“Escribís cuando necesitás sacártelo del cuerpo”

“Escribís cuando necesitás sacártelo del cuerpo”

Romina Paula es autora, directora y actriz. Así, en ese orden. Un ranking de su práctica artística que arma “sin dudar”. Acaba de publicar su tercera novela, Acá todavía (Editorial Entropía) en la que Andrea, la protagonista, narra un presente dividido en dos partes. La primera, “Todavía”, transcurre en el Hospital Alemán durante la internación de su padre, un paréntesis de tiempo y lugar que arrastra algo del pasado para reflexionar sobre la familia y sobre la configuración de su sexualidad, de sus relaciones, de su propio recorrido vital. En la segunda parte, “Acá”, Andrea viaja a Uruguay y todo avanza en un presente sin red.

Antes de cada respuesta, Romina Paula mira unos segundos a través del vidrio del bar antes de volver al café con leche, a la mesa. Trae palabras que se van hilando, como en sus textos. En sus novelas intenta escribir el pensamiento, explica, y durante la entrevista dirá que está pensando en voz alta. Le gusta hablar sobre su propia obra porque, dice, así empieza a entenderla. Romina Paula piensa su propia obra, su propia práctica. Piensa y escribe. O escribe y piensa. Y se ríe.

¿Reconocés el momento en el que dijiste “voy a ser autora”?

Hace relativamente poco que encontré esta palabra. Me formé como dramaturga pero esa palabra no la conoce nadie fuera del ámbito teatral, es una palabra rara y difícil. Y aparte también escribo narrativa, entonces no era absolutamente cierto.

¿Y por qué no “escritora”?

Escritora me parece como medio de Isabel Allende, como “la señora escritora”. Lo de autoría me gusta, porque me parece que tiene algo muy del oficio. Y siento que también puede haber autoría en la dirección y en la actuación. Siento que es algo más amplio.

¿Tiene que ver con poner tu firma?

Sí, claro. Las veces que actúo siento que puedo decir que actúo porque le doy algo de mí. No siento que sea una actriz que pueda hacer una paleta enorme. Es mi autoría de lo que puedo dar en ese ámbito. O mismo la dirección, no siento que pueda agarrar cualquier obra de teatro, cualquier texto y ponerlo en escena, montarlo. Lo de la autoría me parece bien.

«Lo de autoría me gusta, porque me parece que tiene algo muy del oficio».

¿Pero siempre escribiste o hubo un momento fundacional?

Siempre escribí. Suena pretencioso, parece “la niña escritora”, como cuando los actores cuentan que bailaban frente al espejo, ¿qué niño no bailó frente al espejo? ¡Por Dios! Pero la verdad es que siempre escribí. No tiene nada ni de mágico ni de particularmente pretencioso, sólo fue así, algo que me gustaba. Y siempre leí, aunque ahora leo bastante menos que cuando era más chica.

En la conferencia Direccionario, en Fundación PROA, repasaste la evolución de tu obra teatral. ¿Cómo ves ese recorrido en tu narrativa? ¿Reconocés una evolución, un vínculo entre ¿Vos me querés a mí? (2005), Agosto (2009) y Acá todavía (2016)?

Para mí están muy vinculadas las tres. Con la primera novela, por los temas: el Hospital Alemán, la muerte, el deseo. Y con la segunda, a través de la primera persona femenina. Es una voz similar, como si fuera que Agosto es de los veintipocos y Acá todavía, de los veintimuchos o los treinta.

¿Pensás que, de alguna manera, podría ser la misma narradora?

No lo es. Me la imagino distinta. Pero sí hay un registro de un cierto momento de la vida y un registro de otro cierto momento de la vida, con lo cual podría ser como una serie. Eso es todo lo que podría decir en cuanto a verlo en perspectiva.

Las relaciones, el amor, la muerte, el duelo son temas que se repiten en toda tu obra. ¿Por qué volvés sobre estas cuestiones?

Son temas bastante universales. Y creo que es difícil eludirlos cuando se escribe porque son la vida. Quizás lo que lo hace distinto es ese tono más íntimo, que genera la sensación de que estoy hablando de esos temas. Se hacen esas preguntas en primera persona y se las responde, como algo del orden del pensamiento. Eso quizás está un poco en los tres libros. Intentar escribir el pensamiento. No sé si el pensamiento en la cabeza se da de modo lineal. Pero algo de ese vínculo con los temas, de intentar poner en palabras dudas, pensamientos, a modo de monólogo interno.

¿La primera persona y el monólogo interior son decisiones conscientes? ¿O empezás a escribir y los recursos aparecen?

En realidad, esta novela yo quería inicialmente que fuera una tercera persona. Toda la primera parte la escribí a mano en cuaderno, y al pasarla a computadora me encontraba pasándola a primera. Era rarísimo. Y me preguntaba: “Bueno, ¿cuánto fuerzo esto?” Lo sentí como una pequeña derrota pero quizás otra novela la escriba en tercera persona.

Dijiste que el principio de Acá todavía lo escribiste en un cuaderno, ¿siempre empezás escribiendo a mano?

En narrativa, sí. Teatro no necesariamente. La última obra de teatro, Cimarrón (2016), la escribí toda en computadora. La anterior, Fauna (2013), también. Para mí, la computadora es más el teatro. Después, la novela termina en la computadora, la termino de editar ahí y la sigo escribiendo ahí también. Pero todas tuvieron su momento de papel, claramente. Es todavía más solitario, porque con la computadora tenés abiertas otras ventanas, está Internet. Siento que, de por sí, la computadora es una zona social. En papel, podés estar en cualquier lado, concentrado. Y después hay algo que me da placer de la acción de escribir a mano, los vínculos con la hoja. Ya igual, con los años, como escribo cada vez más rápido, me reconcilié también con esa velocidad y con ese sonido, “chuc-chuc-chuc”, esa velocidad es linda también. Ahora me gustan las dos cosas.

«Siempre escribí. Suena pretencioso, parece ‘la niña escritora’, como cuando los actores cuentan que bailaban frente al espejo, ¿qué niño no bailó frente al espejo? «.

¿Tenés registrado el momento en que nacen tus historias, el germen?

Es tanto tiempo que creo que sobre la marcha me voy engañando respecto de cuál fue el primer impulso. En este caso, empecé a escribir a fines del 2010. Pero sí tengo un primer diálogo escrito entre Andrea y Rosa, la enfermera. Rosa quedaba embarazada y Andrea se ofrecía a ser el padre de ese hijo, de una persona que no conocía. Me divertía eso. Y, en paralelo, hacer como una especie de reconstrucción de su recorrido emocional, amoroso-sexual, algo así. Y también quería que fuera una novela familiar. De un poco de cada una de esas cosas quedó esto. Me acuerdo que en un momento lo vi a Pablo Ramos, el escritor, le conté de qué se trataba y me dijo: “¿Por qué la que está embarazada no es la protagonista? ¿Por qué está desplazado al personaje secundario?”. Y fue como: “¡Oh! Buena pregunta”. Fue revelador. Y además, entre medio, yo tuve un hijo. Embaracé a la protagonista y más tarde tuve un hijo. Se parecen la realidad y la ficción. Hay que tener cuidado con lo que se escribe.

En la segunda parte, aparece un ingrediente fantástico, ya desde la llegada a Uruguay y los personajes que va conociendo.

