Valeria del Mar Ramírez, exdetenida en el Pozo de Banfield, testimonió en la causa que tiene 17 imputados e investiga qué pasó con 442 desaparecidos. Relató los crímenes sexuales de la dictadura y el robo de bebés.
Valeria del Mar Ramírez era trabajadora sexual durante la última dictadura militar y narró ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal (TOF) Nº1 de La Plata los golpes y abusos que sufrieron tanto ella como sus compañeras tras ser detenidas ilegalmente. Esto se produjo en una nueva audiencia en la que se investigan los crímenes ocurridos en los centros clandestinos Pozo de Quilmes, Pozo de Banfield y El Infierno, en Lanús. El juicio tiene 17 imputados y se busca determinar qué ocurrió con 442 personas que hasta hoy continúan detenidas desaparecidas.
El testimonio cortó la respiración de los participantes en una nueva audiencia virtual por el juicio que investiga la responsabilidad del director de Investigaciones de la policía bonaerense Miguel Etchecolatz y la de sus subalternos en la práctica de privación ilegal de la libertad y la aplicación de torturas. En una jornada marcada por la potencia de los relatos de Boris Santos, delegado de Peugeot, sobreviviente del Pozo de Quilmes y Eduardo Castellano, sobreviviente del Pozo de Banfield y El Infierno, la voz de Valeria del Mar Ramírez, primera querellante trans en causas por delitos de lesa humanidad, se hizo sentir.
El tribunal de la esta causa denominada Las Brigadas o Los Pozos —integrado por Walter Venditti, Ricardo Basílico y Esteban Carlos Rodríguez Eggers (subrogantes) — escuchó con atención las preguntas que el fiscal de la querella Germán Camps le realizó a Ramírez.
La declarante aportó pruebas para que el jurado pudiera reconstruir los apremios que vivieron ella, y sus compañeras trabajadores sexuales, tras sus dos detenciones por los comandos de tareas de la dictadura, tanto a finales de 1976 como en los primeros meses de 1977. Ramírez —que en 2012 recibió su nuevo DNI con identidad autopercibida y su partida de nacimiento rectificada— fue arrestada durante el golpe de Estado en Camino de Cintura, Ruta Nº4, rotonda de Llavallol, cuando vivía en Rafael Calzada, partido bonaerense de Almirante Brown.
Destacó que la primera ocasión en la que fue confinada fue por una razzia, ya que se iba a producir la visita de un grupo de inspectores hacia la zona. Las habían alertado a ella y a sus compañeras para que se fueran del lugar. “Nosotras no hicimos caso, nos quedamos en una estación de servicio, donde guardábamos las cosas. Nos levantaron y nos llevaron a la comisaría de Llavallol”, planteó. La querellante aseguró que, por falta de espacio en ese cuartel fue separada de sus compañeras y, junto con otras dos —Romina y “La Hormiga”—, fueron llevadas al Pozo de Banfield, donde estuvieron dos días.
Lo peor para Ramírez llegaría unos meses después, durante su segunda detención. Señaló que estaba acompañada nuevamente por Romina cuando fueron interceptadas por unos agentes que manejaban un Ford Falcon y las metieron en el auto. “Les dije: ‘Recién llegamos, no hicimos nada’. Y no nos contestaron. El de adelante nos dijo: ‘Cállense la boca, que ya van a saber a dónde van a ir’”, narró.
Sostuvo que, una vez que llegaron al Pozo de Banfield, ambas fueron arrodilladas entremedio de las piernas de los policías, “con la cabeza para abajo”. “Aquí tienen las cachorras que habían pedido», escuchó decir de parte de quienes las habían detenido. Mientras la mamá de Ramírez y su compañera “La Mono” las buscaban por distintas comisarías de la zona, los policías las trasladaban hacia unos calabozos individuales del Pozo y las hacían mirar al suelo para evitar que llegaran a ver a otros detenidos.
Los apremios y las violaciones fueron parte del tormento por el que pasó Ramírez, que ya no podía contener las lágrimas mientras narraba su estadía allí. “Vinieron dos policías y me violaron porque no quería tener sexo con ellos. Primeramente me dieron golpes y tuve que tener relaciones con los dos”, afirmó.
