El 2 de mayo de 1982, Mariano Francioni cumplía el Servicio Militar a bordo del Crucero General Belgrano. Fue uno de los 770 argentinos que sobrevivió al ataque británico durante la Guerra de Malvinas y acá relata su historia.
Corría el año 1981 y la última dictadura cívico-militar aún se encontraba azotando Argentina. Mariano Francioni, al igual que muchos jóvenes de la época, había decidido llegar más tarde al trabajo para quedarse a escuchar el sorteo que definía su entrada al Servicio Militar Obligatorio, ,más conocido como la “colimba”. Esperando un número bajo que pudiera evitar la conscripción, tuvo que conformarse con el 917 que lo enviaba directamente a la Armada. No le quedó otra que resignarse. Se trataba, al fin y al cabo, de una obligación que había que cumplir.
El conscripto Clase 62 fue incorporado en la última tanda de su año. “A diferencia del Ejército y de la Fuerza Aérea, que incorporaban a todos juntos, la Armada incorporaba cinco tandas por año”, cuenta Mariano. Luego de tres meses de instrucción comenzaron a realizar los pases. Si bien su lugar iba a estar en la armería donde se encontraba, el destino quiso que los planes fuesen distintos. Tras luxarse el codo no pudo seguir allí y cuando obtuvo el alta fue designado para embarcarse en el crucero General Belgrano.
El primero de diciembre inició allí un entrenamiento más intenso. Su función era el control de averías y actuaba de bombero, enfermero, mecánico. Esas tareas, si bien fueron importantes y necesarias, la posibilidad y obligación de transitar y conocer a fondo el barco fue la clave fundamental para lo que vendría después. “Tenía un suboficial que nos decía: ‘Usted está en tierra, lo meto dentro de una bolsa y lo subo a bordo. Yo abro un poquito la bolsa y saca la mano, solo por tocar el mamparo tiene que saber dónde está’. Yo tenía 18 años, no me interesaba nada de todo eso. Y sin embargo, eso fue lo que me salvó la vida. Gracias al entrenamiento que tuve, quizá no fue el mejor, pero gracias a eso estoy acá”, reflexiona Mariano.
El verano pasaba y la vida a bordo tenía su rutina pero también su encanto. “Era lo más parecido a tener un trabajo: levantarse temprano, desayunar, ir a la formación. Nos asignaban tareas a realizar, ese era el momento en que todos nos tratábamos de fugar aunque en mi división no se podía. A las dos de la tarde quedábamos libres pero siempre te enganchaban para hacer algo, y luego teníamos guardias. Los días de franco me iba para casa y me decían ‘¿vos estás seguro de que estás haciendo la colimba?’ Había recuperado y hasta aumentado el peso que perdí en la instrucción”. Los conscriptos tenían la posibilidad de ir a la pileta de natación cerca de allí, al casino o a la cantina. Pero Mariano prefería en lo posible ahorrar dinero para volver cada quince días, el fin de semana que tenían libre, y visitar a su familia y amigos. “A pesar de todo eso, uno contaba los días que pasaban como semanas y las semanas que pasaban como años. Incluso antes de la Guerra de Malvinas pensaba: ‘Todavía me faltan ocho meses acá’ y me quería morir. Pero era así, era una obligación”.
10 de abril de 1982. Hacía días que el ambiente estaba tenso: había un ir y venir de camiones, la flota se preparaba, había llegado toda la infantería de Marina y se cargaban los buques de desembarco. “Era como estar dentro de una película de guerra, todos vestidos de combate”, recuerda Mariano. Aquel sábado llamaron a todos los presentes para que dejaran sus puestos de trabajo y se dirigieran al comedor. Ubicado en una esquina en un televisor a color, algo particular para la época, se encontraba Leopoldo Fortunato Galtieri dando un discurso para todos los presentes reunidos en la Plaza de Mayo. En contraposición a los gritos provenientes de la pantalla, los conscriptos escuchaban las palabras en absoluto silencio. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Finalizada la transmisión, los presentes se levantaron y regresaron a sus puestos de trabajo. “Éramos muchos y sin embargo nadie dijo nada. La sensación era de extrañeza y de una sorpresa muy importante”.