Sí, se arma una zona medio misteriosa que creo que tenía un poco de la lisergia del embarazo. También digo que es medio New age la segunda parte, conecta con los árboles, con la naturaleza. Me gustaba que “Acá” fuera presente puro, de entregarse a lo que le va pasando. La primera parte, en cambio, es bastante hacia atrás, medio retrospectiva, el final de una vida que no es la de ella.

¿Cómo trabajás con los símbolos, con la interpretación de distintos elementos como, por ejemplo, los árboles, los gusanos, los viajes? ¿Es un trabajo consciente?

Si consciente fuera que lo decido por adelantado, no. Es raro. Es como si me apareciera la idea de escribirlo y después digo: “Ah, obvio, gusanos, el padre está muerto, no se habla de la muerte del padre, aparecen los gusanos”. No es que no me doy cuenta pero no es que digo: “A ver, ¿cómo podría simbolizar…?” Y el viaje es esa idea de una pausa en tu propia vida, quizás tiene bastante que ver con ese no saber o no tomar decisiones. En Agosto está todo el tiempo así y acá en las dos partes también está en un afuera de sí misma. Tanto en el hospital, que es como un aeropuerto, un no-lugar, y después en Uruguay.

¿Entonces el proceso es más intuitivo?

Sí, diría que sí. Cada uno tiene sus modos de escribir pero lo que fui reconociendo en el tiempo es que ese estar abierto, atento, intuitivo es mi modo de agarrar las cosas. Después hay gente que arma escaletas y le sirve. Por ejemplo, cuando le puse Ramón a mi hijo no me acordé que había escrito que se llamaba Ramón el marido de Fauna. Cuando me pasan estas cosas me doy cuenta de que son cabos que están ahí circulando.

¿Con el nombre Andrea también te pasa algo similar?

Andrea es la muerta de Agosto y en ésta es la narradora. Es un nombre que ni siquiera me gusta para la vida. Pero lo necesito, no sé, siempre me vuelve. Me gusta eso de que sea nombre de mujer y de hombre, aunque acá en Argentina es más de mujer. Me abre cosas. Igual que el nombre Mario, que es el padre en Acá todavía. En realidad me parece feo pero me decís “Mario” y se me abre un portal. Me pasa eso con los nombres. No dudo mucho. Pero con el de Rosa tuve bastantes problemas, lo cambié muchas veces, no la terminaba de ver. Y es algo que no suelo hacer; se llaman de una manera y ni lo dudo. También cambió el lugar que ocupaba ese personaje en la novela, quizás eso también me hizo dudar.

"Acá Todavía" la cuarta publicación literaria de Romina Paula.

«Acá Todavía» es la cuarta publicación literaria de Romina Paula.

Decías que no tenés una escaleta, un plan. ¿Esto significa que cuando empezás a escribir algo no sabés cómo va a terminar?

Agosto la escribí cronológicamente, en el orden en el que está. En Acá todavía, la escena que están en el invernáculo en Uruguay la escribí hace muchísimo y pensé que tenía que terminar ahí. Casi todo Uruguay lo escribí hacia esa escena, como que sabía que terminaba ahí. La acción termina ahí. El último capítulo, que es más de su cabeza, lo escribí bastante después. Eso no lo había hecho nunca, de hacer como un Frankenstein de momentos de escritura.

¿Por qué elegiste el Hospital Alemán y Uruguay como los lugares-eje de los dos momentos de la novela?

Mi viejo se murió en el Hospital Alemán, de leucemia. Eso es verdad. Pero ese hombre, Mario, no es mi papá, mi papá era muy distinto. Esa cuarentena de la familia en esa situación, que mucha gente lamentablemente vive. Es rarísimo. Es cotidiano y tremendo al mismo tiempo. Cuando estaba ahí era terrible, terrible, terrible. Y me consolaba saber que después iba a poder escribir algo. Sentía que la única manera de poder soportar eso era atravesar ese dolor y que después se convierta en otra cosa, en otra cosa vital.

¿Y Uruguay por qué?

Íbamos con mi familia de vacaciones, cuando era chica. Iba a decir podría ser otro lugar pero no podría ser otro lugar, es Uruguay con esa sensación que a mí me produce. Los lugares también tienen climas, como los nombres. Y Uruguay tiene esa cosa hermosa y melancólica al mismo tiempo, me parece un lugar que permite proyectar la fantasía literaria. Ese país pequeño. Tiene como algo mítico en sí mismo, medio detenido en el tiempo. Y hermoso, no sé. Me evoca muchas cosas. Me da sensaciones como Andrea y Mario.

¿Cómo analizás la relación entre tu experiencia y el contar una historia?

En situaciones límite de la vida, o incluso las menos trascendentes como cualquier tipo de angustia diaria, lo único que me da tranquilidad es poder escribirlo. Pero ni siquiera para publicarlo, sino bajarlo, literalmente escribirlo. Siempre tuve cuadernos. Me río porque pienso que si alguien alguna vez leyera esos cuadernos pensaría que soy una depresiva porque casi sólo escribo cuando está todo mal. No te sentás a escribir “un día de sol hermoso”. Escribís cuando necesitás sacártelo del cuerpo. Ese alivio. A mí por lo general me funcionó de verdad. Pero después -y es algo que planteaba en Fauna– la otra pregunta es si uno puede contar algo que no conoce. Quizás también tiene que ver con esto de la primera persona y la tercera. La respuesta que digo es “sí” porque he leído novelas espectaculares de gente que no hizo eso que describía. Pero, en algún lugar, esas historias épicas le pasaron por el cuerpo. No es que todo lo que escribo lo tengo que haber vivido pero la sensación, la vivencia de eso, sí. Y por supuesto en la ficción se producen los desplazamientos.

En toda tu obra también hay un recorrido que tiene que ver con lo femenino y lo masculino, pero vinculado al no saber, a lo indefinido, a la pregunta de por qué algo tiene que ser de una manera u otra.

A lo largo de mi vida me ha interesado de distintas maneras eso, pensando en mi sexualidad y en la sexualidad en general. Pero cuanto más tiempo estoy en el mundo, me doy cuenta de lo complejo que es y me parece hermoso que sea complejo. Y, por suerte, entiendo que las convenciones sociales están ahí pero también subyace todo lo otro, quiero decir todo lo que cada uno elige para sí mismo. Y ahora que estoy criando un hijo ni te digo todas las preguntas que me hago de dónde se me escapa la tortuga de lo social, qué es mío, qué no. Supongo que le voy a cortar el pelo, no le voy a dejar el pelo largo. Uno ya está tomando decisiones. Hasta ahora podía preguntarme todo lo que quisiera pero ahora que le voy a bajar línea a alguien, ¿cuál va a ser esa línea? Pienso siempre que la ideología no es lo que uno dice tener o a lo que uno dice adscribir sino lo que se te escapa. Para mí la ideología verdadera de uno es el punto ciego que no te ves.

¿Lo inconsciente?

Sí. Hay gente que dice: “Yo soy un buen ciudadano, soy de izquierda, bla bla”, y después es alguien que, no sé, se cuela en una fila. Pero entonces sos una mierda. Su ideología en realidad es esa. Se le está escapando. Es un miserable, por más que sea políticamente correcto y por más que diga lo que tiene que decir en un momento indicado. Hoy en día observo mucho eso, el progresismo como la corrección política. Es lo más obvio decir lo que está bien decir.

