraguayas en su frente y paneles solares en sus techos. Debido a la ausencia de Edenor, la energía es compartida entre los habitantes que no pueden acceder a estos modernos artefactos. Se empieza a sentir el cacareo y olor de las gallinas, dueñas por un rato de los huevos que comercializan y consumen los isleños.
“A mi marido le gusta mucho la naturaleza, el campo. Él tiene animales: chanchos, cabras, chivos, gallinas, gansos, patos, de todo. Las gallinas nos las donaron del INTA -Lorena Berton se refiere al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria-, cuando eran pollitos y ahora son gallinas”. Lorena se encarga de la repostería de la cooperativa durante los festejos y los días miércoles, junto con cuatro mujeres más, remoja el junco para tejer nuevos productos. Los gallineros comunitarios son parte de su economía popular, abastecidos por el INTA.
Una vez a la semana, ellas se reúnen para realizar una de las actividades principales que sostienen a la isla: la cestería. Con ayuda de una hoz, cuchilla con forma de medialuna que se encarga de cortar tallos, principalmente el junco; esa planta recta y flexible que crece por la zona. Ya recolectada y humedecida desde el día anterior, la cortan en tiras para poder manipularla con sus manos y conseguir el producto deseado. De ese encuentro salen canastas chicas y grandes, cestos, cortinas, portalámparas o hueveras.
Del trabajo final se encarga el sol, quien debe secar cada parte del tejido para poder ofrecerlos al mercado.
“Las chicas cada 15 días van a la feria de agricultura y llevan los cestos para venderlos o hacemos por pedido. Ahora hicieron un Instagram para que nos compren más y para que tengamos venta. A veces nos piden mucho y si el cliente quiere, lo barnizamos”, cuenta Lorena, con su sonrisa compradora y cálida.
Por parte del Estado, la ayuda es nula, casi como si no existieran: el agua no es potable, el gas no llega y hay luz solo por parte de los paneles; pero no pareciera importarle a nadie, excepto, a los oportunistas que ven a la isla como una tierra deseada a cambio de unos cuantos dólares.
“Si esto sigue así, en algunos años no va a quedar ninguna familia isleña -dice Emma Moragas, militante de Isla Esperanza con la voz que se le quiebra-. Es cuestión de tiempo que el lugar quede en manos de quienes pueden pagarla y vale muchísimo. Ese día no van a dejar entrar a nadie más. Pondrán carteles de propiedad privada, prohibido pasar, prohibido circular, zona restringida o seguridad privada.”