Esperando el regreso de la flota que había zarpado a la Operación Rosario, Mariano y sus compañeros se quedaron en el puerto Belgrano. A su retorno, llega la orden de ir hacia Ushuaia: “Teníamos la tarea de resguardar los canales fueguinos, el paso entre el Atlántico y el Pacífico”. Se abastecieron con la cantidad necesaria de municiones, cargaron los otros barcos y la flota zarpó. En el tiempo transcurrido allí se realizaban prácticas llamadas zafarranchos. “También tuvimos situaciones de combate real en los que había que cubrir los puestos y lo hacíamos más rápido que en los zafarranchos. Todo eso, sumado a algunos incendios que hubo en el barco, fue un entrenamiento que nos ayudó a sobrevivir”, recuerda el veterano.
“Un día llegó un helicóptero y dejó órdenes: ir a Malvinas. Íbamos a la guerra”. El plan consistía en hacer un trabajo de pinza a la flota inglesa aprovechando el momento en que realizaban su desembarco y que se encontraban más vulnerables. Con barcos más antiguos a los del enemigo buscaban acercarse a la costa y burlar los radares que tendían a confundirse en esa zona. El plan fue suspendido a medio camino, “ya sabíamos que había submarinos por el área y que iban a intentar atacarnos. La pinza se tuvo que abrir y volvimos a los tres lugares designados al este de Islas de los Estados, lugar en el que teníamos que permanecer navegando en zigzag”.
2 de mayo de 1982. Este día no empezó como cualquier otro. El rumor de que iban a ser atacados recorría el General Belgrano. A diferencia de lo que finalmente sucedió, se esperaba un ataque aéreo. “A las seis de la mañana tocó combate real, teníamos que cubrir los puestos de combate y estuvimos así hasta el mediodía. Luego de eso, se levantó la alarma, almorzamos y continuamos con la vida normal en crucero de guerra”. Mariano tomó su guardia que finalizaba a las cuatro de la tarde. Faltando unos minutos para el horario de cambio y encontrándose en el comedor de tropa, decidió quedarse allí para tomar unos mates antes de ir a descansar.
A las cuatro y un minuto, la historia del General Belgrano y de toda su tripulación cambiaba para siempre. “Me elevé en el aire y sentí como si una persona me agarrara del pecho y de la espalda y me apretara con todas sus fuerzas hacia adentro. Los oídos me quedaron zumbando del estruendo, del ruido del hierro rompiéndose. La luz se cortó”. Mariano se encontraba en el centro del barco, en un local cerrado por lo que el fuego que pasó por todos los pasillos no pudo encontrarlo. “Si hubiera decidido irme a descansar, me hubiera agarrado el fuego. Mi compañero de cucheta vio el fuego venir, se tapó con las frazadas y se descubrió los pies. Las medias de nylon se le fundieron en la piel”.
Mariano aún estaba recuperándose, solo había llegado a tomar un matafuegos cuando el segundo impacto volvió a sacudir la nave. Sobre su cabeza, colgados en el techo del comedor, unos corta caños resistieron ambos torpedos y se mantuvieron en su lugar, “si se caían me partían la cabeza”. Abandonó el comedor y vio al suboficial que se encontraba tomando mate unos minutos atrás. Viéndolo un poco aturdido, lo apuntó con una linterna y le gritó: “¿Qué hace acá? Váyase”. Enseguida se escucharon gritos provenientes de atrás del hombre, de la zona de las máquinas de proa, lugar en el que había pegado el primer torpedo. “Era un tripulante, y lo llamo así porque no tengo idea si era conscripto, cabo primero o segundo. Estaba bañado en petróleo y venía gritando”.
En el camino lo agarró y comenzaron a salir, o mejor dicho, a intentar salir en la oscuridad total. El suboficial con su linterna quedó atrás revisando el lugar. Mariano lo llevaba pero el camino se hacía imposible: “Nos resbalábamos por el petróleo. No se veía nada, no sabíamos a dónde ir. Sabía que estábamos cerca de una escalera y podíamos caer ahí dentro. El aire se consumió”. Fue entonces cuando el entrenamiento y los saberes adquiridos durante esos interminables meses les salvaron a ambos la vida. “Levanté la mano y fui tanteando el mapa, como me habían enseñado. Supe dónde estábamos y fuimos a la escalera de subida”. Cuando estaban llegando, ya sin aire, el tripulante le dijo:
-Dejame acá, no doy más.