¿Cómo fue la etapa de edición de la novela?

Estuve mucho tiempo editándola. Con Gonzalo Castro, de Entropía, somos amigos y él fue el primero que la leyó. Después la leyó Cynthia Edul, ella es egresada de Letras y sabe mucho. Trabajé sobre esos comentarios, devoluciones de todo tipo. Cuando tenía lo que era mi última versión, la leyeron todos los editores de Entropía que son muy minuciosos y casi siempre acepto todo lo que me dicen. Y ahí me junté con ellos y fuimos página por página decidiendo. Ese me parece un momento espectacular también. Es una última opción que me dicen: “¿Estás segura de esto?” Tratás de buscarle la vuelta y negociás con vos mismo también. Fueron muchas etapas de edición y me parecen tan importantes como la escritura.

Y cuando llegaste a esa primera versión tuya, ¿qué es lo que te hizo decir: “Bueno, hasta acá”? ¿Cuándo lo ves como algo cerrado/terminado?

En un momento ya sabés cuál es la novela que estás escribiendo. Ya estaba en la segunda parte, ya sabía el final. Y ahí en el medio sentís lo que falta todavía. Pero es rarísimo porque terminar algo es todo lo que no fue ese algo. Todo lo que quedó en el camino. Pienso: “Ay, de los hermanos quedó tan poquito, de Rosa quedó tan poquito, de Iván hay tan poquito”. Y eso que la novela tiene más de doscientas páginas. Sé todas las novelas que no escribí en esta. Las que podrían haber sido y no fueron. Pero un poco de todo eso está ahí.

CIMARRÓN

La autora-directora, además, estrena Cimarrón, basada en una obra de la dramaturga norteamericana Sarah Ruhl. Serán cuatro funciones en la Sala Tacec del Teatro Argentino de La Plata (26, 27, 28 y 29 de octubre). Y el año próximo se repondrá en el Centro Cultural San Martín. “Es bastante menos narrativa que las anteriores –explicó a modo de anticipo en Direccionario, la conferencia que dio en PROA-. No hay una narración, un cuento tan concreto. Son entes que atraviesan momentos, hay temas y climas. Me cuesta mucho definir la obra porque no sé todavía qué estamos haciendo. Ya está escrita y todo y la estamos ensayando pero aún la estoy descubriendo”.

 

Actualizado 5/10/2016

Fotos para llevar

Fotos para llevar

Hay apenas un centímetro de diferencia entre el tamaño estándar de una foto impresa y los libros de la Colección Pequeño Formato que presentó, por tercer año consecutivo, la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA). Los nuevos ejemplares de 11 x 15 cm que salieron a luz el último sábado en el Palais de Glace son La vaca atada, de Santiago Hafford; Retratos, de Eduardo Grossman; y Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda, con fotos de Mariano Espinosa, Pepe Mateos, Martín Lucesole, Sergio Kowalewski, y prólogo de Claudio Mardones. “El tamaño fue resultado de la posibilidad”, contó Diego Sandstede, coordinador del proyecto. Cada año, ARGRA edita un Anuario correspondiente a la Muestra de Fotoperiodismo que recoge las imágenes más representativas del período anterior. “Del pliego de tapa del Anuario sobraba papel con el que podíamos imprimir las tapas de los libritos, y así empezamos”, detalló Sandstede. El anhelo de publicar los trabajos fotográficos de los reporteros encontró, así, la oportunidad de concretarse.

La serie comenzó a gestarse en 2012 como una necesidad de dar a conocer la labor de recuperación del archivo fotográfico de la revista Veintiuno, que alguien rescató de la basura. “Cada vez que contábamos sobre ese proyecto, cada vez que salía una nota, algo se movía, se sumaban voluntarios o conectábamos con algún actor que ayudaba a que fluyera el trabajo. Así fue que pensamos en hacer un librito”, recordó Sandstede. Y explicó que la intención es presentar cada año tres líneas de trabajo como parte de la Colección Pequeño Formato. La primera consiste en dedicar un libro al ganador del concurso de los socios de ARGRA y difundir, de este modo, sus producciones. El segundo objetivo es homenajear a un referente del fotoperiodismo y poner en valor su trayectoria. Y, por último, destacar la importancia de los archivos fotográficos a partir del rescate del patrimonio que guarda la Fototeca de ARGRA, integrado principalmente por material de las muestras de fotoperiodismo argentino que organiza la asociación desde 1981. En la Fototeca, además, se pueden consultar registros de los acontecimientos más importantes ocurridos en nuestro país en los últimos 50 años.

“Es una colección que uno desea que no se termine nunca, que haya cientos de estos libritos que puedan llevarse en el colectivo, hojearlos, comprarlos por poco dinero. Los libros de arte suelen ser extremadamente caros y son unos mamotretos imposibles de manipular”, reflexionó Eduardo Grossman a propósito de su libro.

Los nuevos ejemplares de 11 x 15 cm que salieron a luz el último sábado en el Palais de Glace.

Premio: La vaca atada, de Santiago Hafford

Santiago Hafford es reportero gráfico desde sus veinte años, es decir, desde hace veintidós años. Cuando tenía ocho, todavía vivía en Comodoro Rivadavia y coleccionaba caricaturas e historietas de los diarios mientras Argentina sufría la Guerra de Malvinas. “Las fotografías de soldados embarrados con la mirada perdida me quedaron grabadas –cuenta en el prólogo–. Esas imágenes de la vida política mezcladas con esas otras de la realidad caricaturizada son el prisma desde donde miro el paisaje social siempre cambiante de nuestro país”.

Con sus fotos, que se valen del humor y la ironía para poner en primer plano las contradicciones cotidianas de “la argentinidad” y de la historia reciente, Hafford ganó el Premio Pequeño Formato, el concurso que busca difundir la labor de los socios de ARGRA. “Es un recorte de un trabajo más amplio en distintos países de Latinoamérica. En este caso, La vaca atada son sólo fotos hechas acá en Argentina, en el conurbano y en el interior del país”, resumió. Y destacó la decisión de la Asociación de ofrecer estos libros a un precio económico para que puedan circular fácilmente: “Si a uno le gusta, agarra la billetera y se lo lleva, a diferencia de otros libros de fotografía que cuestan mucha plata”.

Homenaje: Retratos, de Eduardo Grossman

“Este pequeño libro es hermoso”, dijo Eduardo Grossman mientras señalaba el ejemplar que lleva su nombre y sus fotos: una selección de su serie de retratos, que se suceden en blanco y negro y sin ningún tipo de orden. Sólo están, aparecen, se mezclan. Y desafían los límites del formato chico en que fueron impresos. Las manos de Borges en 1974. Las manos de Pappo en 1993. El tiempo ha pasado, es ingenuo advertirlo. Pero a los retratos de Grossman los envuelve un halo de atemporalidad. Arturo Illia llena un vaso con agua. Atahualpa Yupanqui abraza su guitarra. Los ojos de Goyeneche sonríen rodeados de fotos y muñecas. Gasalla juega con los rayos de sol que entran por la persiana. Federico Moura, con lentes oscuros, admira al día que se le escapa del otro lado del vidrio. “No es más que una ilusión pero en la fotografía es tan fuerte que creemos que capturamos el tiempo y efectivamente cuando vemos una foto creemos que no es una foto, que no son sales de plata o tinta sobre un papel, sino que es un hecho concreto que sucedió”, observó Grossman.

