Por Catalina Anapios
Fotografía: Arquimedes Piol - Biblioteca Digital de la FACULTAD DE CIENCIAS EXACTAS Y NATURALES

Se cumplen diez años de la muerte de Rolando García, fundador del CONICET y quien impulsó la llegada de Clementina, la primera computadora que hubo en la Argentina. Una de las figuras más importantes de la UBA que renunció la Noche de los Bastones Largos. 

Quienes toman clases en el Pabellón I de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires quizás hayan escuchado alguna vez el nombre de Rolando García. De hecho, figura en la placa que se encuentra en la puerta y que da nombre al edificio, pero que para el desconocimiento de la mayoría, esconde mucha historia sobre la ciencia en nuestro país.

Rolando García, quien más tarde se convertiría en una figura fundamental de la investigación y el desarrollo en Argentina, nace un 20 de febrero de 1919 en la localidad de Azul, Buenos Aires. Pasa sus años formativos estudiando el Profesorado en Ciencias, para más tarde ingresar a la Universidad de Buenos Aires, donde todavía Exactas estaba unida a la Facultad de Ingeniería.

Poco después, García consigue una beca en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) sin haber terminado la licenciatura y se marcha a Norteamérica, donde concluye sus estudios como magíster y doctor en Física. En 1956, García vuelve a la Argentina. Allí se reencuentra con el filósofo Vicente Fatone, un viejo amigo de sus años de profesorado, quien lo lleva a Bahía Blanca, donde los dos organizan la Universidad Nacional del Sur (UNS).

Con la experiencia de haber inaugurado la UNS, García vuelve a Exactas, en un contexto donde la Facultad se acababa de independizar y tenía muy pocos alumnos. De acuerdo con el doctor en Física y ex-colega Jorge Aliaga, “junto con Risieri Frondizi, hermano del ex presidente y rector de la UBA en su momento, Rolando pertenecía al grupo de quienes creían en una idea de universidad más científica frente a los que tenían una visión más profesionalista”.

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A principios de 1958, con tan solo 38 años, García toma el control de dos de las instituciones más importantes de la ciencia nacional. Junto a Bernardo Houssay, quien ya era Premio Nobel en Medicina, funda el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y es nombrado como vicepresidente del organismo. Paralelamente, se hace cargo del rectorado de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, aprovechando la oportunidad para impulsar la creación de Ciudad Universitaria, donde originalmente se mudarían la mayoría de las facultades de la UBA. “Yo creo que parte del éxito que tuvo en esa época fue porque era muy joven y no le tenía miedo a nada”, reflexiona Aliaga.

Como si no fuera suficiente, “en 1960 crea el Instituto de Cálculo a la par de Manuel Sadosky, y logran que el CONICET financie la compra de la primera computadora para uso académico de Latinoamérica, la Clementina”, señala. Comprometido con la investigación para el progreso, funda simultáneamente el Instituto de Investigaciones Bioquímicas, donde pone a cargo a Luis Federico Leloir, quien después sería Premio Nobel de Química. En cuanto a su rol como rector, Aliaga remarca que “en muy pocos años la Facultad se convirtió en un centro muy destacado. Mirando hacia atrás, García logró sobreponerse a la burocracia y encontró financiación en un contexto político de mucha turbulencia”.

A las altas horas del 29 de julio de 1966, mientras las autoridades se encuentran en las instalaciones, la Policía Federal ingresa a la Facultad en una jornada que hoy se recuerda como “la noche de los bastones largos”. Luego de enfrentar a las fuerzas de seguridad y que le rompan un dedo, García renuncia a su puesto en repudio al régimen de Onganía, terminando su mandato como decano.

En esos años el científico aprovecha la ocasión para viajar a Europa junto a su esposa, la reconocida psicóloga Emilia Ferreiro, y se instala en Suiza. Allí trabaja con Jean Piaget, y colaborando en el desarrollo de la epistemología genética, uno de los bastiones más fuertes de la teoría piagetiana. “Esto que plantean es revolucionario para la época, porque sugiere que el desarrollo del conocimiento tiene un sentido biológico. Hablan de un rol activo, donde el sujeto va a actuar para construir su conocimiento, resaltando el rol fundamental de que existan ambientes estimulantes en los que pueda hacerlo”, destaca la psicopedagoga Belén Palmieri, reforzando la visión de García respecto a la enseñanza.

Después de pasar algunos años investigando el cambio climático para las Naciones Unidas, Rolando intenta regresar a la Argentina pero poco después se muda definitivamente a México, huyendo de las amenazas de la Triple A. Mucho tiempo más tarde, con la vuelta de la democracia, la pareja emprende un segundo intento por volver al país, pero García se encuentra con una Argentina que lo hace sentir olvidado y desvalido.

Aliaga, quien fue decano de Exactas entre el 2006 y el 2014, lo conoce tres días después de asumir su cargo, cuando visita a la eminencia en su casa. “Su primera reacción fue justamente explicarme cómo sentía que lo habían destratado en Argentina”, recuerda apenado. “Yo intenté que sintiera que la Facultad le tenía un enorme reconocimiento por lo que había hecho por el país y por la universidad. Cuando cumplió 90 años en el 2009, le pusimos su nombre al pabellón de Exactas que él había creado, y pudo verlo en vida. Estaba muy emocionado y muy agradecido”.

García, quien se ha llevado no mucho más que la letra chica en la historia de nuestro país, dedicó toda su vida a colocar semillas para que él y tantos otros profesionales de la ciencia pudieran defender la investigación como camino hacia el progreso. “Él creía que en ciencia había que tener una formación muy rigurosa pero que también había que poder aplicar eso a resolver problemas del país”, comenta. La breve amistad que compartieron permitieron que el científico pudiera recomponer su relación con la facultad, pero más que nada con la Argentina. Aliaga sabe que esto marcó definitivamente los últimos años de su vida. “Emilia, su mujer, era una persona de pocas palabras. En su cumpleaños 90, bajando el ascensor, recuerdo que me dijo: a esta edad, es bueno saber que tuvo sentido”.

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