-No, de acá salimos los dos -contestó Mariano.
Milagrosamente, la puerta se abrió y apareció una mano. Mariano agarró a su compañero y lo empujó hacia afuera. En el proceso sacó la cabeza y volvió a respirar. “Nunca supe si se salvó o no, ni siquiera quién era”. Salió a cubierta y se tiró a un costado, aún no sabía que había sucedido pero creía que los habían atacado por aire. Al no ver movimiento de cañones, ni del personal cargándolos y ante el grito de “¡vayan a las balsas!”, se levantó y fue hasta la popa. Recibida la orden de desembarco, Mariano junto a los 26 que compartieron con él la balsa, abandonaron el General Belgrano que se hundía lentamente.
La situación era caótica. El barco continuaba inclinándose, muchas balsas se rompían. Las que estaban en el agua quedaban pegadas a la nave empujadas por la corriente de un lado y el viento del otro. Aquellas que iban llegando a la popa, si podían pasar, eran empujadas por el viento y las alejaba del lugar. Mariano y sus compañeros pudieron rescatar a tres personas más, un oficial y dos cabos que se hicieron cargo de la balsa. En el medio de toda esa escena, vio en cubierta a uno de sus amigos: “Éramos tres compinches que siempre estábamos juntos. Lo vi a uno de ellos: Osvaldo ‘negro’ Galvarne y dije ‘bueno, zafó’”. Lamentablemente, unos días más tarde y por medio de su otro amigo en común, se enteraría de su fallecimiento cuando el ancla del barco caía y arrastraba consigo la balsa en la que se encontraba.
El barco fue recostándose hasta que se hundió por completo. Unidos por la situación vivida y por el cariño a la patria, los tripulantes de la balsa comenzaron a cantar el Himno Nacional. Al finalizar, nuevos ruidos de explosiones los sorprendieron. Las calderas del Belgrano se hacían escuchar desde los 4200 metros del fondo del mar y los puntales, maderas largas de seis metros que se encontraban debajo del techo del barco, salían disparados del agua. Entre los presentes había dos o tres heridos por quemaduras que fueron atendidos rápidamente. Uno tenía una radio y logró sintonizar Radio Colonia donde decían que el barco había sido atacado y averiado. “Si piensan que está averiado no nos van a venir a rescatar”. El miedo y la incertidumbre iban en aumento.
La noche los sorprendió con una fuerte tormenta, con olas de hasta diez metros de altura. Por más que intentaran mantener las puertas de la balsa cerradas, el agua helada ingresaba a borbotones. “Nos turnábamos para tenerla cerrada con las manos. Cuando terminó mi turno tuve que pedir que me sacaran de ahí, que me abrieran las manos a la fuerza porque no podía salir”. Sentados con las espaldas alrededor del habitáculo se encontraban mitad de los presentes de un lado y mitad del otro con las piernas cruzadas, unas encima de las otras. “El que quedaba con las piernas abajo hacía fuerza y las pasaba hacia arriba y así continuamente. Con el frío teníamos que orinarnos encima”.
Cuando Mariano sucumbió al cansancio y cuando despertó la noche estaba quedando atrás, la tormenta había calmado. Organizaron los víveres que tenían para repartirlos entre los presentes. El agua fue reservada en su mayoría para los heridos y el resto tomó solo un trago. “Había caramelos de gelatina. Nosotros habremos comido un cuarto de caramelo y luego les dimos uno a cada herido. Por suerte estábamos bien alimentados”. Las horas pasaron y todos permanecían allí sentados sin hacer nada. Cerca de la una de la tarde algunas miradas comenzaron a cruzarse pero nadie se animaba a decir nada. Intentando agudizar el oído, miraban a los costados y buscaban la aprobación de los demás hasta que alguien se animó a romper el silencio.
“¿Ustedes escuchan? ¿Están escuchando?! ¡Un avión!”