El libro editado por ARGRA es el primero de este fotógrafo, quien, durante sus más de cuarenta años de trayectoria, trabajó para la Editorial Perfil, para los diarios Noticias y Clarín, y para las revistas El Periodista, Humor Registrado y Ñ, entre otros medios gráficos. En el 2009 se retiró del fotoperiodismo para dedicarse a exponer y fotografiar series por el puro placer de conectar el corazón y el obturador: “No hay una mera decisión racional en el momento de sacar una foto. Es nuestro dedo conectado con nuestro ojo, conectado con un aparato y conectado con nuestro corazón”, definió.

Claudio Mardones, Santiago Hafford, Eduardo Grossman, Diego Sandstede y Pepe Mateos en la presentación de la colección en el Palais de Glace.

Claudio Mardones, Santiago Hafford, Eduardo Grossman, Diego Sandstede y Pepe Mateos en la presentación de la colección en el Palais de Glace.

Archivo: Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda

Pasar las páginas de Kosteki y Santillán es angustiante, es tener en las manos un documento de la brutalidad. La última foto muestra el gorro de lana y la sangre arrastrada. Darío y Maxi ya no respiran. Los policías festejan una hazaña: a Darío le dispararon por la espalda mientras intentaba ayudar a Maxi, que agonizaba en el hall de la Estación de Avellaneda. Los cartuchos son rojos, las balas son de plomo. Sin embargo, si volvemos a las primeras páginas, Darío y Maxi están marchando, igual que la multitud de piqueteros que aquel 26 de junio de 2002 cortaron los principales accesos a la Ciudad de Buenos Aires para reclamar el pago de planes sociales; aumentos en los subsidios de desempleo; insumos para centros barriales; el desprocesamiento de los luchadores sociales y el fin de la represión.

“Este librito es muy doloroso porque encierra concretamente los momentos más amargos de lo que se llamó la Masacre de Avellaneda”, señaló Claudio Mardones, el periodista que aporta un detallado contexto político y social en el prólogo del libro. La producción reúne cronológicamente las imágenes tomadas por los fotógrafos Mariano Espinosa, José Pepe Mateos, Martín Lucesole y Sergio Kowalewski durante la represión policial en Puente Pueyrredón. Este registro –junto al trabajo de fotógrafos de medios alternativos y camarógrafos de televisión– evidenció la planificación del operativo represivo, precipitó el llamado a elecciones que pondría fin a la presidencia interina de Eduardo Duhalde, y fue clave para reconstruir ante la justicia los hechos que culminaron en los asesinatos con balas policiales de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, ambos militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón.

En 2003, la Universidad Nacional de La Plata otorgó a Pepe Mateos el premio “Rodolfo Walsh” a la Labor Periodística por su cobertura de la Masacre de Avellaneda para el diario Clarín. “Sabemos lo que pasó cronológicamente, los hechos, todo, pero lo que nos pasó internamente a veces cuesta un poco más entenderlo –analizó Mateos–.  Lo he pensado muchas veces durante mucho tiempo. Quedamos envueltos dentro de una especie de espiral violento: sucedía lo que estábamos viendo y, a la vez, lo que estábamos pensando sobre lo que estábamos viendo. Y, paralelamente, no podíamos creer que estuviera sucediendo. No podía creer que Maximiliano estuviera muerto tirado en el piso de la estación. No podía creer que ese cuerpo que llevaban sangrando, el de Darío, era una persona que estuviera muriendo. Es algo muy extraño porque si uno piensa en la gravedad de lo que está sucediendo baja la cámara y toma otro tipo de reacción”.

Mariano Espinosa, por su parte, recibió el premio TEA por la secuencia tomada para la agencia INFOSIC. Seis meses antes, Espinosa había registrado también los acontecimientos de diciembre de 2001. “Después de diciembre y lo de Avellaneda, a la noche llegué a casa y me puse a llorar”, contó.

Mardones señaló que el rescate de este archivo permite valorar la tarea de los fotoperiodistas que pusieron el cuerpo para seguir de cerca la violencia institucional. Pero alertó sobre un proceso de “amnesia colectiva” que, a catorce años de los hechos, pone en peligro la memoria y el reclamo de justicia: “El esfuerzo que tenemos que hacer es rebelarnos ante la amnesia colectiva y poder comprender claramente que a partir de las fotos que ARGRA rescata en estos libros nos encontramos con un cachetazo muy duro, un documento muy doloroso. Pero ese dolor tiene que ser no solamente para hacer memoria sino también para reclamar justicia y para impedir que en la narrativa de estos tiempos nuestros compañeros sigan ausentes”.

 

***

La Colección Pequeño Formato se completa con 19 y 20. Diez años. Fotoperiodismo en la calle; Archivo 21. Recuperación y puesta en valor; Fotografías, de Pablo Zuccheri; El diario, de Daniel Ramón Baca; Fotografías, de Carlos Bosch; y Archivos Incompletos. Todos los libros editados por ARGRA se pueden comprar online en www.argra.org.ar y en librerías especializadas. Además, están disponibles para consulta pública en la Biblioteca Nacional; en las bibliotecas de la Universidad Nacional de Quilmes y de la Universidad Nacional de La Plata; y en las bibliotecas del CDF en Montevideo, del Centro de la Imagen en México DF y del ICP en Nueva York.

 

Actualizada 10/08/2016

Vivir para contarlo

Vivir para contarlo

Adrián Furman mira una foto que ocupa toda la pantalla de su celular: es un retrato de su hermano Fabián, con moño y sonrisa, en la fiesta de casamiento, una de las últimas fotos que tiene de él. “Yo ahora tengo 48 y él acá tenía 30. A veces trato de imaginármelo, él ahora tendría 52 años. Para mí ésta es la imagen de él, no cambia. Quedó congelado en el tiempo”, dice sin despegar la mirada del teléfono. Los dos trabajaban en la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). Fabián atendía a familiares de fallecidos en el cuarto piso en la parte de adelante. Adrián liquidaba sueldos y jornales en la oficina de personal del segundo piso, en lo que era el fondo del edificio.

Sonríe Adrián al recordar el tipo de humor que le divertía a su hermano: “Tenía un humor muy ácido, muy negro. Él trabajaba en Sepelios y eso era muy chocante. Pero él y su compañero Norberto lo tomaban con mucho humor y entre ellos jodían, hacían bromas, se reían bastante de esa situación. Vos lo veías y era una persona seria pero tenía un humor muy bueno”. Del Departamento de Sepelios no sobrevivió nadie. De Servicio Social tampoco. “Del tercer piso para arriba no quedó nadie. Éramos un grupo de amigos. Cada tanto nos encontrábamos fuera de AMIA. Y, de repente, gran parte de mi vida la arrancaron, la cortaron”, relata Adrián.