A eso se le sumó que los efectivos pasaban sus miembros por la rendija de su celda, con la promesa de que, a cambio, le darían comida. Ramírez consiguió una botella, y cuando la sacaban a bañarse la llenaba. Con eso podía evitar nuevas violaciones de parte de los policías, aunque dejaría de alimentarse. Relató que estuvo dos días tomando agua pero cuatro agentes encontraron su botella en el calabozo. “Puto, así que te hacés el vivo”, le gritaron, mientras le tiraban la botella. Contó que en otra oportunidad, cuatro policías entraron a su celda y la violaron luego de que ella no pudiera resistir más.
Otro punto de inflexión en su narración se produjo cuando señaló que, mientras terminaba de bañarse, se dio cuenta que compartía espacio en “los buzones” con otra chica reclusa. «Pensé: ‘¿qué le estarán haciendo?’. En eso siento a un bebé llorar. Y la milica le dice ´bueno dale, levantáte y agarrá un balde y limpiá esta mugre tuya´, mientras la chica, pelo largo, delgada, demacrada, todo su vestidito lleno de sangre, no se podía mantener en pie. Yo la agarré de la mano, la apoyé en el piletón del baño y me puse a llenar el balde», sostuvo.
Ramírez contó que la mujer policía se dio cuenta de su presencia allí y retó a uno de los policías que hacía guardia: “¿Vos sos boludo? ¿Cómo lo tenés acá al puto ese y no me dijiste nada?» Fue arrastrada de los pelos y pasó un día encerrada desnuda en su calabozo.
“Había nacido un bebé”, exclamó cuando fue interrogada sobre el porqué de la sangre y señaló que cuando salía del lugar pudo ver a un policía que tenía en sus manos a un niño recién nacido. Cabe destacar que el Pozo de Banfield es conocido por haber sido lugar en el que fueron privadas de su libertad un gran número de mujeres embarazadas.
Su contundente testimonio, que duró más de una hora, incluyó nuevos abusos de a grupos sobre su persona, lo que llevó a Ramírez a afirmar: “Yo ya no sabía qué hacer, prefería que Dios me lleve”. Luego de catorce días de detención, salió por el portón de El Pozo, atravesando un descampado y tomó un colectivo y un tren hasta llegar a su casa con su madre.
Durante su alocución, reiteró la cantidad de veces que pidió ayuda adentro del calabozo y la desesperación que vivió cada vez que era vulnerada. La situación para las trabajadoras sexuales era exasperante: “Prácticamente no teníamos ningún derecho. Siempre iban a estar favor de ellos, siempre íbamos a salir perdiendo nosotras”.
Caracterizada por los agentes policiales como “jefa” del grupo de compañeras trabajadoras de la zona de Rafael Calzada, Ramírez expresó que una vez que recuperó su libertad sintió miedo por lo que podía llegar a pasarle.
Se mudó a la casa de su madre y su padrastro en el barrio porteño de Belgrano. Planteó que si algo le llegaba a suceder sería “un puto menos”, que solo sería “reclamado” por su familia. Con angustia, señaló que tuvo “que volver a ser Oscar”: se cortó el pelo y se disfrazó nuevamente de hombre.
Hoy Ramírez vive en Constitución, cobra una jubilación mínima y llega a cubrir sus gastos del mes con la ayuda de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). «Cobré una indemnización, me dieron 50 mil pesos, y ya lo gasté. No sé qué va a ser de mí. Las heridas las tengo en el cuerpo, nadie me las saca. Solo las que lo pasamos sabemos lo que es. Es muy feo no tener libertad. Pero, ¿qué salida tenía yo, qué salida laboral tenía? No tenía otra», se preguntó, visiblemente afectada.
Se refirió a las secuelas que quedaron en ella y que “ni física ni psicológicamente” se encuentra bien. “A veces no quiero salir de mi casa”, afirmó. Ramírez es la única del grupo de mujeres trans que fueron secuestradas que aún se encuentra con vida.
Con el correr del tiempo se comprenderá la importancia histórica de su testimonio del día martes.