El motor de un avión se acercaba, los estaban buscando. Pasó varias veces pero no había suerte, hasta que por fin, los del cielo y los del mar, se encontraron. El avión se movió ligeramente de un lado a otro, los estaban saludando. “¡Nos vio!” El ánimo cambió completamente y para levantar aún más a los presentes, el oficial les contó la historia de una gitana quién al leerle la mano le advirtió que luego de pasar la etapa más feliz de su vida tendría la prueba más dura. Pero que saldría adelante, que la pasaría. “Así que yo tengo confianza”, les dijo mientras les mostraba las fotos de su señora e hijos.
Tras 29 horas y cerca de las cinco de la tarde se encontraron a lo lejos con las luces de un buque que se acercaba. No comprendían el por qué de la tardanza pero luego supieron que no muy lejos de dónde ellos se encontraban había un conjunto de balsas diseminadas por la zona. El momento de abordar el Aviso Gurruchaga llegó. “Nunca pasé tanto frío en mi vida como en esos minutos”, recuerda Mariano. Tiritando y con el agua congelada que salpicaba cada vez que la balsa y el buque chocaban, hizo lo posible para tomar la escalera de soga que le habían tirado. “Por suerte no me caí, yo no sé nadar. Igual no me hubiese servido de nada porque me hubiera muerto congelado”.
El Gurruchaga era un barco pequeño, de poca tripulación pero todos allí brindaron hasta lo que no tenían para ayudar a los sobrevivientes. “Nos duchamos y nos dieron toda su ropa. Vaciaron hasta el último cajón para que nos pudiéramos cambiar la ropa orinada y vomitada. Después nos dieron sus jarritos y pasó un colimba con chocolate que nos advirtió que ‘no estaba caliente sino hirviendo’”. A medida que iban llegando los rescatados, los ponían en la cama, les hacían masajes para que entren en calor y cuando estaban mejor, iban con el siguiente. Sobrevivieron 770 personas pero aquel 2 de mayo murieron la mitad de los argentinos fallecidos en Malvinas.
El frío de Ushuaia fue mitigado por la calidez con la que los recibieron los fueguinos quienes los esperaron con cajas repletas de galletitas, chocolates, paquetes de cigarrillos. “Allí estuvimos en un hangar del aeropuerto donde nos dieron overoles, medias, zapatillas, camisetas, calzoncillos”. Esperando ver a sus dos amigos, Mariano embarcó en uno de los últimos aviones. Al llegar a la Base Naval un gritó le devolvió la alegría que había perdido: “¡Te dije, que la mierda flota!”. Su amigo, Hugo “la Bruja” Adeso, asomaba la cabeza desde una de las camas altas. Al feliz reencuentro le siguió la tristeza por la noticia del fallecimiento del “Negro”.
Tras una serie de confusiones con su nombre y apellido, y el de un cabo segundo llamado Máximo Frangioni, la familia de Mariano no estaba segura de qué había sucedido con él. Su madre decidió ir hacia allí y aclarar la situación. “Nos cruzamos en el camino sin saberlo. Cuando ella llegó le dijeron que yo iba hacia Buenos Aires”. En un micro con todas las ventanillas y cortinas cerradas por la supuesta “subversión” los llevaron hasta Constitución. En el camino, se animaron a mirar hacia afuera y vieron a las personas que los observaban y saludaban.
“¡¿A dónde los llevan?!”, querían saber algunos.
“¡Venimos del Crucero General Belgrano!”, les contaban a los peatones, que se agarraban la cabeza, sorprendidos.
Al llegar a Constitución, Mariano tomó el 12 que lo llevaba a Barracas, por fin iría a casa. La autopista aún en construcción y que siempre le había irritado al pensar en las casas destruidas, ahora se veía maravillosa. Las cinco cuadras que tuvo que caminar desde la parada hasta su destino le tomó una hora recorrerlas. Los vecinos salían y lo saludaban. “Me invitaban a comer y yo les decía que ni siquiera había arribado a casa todavía. Al llegar a la esquina vi a lo lejos a mi hermano que hacía señas: ‘¡Ahí viene, ahí viene!’, gritaba. Ahí salió mi viejo y lo vi en la puerta de casa”. A Mariano se le quiebra la voz.