9:53

El 18 de julio de 1994 comenzó como un día completamente normal para la familia Furman. La tarde anterior habían visto la final del mundial de fútbol de Estados Unidos. “Fabián había venido a casa, no sé si a ver el partido o pasó un ratito, se me borra de la cabeza”, rememora Adrián. Lo más probable era que hubiese pasado a buscar el taxi que trabajaba en sociedad con su padre, Jacobo “Yaco” Furman (quien también había sido empleado en la mutual judía hasta 1992). Los lunes solían ser los francos de Fabián pero aquel lunes fue a trabajar y, como todas las mañanas antes de ir a AMIA, el hijo mayor pasó por la casa de sus padres a dejar el auto para que Yaco lo manejara durante el día. “Mi mamá siempre se levantaba y lo saludaba cuando le daba la llave a mi papá por la ventana. Ese día se quedó en la cama. Y hasta el día de hoy se recrimina porque ese día no se levantó y no lo saludó”, cuenta Adrián, quien entraba a trabajar a las ocho, llegaba, acomodaba sus cosas y subía a ver a su hermano y a Norberto.

“Tipo nueve de la mañana habré subido, estuve con ellos, tomamos un café y a las nueve y cuarto bajé a seguir trabajando. Media hora después fue la explosión”, relata Adrián y recuerda que al principio pensaron que había explotado uno de los equipos de aire acondicionado centrales que estaban siendo instalados. “Fue un momento de oscuridad que explotó todo; se llenó todo de humo y de un olor a amoníaco que no te dejaba respirar; se cayeron vigas; se cayó todo el techo, escombro, vidrios. Lo primero que atiné a hacer fue tirarme abajo del escritorio”, cuenta.

Cuando el humo se disipó y la luz empezaba a volver, el intendente del edificio, una persona que había estado en el Ejército en Israel, los fue guiando para salir del lugar. En el patio del segundo piso había un puente que comunicaba a otro edificio de AMIA sobre la calle Uriburu. Cruzaron ese puente y salieron a los techos vecinos. “Recién cuando nos paramos en el techo de un edificio y miramos para la calle Pasteur nos dimos cuenta de lo que había pasado. Estaba todo destruido. Parecían escenas de la guerra en países de Europa. Parecía la Segunda Guerra Mundial. La mitad del edificio de la AMIA no estaba más. Y ahí me di cuenta de que mi hermano estaba en un lugar que ya no existía”, evoca Adrián y afirma que, a partir de ese momento, su vivencia pasó a un segundo lugar y la única preocupación era encontrar a su hermano. Dice que para él “fue una eternidad” pero no pasaron más de 20 minutos desde el momento de la explosión hasta que pudieron salir a la calle Uriburu a través de un hueco en la pared que habían hecho los bomberos: “Ya era todo un caos. Gente por todos lados, policías, bomberos, gente que pasaba y que venía a ayudar pero nadie sabía qué hacer”.

“Fue un momento de oscuridad que explotó todo; se llenó todo de humo y de un olor a amoníaco que no te dejaba respirar; se cayeron vigas; se cayó todo el techo, escombro, vidrios. Lo primero que atiné a hacer fue tirarme abajo del escritorio”, cuenta.

Su tío tenía un negocio a una cuadra de la mutual que sirvió de punto de encuentro para la familia Furman. Allá fue Adrián con la esperanza de reencontrarse con su hermano. Sus padres, que habían escuchado la noticia por la radio, no tardaron en llegar. “Lo principal era buscar a Fabián, no había otra cosa que buscarlo. Algunos decían que lo habían visto salir. Cuando escuchamos que estaba en el Hospital de Clínicas fui corriendo a ver qué pasaba. Iba,  venía. Iba, venía. En un momento habían vallado la zona y no me dejaban volver a entrar y entre todos pedíamos por favor que me dejen pasar. A las tres horas volví a entrar al edificio por donde había salido. Ahí tuve una perspectiva un poco mejor de lo que había pasado pero igual era inentendible. La mitad del edificio estaba y había un hueco y la otra mitad no estaba más. Y ahí pensaba primero en mi hermano, y en amigos, conocidos, compañeros, quién estaba, quién pudo salir, quién no pudo salir”, recuerda Adrián en voz baja, con una tranquilidad que contrasta con su relato.

Mientras hubo sol, Adrián y su padre iban de un lado a otro. Su madre se quedó todo el día en el negocio de los tíos. A las seis o siete de la tarde, cuando la noche empezaba a asomar, se hizo fuerte la idea de “Ya no hay nada que hacer acá”. Pero Adrián, que había perdido el miedo a la oscuridad, no quería irse: “Lo que me acuerdo es que me subieron a una ambulancia, me dieron un calmante y ahí es cuando bajé un poco los niveles, me subieron a un taxi y me llevaron a casa”. Allá lo estaba esperando Cynthia, con quien luego se casó y tuvo dos hijos pero en ese momento era su novia desde hacía menos de cuatro meses: “Muchas en su lugar se hubieran escapado. Fue un momento muy difícil, bancarse a una persona que recién conocía, con todo el drama que se venía…”.

Después, la incertidumbre. Durante los siguientes siete días Adrián no salió de su casa: “Esperábamos noticias. Iban mi papá o mis tíos a averiguar. Pero cada día que pasaba o cada hora que pasaba, la esperanza era cada vez menor. El domingo a la noche, ya madrugada del lunes, nos avisaron que encontraron el cuerpo. Estaba junto a Norberto, su compañero. Los encontraron a los dos juntos”. A casi una semana del ataque, Fabián Furman fue uno de los últimos en ser hallados. Los encargados de reconocer el cuerpo en la morgue fueron los tíos: “Según lo que contaron, la cara de él era de tranquilidad; no era una cara de susto ni nada. No sé si me lo dijeron para que me sienta mejor o no. Siempre traté de imaginarme cómo habrá sido ese momento para él. Fue uno de mis pensamientos durante muchos años: ¿qué habrá sentido?”, dice Adrián mientras lucha contra su propia mirada, para no perderse.

A partir de ese día, el mundo de Adrián se vino abajo. “Nada tenía sentido en ese momento”, cuenta. Su experiencia como sobreviviente, además, quedó inmediatamente en un segundo plano: “Lo que me había pasado a mí ni me importaba. Nunca asumí mi rol de sobreviviente. Recién ahora estoy pensando: ‘Yo fui sobreviviente de la AMIA. Salí de ahí caminando, por ahí con algunos cortes en la mano, pero salí caminando’. Y mi pregunta es siempre: ‘¿Por qué yo salí y él no salió?’ Mi relación con Dios a partir de ese momento fue más que nada de cuestionamientos y preguntas. Ni creo ni no creo. Me quedé en el medio”, reflexiona Adrián, veintidos años después.

Memoria y Justicia

Graciela prende una vela todos los 12 de noviembre, en el aniversario del nacimiento de su hijo mayor que no llegó a cumplir 31 años. Adrián, que en ese momento tenía 26, siente que es ilógico cada año que pasa después de sus propios 30. Pero la fecha familiar para recordar a Fabián es el 18 de julio. “Es el día en que todo se vincula a él –explica Adrián–. Terminan los actos, voy a la casa de mis viejos, estamos un rato juntos, tomamos unos mates. Igual él está presente todos los días. Desde el año 94 no hay día de mi vida en que deje de pensar en lo que pasó y en él”.

Al principio, Adrián se negaba a participar en actos y agrupaciones. Y sólo hablaba del tema cuando le preguntaban. Pero jamás contaba por iniciativa propia que era un sobreviviente ni que su hermano había fallecido en la AMIA. “Tardé mucho en aceptar lo que había pasado. Me lo callaba, me lo guardaba. Empecé y dejé terapia varias veces, para satisfacer la insistencia de los demás. Lo único que sentí que un poco me cambió y me ayudó a salir fue cuando me contactaron con el Hospital Ameghino de Salud Mental. Estuve yendo un año ahí. De a poco fui largando los problemas. Pero todavía siento la carga. Me tuve que acostumbrar a vivir con esto, lo voy a llevar toda la vida”, este proceso que relata Adrián coincide con su decisión de entrar a la Asociación 18J, familiares, sobrevivientes y amigos de las víctimas donde ya participaban sus padres y cuya idea es la lucha, buscar la verdad y la justicia.

En la intimidad de la casa, el padre asumió el rol de contención. “Él se comió toda esa angustia para poder apoyar a mi mamá que fue a la vista la que más sufrió. Trataba de contenerla, de apoyarla, de estar bien para ayudarla a ella. Creo que en la soledad ahí le salía toda la angustia pero nunca iba a demostrar ante los demás que estaba muy mal”, observa Adrián.

Adrián muestra la foto de su hermano: «Para mí ésta es la imagen de él, no cambia. Quedó congelado en el tiempo”.

Su mamá, en cambio, tuvo la necesidad de contar, de participar y de estar en todo lo que podía. Incluso se juntó con otros familiares y formaron parte de la querella. “Tenía que estar todo el tiempo mostrando que estaba ahí, buscando la justicia, la verdad, que nunca se olvide. Necesitó canalizar de esa manera su angustia”, analiza Adrián. También recuerda que cada tanto su madre tenía caídas anímicas en las que dormía todo el día y resultaba muy angustiante para la familia, hasta que entendieron que había que esperar a que pasen esos momentos, y a que recargara energías para seguir. Graciela nunca dudó de que el camino era hablar, verbalizar. “Ella fue de la idea de contar a todos. Cuando Ariel, mi otro hermano, tuvo a mi sobrina, la primera nieta, mi mamá la cuidaba y siempre le fue contando desde chiquita lo que había pasado, y por ahí mi cuñada no quería que le cuente pero ella le contaba”, resume Adrián, cuyos dos hijos también saben todo lo que pasó. Ayer, por primera vez, lo acompañaron ambos al acto convocado por la Asociación 18J en Plaza de Mayo. “El mayor hace tiempo que me acompaña. El más chiquito es la primera vez. Hasta ahora no había caído en vacaciones y yo prefería que vaya a la escuela y que lo escuchen ahí. Pero este año me pidió venir”, cuenta Adrián con una sonrisa.

Después del atentado, Adrián volvió a trabajar a la AMIA: “En ningún momento pensé en no volver”. Estuvo en el edificio de Ayacucho hasta el año 1996, cuando se empezó a hablar de la reconstrucción de Pasteur 633. “Dije: ‘Yo a Pasteur no vuelvo’. Renuncié y ahí empezó toda una cadena de trabajos que fue siempre cambiante, ninguno me gustaba, deambulaba de un lado para otro”, recuerda. Recién pudo volver a entrar al edificio en 2004, cuando lo invitaron a un desayuno por el décimo aniversario: “Cada paso que daba ahí adentro era terrible, cada espacio físico, cada lugar donde yo pasaba. Me imaginaba qué era antes ese lugar, qué había, qué no había. Después tampoco volví a entrar por mucho tiempo. Al principio ni siquiera podía pasar por la cuadra. Toda la zona me moviliza”, confiesa Adrián.

“Lamentablemente hace 22 años que pasó y estamos igual que el primer día o peor. Porque todas las pistas que podrían haber encontrado ya no están más, no existen, las perdieron, las borraron o las escondieron. Yo pienso que nunca se va a saber lo que pasó. No hay voluntad y no hay nadie que diga: ‘Bueno, vamos a investigar bien, caiga quien caiga’. Por eso cada vez soy más negativo”, confiesa Adrián Furman. Cree que todo sigue por la memoria porque la justicia, insiste, no sabe si va llegar: “Si no fuera por nosotros o por otras agrupaciones, cada año se iría diluyendo hasta que llegue un punto en que se olvide. Tengo que tomar la posta de mis viejos y tratar de que esto nunca se olvide, no sé si voy a poder, ellos no sé dónde la sacan pero tienen muchísima fuerza y hacen muchísimo más que cualquier otro. Espero poder seguir adelante como hacen ellos”, desea en voz alta. “Para mí, lo importante, es que la memoria de mi hermano quede siempre presente”, subraya.

“Él es mi hermano mayor y yo el chiquito”

Algunas fotos. Un reloj. La campera negra que usó ese lunes y que después formó parte de una muestra itinerante. Una birome. La billetera. Y el VHS del casamiento, al que Adrián aún no se atreve a darle play porque “todos los amigos de la AMIA están en el video”. Eso es todo lo que conservan de Fabián Furman, el resto de la ropa se regaló. “A veces me desespero porque quiero acordarme de la voz de él, cómo era la voz de él y se me borra”, se apena Adrián y se apura en asegurar que tiene el mejor recuerdo de su hermano. “Para mí, era el mejor. Ahora tengo 48, entrando en la vejez, pero él sigue siendo mi hermano mayor y yo el chiquito”.

¿Cómo era Fabián?

Para mí él era un ejemplo, era una excelente persona, bueno, muy trabajador, siempre estaba cuando lo necesitabas. Yo lo tenía muy arriba. Nunca se lo dije. Era mi hermano mayor y muchas cosas de las que él hacía me servían como ejemplo o como motivación. Terminaba de trabajar en la AMIA siete u ocho horas y agarraba el taxi de mi papá y seguía trabajando hasta las ocho o nueve de la noche. Pensaba en progresar, en salir adelante. Teníamos amigos en común, la gente del trabajo, y no te digo todos los fines de semana pero fin de semana por medio salíamos todos juntos a alguna casa o cumpleaños. Además de mi hermano también era un gran amigo. Es como que de repente te arrancan todo lo que tenés.

¿Qué le gustaba hacer cuando no trabajaba?

Le gustaba recibir gente en su casa, era anfitrión, hacía asados, le gustaba mucho cocinar. Ya cocinaba cuando vivía en la casa de mis viejos y después cuando se mudó era el cocinero de la casa. En ese momento él pensaba mucho en progresar y en trabajar, pensando que, en un futuro, no les falte nada. Trabajaba hasta quince horas por día. Y los fines de semana también, porque por ahí hacía los turnos en Sepelios.

Fabián se había casado en 1992. “Eran muy felices ellos. Estaban muy bien. Se los veía como una pareja muy fuerte. Habían comprado una casa que la hicieron a pulmón los dos, la reformaron. Me acuerdo siempre de esa casa, porque era como el símbolo de él. Me acuerdo un momento en que todos trabajamos ahí, los amigos de AMIA venían a ayudar a pintar, a picar paredes, a ayudar a levantarla. Y después de eso yo no pude volver nunca más. Mi cuñada vivió un tiempo ahí pero después se mudó”.