Solo tuvieron diez días de licencia y nuevamente debieron volver, sin saber cuál sería su destino. “A mí me mandaron al Hospital Naval Central que todavía estaba sin inaugurar. Tuve que hacer guardia militar, nunca tuve la suerte de trabajar seis horas e irme a casa, como sí le tocó a algunos. Yo entraba a las ocho de la mañana y salía a la misma hora del día siguiente”. Tras un año en la colimba, Mariano obtuvo la baja.
Los meses e incluso los años que siguieron estuvieron marcados por el apoyo, la compañía y el cariño de su familia y amigos que lo ayudaron a seguir adelante. “Cada caso es distinto, hay algunos que no quieren saber nada con lo que pasó. Nadie está preparado para eso, ni en ese momento ni ahora. La gente nos recibió y nos acogió bien pero también es cierto que muchos no te daban trabajo por considerarte un ‘loquito de la guerra’. No fue mi caso pero sucedía”. Mariano se dedicó a ayudar a su hermano en su tapicería, luego acompañó a un socio en una relojería. Más tarde comenzó a trabajar con su padre en la tornería. “Ellos me ayudaban a mí. No era experto en esas cosas pero aprendía y me las rebuscaba. Todo lo que tení que hacer, preguntaba cómo se hacía y lo aprendía por necesidad, porque no nos quedaba otra”. En el año 2005 surgió la posibilidad de formar parte del personal auxiliar de una escuela en Provincia, “era como un portero. Al principio el sueldo era bajo pero luego se consiguió un plus y con eso compensaba. Luego el plus aumentó y ahí ya era un buen sueldo. Me quedé ahí hasta que me jubilé”.
Mariano recuerda aquellos años como una lucha constante, cortando calles y peleando por hacerse notar en los medios de comunicación. “Nos escondieron cuando llegamos y recibíamos órdenes solapadas de consejos para que no nos juntemos con los centros de veteranos. Pero gracias a esos centros se consiguieron distintos puestos de trabajo y leyes”. Durante el gobierno de Néstor Kirchner se hizo la “Carpa Verde” que se instaló en la Plaza de Mayo y que nucleó a todos los veteranos del país. “Hubo palazos y muchos terminaron en cana, pero ahí las cosas empezaron a cambiar”, recuerda. “Fuimos consiguiendo más cosas que nos correspondían pero siempre con mucho sacrificio”.
La lucha por el reconocimiento histórico continúa pero, en particular, el excombatiente señala la “desmalvinización” constante e implacable que observa y percibe por parte de políticos como también de los medios. “Tenemos que seguir peleando, siempre desde la vía pacífica y política pero con fuerza. Si no levantamos la cabeza, no vamos a lograr nada”. También da cuenta de la existencia de “malvineros” que tal vez no fueron al conflicto pero que a ojos de sus hijos son veteranos por ser patriotas y transmitir ese amor por su tierra.
Para Mariano el mayor reconocimiento viene del pueblo, de los amigos y de la familia. “Cuando voy por la calle y llevo algo que me identifica como excombatiente, siempre se me acerca alguien y me saluda, me da la mano. En los festejos del Mundial fui a comprar una gaseosa y me la dejaron más barato porque era para mí”, recuerda divertido. Un día sus hijos lo esperaban en casa con una sorpresa que habían estado escondiendo por unos días. Grabado para siempre en su piel, le mostraron las Islas Malvinas. Con los ojos llenos de lágrimas, Mariano comenta “para mí es un orgullo bárbaro”.
Llamativamente, en relación a la experiencia vivida, Mariano disfruta de ir a navegar. “Incluso antes de hacer la colimba tenía la fantasía de navegar a vela. Cuando estaba en el General Belgrano, generalmente estaba adentro, encerrado trabajando. Recuerdo un día que decidí ir a tomar aire y me quedé mirando desde el medio de la cubierta. No lo podía creer, había visto fotos, películas pero estar ahí, ver esas olas, ese mar azul”. Se encontró allí con un suboficial quien con aire sereno, poco habitual en él, le dijo: “El día que no pueda volver a navegar, me voy de la Armada”. Programando unas vacaciones con amigos para ir a navegar a Brasil, decidió tomar clases. Allí se reencontró con ese amor por el mar. Desde entonces navega cada sábado y cuando encuentra un tiempo libre: “No importa qué esté haciendo, yo cuelgo cualquier cosa y me voy a navegar”.