A Adrián no le gusta el mes de julio, dice que quiere que pase rápido. Sin embargo, habla lento, pausado, recuerda con tranquilidad, como reviviendo cada minuto, cada detalle. Tal vez prefiera el recuerdo tácito, aunque confiesa que cada vez habla más y disfruta de las sorpresas de la memoria. A pesar de su escepticismo con respecto a la justicia, hay algo del orden de la esperanza que sigue en pie. Y es que, si uno mira detenidamente, en el fondo de sus ojos transparentes está también latiendo Fabián. Y Norberto. Y Claudio. Y Agustín. Y Paola. Y el mozo de la esquina. Y cada una de las 85 historias que necesitan no sólo de esa mitad de la AMIA que sobrevivió a la explosión sino también de cada uno de nosotros para no ser olvidadas.

Actualizada 19/07/2016

La política de la desideologización

La política de la desideologización

Flexibilizar. Madurar. Dinamizar. Despolitizar. Estos son algunos de los “sinónimos” utilizados por el actual gobierno argentino para referirse a los objetivos en materia de relaciones internacionales. Como parte de este movimiento, el país apunta los prismáticos de su nueva y “desideologizada” mirada exterior hacia el océano con el que no posee límites: el Pacífico. Tras el pedido presentado por la cancillería, Argentina fue rápidamente aceptada como “Estado observador” en la Alianza del Pacífico, el bloque integrado por México, Colombia, Perú y Chile y en cuya cumbre participará el próximo 30 de junio. Mientras tanto, el presidente Mauricio Macri se reunió con el exmandatario chileno Eduardo Frei (1994-2000), con el opositor venezonalo Henrique Capriles y con el canciller brasileño José Serra. ANCCOM dialogó con el historiador Leandro Morgenfeld y con los politólogos José Natanson, Santiago O’Donnell y Juan Manuel Karg para desentrañar las manifiestas intenciones de “desideologizar la política exterior”.

 El Mercosur, en jaque

“El Mercosur está en un momento de profundo debate sobre su orientación política-económica –observó el analista internacional Juan Manuel Karg–. Su nacimiento fue en una fase abiertamente neoliberal para América Latina y el Caribe. Sin embargo, con la llegada de los gobiernos posneoliberales, se profundizó el perfil político, con una autonomía creciente respecto a los Estados Unidos. Allí cumplieron un rol clave Néstor Kirchner, Luiz Inácio Lula Da Silva y Hugo Chávez, los tres puntales de la nueva integración latinoamericana”.

El politólogo y periodista Santiago O’Donnell, por su parte, afirmó que “si bien es cierto que estuvieron muy lejos de cumplir con las expectativas de una integración al estilo de la Unión Europea, por lo menos había una intención y una vocación por parte de los líderes de lograr algo similar”. El panorama de los gobiernos actuales, en cambio, ofrece una perspectiva diferente, proclive a una orientación neoliberal y alejada de los países bolivarianos. Como resumió O’Donnell, prevalecen las relaciones comerciales por sobre la integración política y cultural.

Tras el impeachment a la presidenta Dilma Rousseff en Brasil, las autoridades argentinas no titubearon en ofrecer su apoyo al gobierno interino de Michel Temer, a diferencia de otros países como Venezuela, Bolivia y Ecuador que rechazaron el proceso por considerarlo un “golpe institucional”. El 23 de mayo pasado, el presidente Mauricio Macri y la ministra de Relaciones Exteriores Susana Malcorra recibieron a José Serra en su primer viaje diplomático como canciller interino de Brasil. A partir de dicha reunión, Brasil y Argentina –que han sido históricamente los principales motores del Mercosur– intercambian opiniones sobre una posible flexibilización del bloque y comienzan a buscar otras alternativas.

Los países que conformaron originalmente el Mercado Común del Sur (Mercosur) fueron Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, luego se incorporó Venezuela, y Bolivia se encuentra en proceso de adhesión. “El Mercosur es una unión aduanera, es más que una zona de libre-comercio –explicó el periodista José Natanson–. No sólo lo que vendés en un país se puede vender en el otro sin que haya que pasar por aduana sino que, además, los productos que vienen de afuera del bloque pagan lo mismo si entran por Brasil que si entran por Argentina”. Sin embargo, la integración económica-comercial fue despareja, en algunos aspectos tuvo más desarrollo, como por ejemplo la industria automotriz, pero en otros no fue tan exitosa como se deseaba: “El comercio intrabloque es sólo el 20%, el resto viene de afuera. En la Unión Europea, en cambio, es el 70%”, detalló Natanson.

El embajador de los Estados Unidos en Argentina Noah Mamet junto a la Canciller Susana Malcorra durante la visita de Barack Obama en marzo de 2016. Foto: Presidencia.

El Mercosur tampoco cubrió las expectativas de sus socios más chicos -Paraguay y Uruguay- que, ante las evidentes e irresueltas asimetrías dentro del bloque, decidieron participar desde hace algunos años como observadores de la Alianza del Pacífico, bloque alineado con los intereses de Estados Unidos. Los especialistas coinciden en que se trata, simplemente, de un “coqueteo” por parte de ambos países para demostrar su disconformidad. Pero ante el creciente entusiasmo de Argentina y Brasil hacia el Pacífico, el escenario se complejiza. El anuncio de la participación de Mauricio Macri en la cumbre de presidentes de dicho bloque donde Argentina ingresó en calidad de “observador”, sumados a las crisis políticas de Brasil y Venezuela, ponen en jaque al Mercosur y obligan a un rediseño de la integración latinoamericana. “La definición de la situación brasilera durante 2016 será clave para terminar de comprender si hay un viraje regional hacia ese bloque o no”, afirmó Karg.

El historiador Leandro Morgenfeld sostuvo, de igual manera, que el Mercosur atraviesa una profunda crisis: “El gobierno de Macri intenta volver a la concepción noventista del regionalismo abierto. El gobierno de Temer también responde a esa lógica. Así, el Mercosur se alejaría de la proyección que tuvo con el ingreso de Venezuela, y volvería a ser meramente funcional a algunas trasnacionales de la región, pero débil políticamente”.

El fantasma del ALCA

“El ALCA no es mala palabra”, declaró Susana Malcorra cuando aún no había asumido en la Cancillería argentina. También defendió, en reiteradas oportunidades, una voluntad de “desideologizar” la política exterior. En esta nueva orientación, la histórica lucha que culminó con un rotundo “No al ALCA” en la Cumbre de Mar del Plata de 2005 corre riesgo de ser relativizada.

Según Natanson y O’Donnell, la situación actual es muy distinta a aquella ofensiva norteamericana por construir un área de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego entre países tan desiguales. “Esa idea se la frenaron Lula, Kirchner y Chávez en Mar del Plata. A partir de ahí, Estados Unidos, que muchas veces se mueve de manera muy pragmática, hizo un giro en su estrategia: empezó a formar tratados de libre comercio bilaterales”, explicó Natanson. Para O’Donnell, la diferencia principal radica en la voluntad de Estados Unidos: “George Bush invirtió muchísimo capital político y puso mucho esfuerzo para lograr ese tratado. Fue su principal política hacia la región. No creo que ni Hillary Clinton ni Donald Trump tengan esa misma vocación, aunque seguramente Trump es mucho más aislacionista que Clinton. Sin un fuerte envión de Estados Unidos, no sé si sería posible un proyecto tan ambicioso como ese. Llevaría bastante tiempo y esfuerzo de parte de varios países. Y tampoco veo en América Latina ese tipo de prioridad”. Esta diferencia, mientras tanto, no impide que se produzca un realineamiento de Argentina con Estados Unidos que se hizo patente con la visita de Barack Obama en marzo. En todo caso, como sostuvo O’Donnell, “en esta nueva coyuntura, el ALCA salió del rincón donde estaba en penitencia pero todavía no se ha convertido en el alumno preferido de la maestra”.

Morgenfeld y Karg, en cambio, observan características similares al ALCA en los tratados de libre comercio que se negocian en la actualidad. “El ALCA es un antecedente directo de lo que está ocurriendo –afirmó Karg–. Algunos analistas hablan de un ‘ALCA light’ para definir a la reformulación que propone la Alianza del Pacífico para los intercambios comerciales”. Morgenfeld rescató el triunfo que significó para los trabajadores y los sectores menos concentrados de la economía aquella derrota del ALCA: “Es necesario reconstruir una nueva autoconvocatoria para oponerse a los tratados de libre comercio que ahora impulsa Macri porque recrearían una concentración y extranjerización mayor de la economía, limitarían la capacidad de intervención del Estado, achicarían el margen para las políticas públicas (en salud, educación, vivienda) y, fundamentalmente, implicarían mejores condiciones para el capital, en general, para avanzar sobre los trabajadores, tirando a la baja los salarios reales”.

Foto: Presidencia

 El precio del libre comercio

Durante su exposición en la 49° Cumbre de Jefes y Jefas de Estado del Mercosur, Macri hizo énfasis en el concepto de “integración flexible” al tiempo que calificó como “prioridad” los acercamientos del Mercosur con la Unión Europea y la Alianza del Pacífico. Mientras tanto, el Partido de Movimiento Democrático Brasilero (PMDB), presidido por Temer, promueve en su programa económico “Un puente para el futuro” la inserción plena de la economía de Brasil en el comercio internacional y la concreción de acuerdos con Estados Unidos, la Unión Europea y Asia, y aclara: “Con o sin la compañía del Mercosur”. Sucede que las reglas del Mercosur impiden que los miembros puedan firmar tratados de libre comercio de manera individual. “Lo primero que deben hacer Argentina y Brasil, en caso de querer avanzar en un tratado de libre comercio con Estados Unidos, es flexibilizar la normativa interna del Mercosur –aclaró Karg–. Eso podría significar, lisa y llanamente, que el Mercosur deje de funcionar tal cual lo conocemos hoy. El PMDB está dispuesto a sacrificar el más largo esfuerzo integracionista de la región”. Morgenfeld advirtió que incluso el gobierno de Uruguay propone modificar dicha cláusula. Una decisión de este estilo rompería la unión aduanera y debilitaría definitivamente al Mercosur.

Natanson aporta una visión más optimista dado que no cree que ningún miembro del Mercosur elija irse del bloque. Lo que puede ocurrir, dijo, es que el Mercosur inicie una negociación de un tratado de libre comercio con Estados Unidos o con la Alianza del Pacífico. “Es difícil y depende básicamente de Brasil”, opinó el politólogo. El Mercosur ya tiene firmado un tratado de libre comercio con Israel y otro con Canadá, además de continuar las negociaciones con la Unión Europea. “No es que los tratados de libre comercio estén mal en sí mismos. Depende con quién, para qué, cuándo”, explicó Natanson. Sin embargo, destacó la capacidad industrial de Estados Unidos cuyos productos, más baratos que los argentinos, pueden invadir al país sin que éste pueda venderle a contrapartida. La idea básica de cualquier tratado de este tipo es aumentar el comercio entre los países implicados pero esto únicamente es útil para los países que ofrecen exportaciones que Estados Unidos necesita. “Si uno mira las exportaciones de Argentina, no son complementarias con Estados Unidos sino competitivas –analizó Natanson–. Ambos son productores de alimentos. Entonces, parece difícil que Argentina venda cosas que Estados Unidos quiera comprar”.

O’Donnell duda del interés por parte de las nuevas autoridades argentinas y brasileras hacia la integración regional y cree, en cambio, que favorecen modelos de tratados bilaterales (parciales, focalizados) y un alineamiento con Estados Unidos pero no la creación de un bloque sudamericano ni la firma de grandes tratados de libre comercio.

“Los tratados de libre comercio marcan el nuevo momento de la economía mundial”, afirmó Karg. Hoy, Estados Unidos encabeza tres grandes acuerdos: la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP), con la Unión Europea; el Acuerdo en comercio de servicios (TISA); y el Acuerdo Transpacífico (TPP), que busca frenar el avance económico de China con países del Asia-Pacífico junto a cuatro estados americanos (Canadá, México, Perú y Chile). “En ese escenario, la participación de América Latina en el TPP es cuestionable porque devuelve a nuestros países a las asimetrías que siempre han mostrado este tipo de acuerdos con las grandes potencias, que suponen la eliminación de barreras arancelarias y la posibilidad de una apertura indiscriminada de las importaciones, lo que daña –lógicamente- a la industria local”, sintetizó Karg.

Morgenfeld, por otro lado, aseveró que todo tratado de libre comercio implica una ofensiva del capital sobre el trabajo: “En el caso de países como la Argentina, una apertura comercial llevaría al cierre de las empresas locales que no puedan competir con las estadounidenses o europeas”. El historiador explicó que un escenario de esas características aumentaría las tasas de desocupación y subocupación, y -como consecuencia- perjudicaría las condiciones de los trabajadores ocupados para defender sus derechos laborales. “En economías no centrales, apenas unas pocas grandes empresas podrían verse beneficiadas, a costa del resto de la sociedad”, continuó Morgenfeld.

Conviene recordar, como lo hizo O’Donnell, que vivimos en un mundo de una economía globalizada y las interacciones entre los países y los bloques económicos son imprescindibles. “En principio, siempre es mejor negociar desde un bloque importante que desde un país aislado porque vas a tener mayor poder de negociación. Pero lo que hay que hacer es sentarse a ver qué tratado y ver qué conviene o no al país”, señaló el periodista y alertó acerca de las reglas de patentes y propiedad intelectual que suele imponer Estados Unidos en sus negociaciones con América del Sur y Argentina.

“El cambio político que se está produciendo en el continente cada vez acerca más la posibilidad de que estos proyectos regresivos avancen. No son un fantasma agitado por la izquierda, sino una realidad en la agenda política”, se lamentó Morgenfeld y advirtió que la resistencia de los pueblos latinoamericanos será fundamental para frenar este proceso. Si recordamos que Mauricio Macri omitió las palabras “patria” y “patriotismo” en la jura presidencial, podremos darnos alguna idea del lugar que ocupa, en el proyecto político de Cambiemos, la Patria Grande latinoamericana que soñaron Simón Bolívar y los libertadores.

Actualización 15/06/2016

El yugo del tarefero

El yugo del tarefero

Manos callosas. Ojos desenfocados. Pies que compran ojotas en cuotas y se protegen de las heladas con alpargatas. Esos cuerpos desgastados, sin embargo, soportan. Como la yerba que cosechan, aguantan. A lo largo de un año, Diego Marcone acompañó a una cuadrilla de tareferos en la localidad misionera de Montecarlo y registró –con una cámara de presencia casi imperceptible– la cotidianeidad de un ciclo completo de cosecha de yerba mate en el documental Raídos. El film se presentó en el último BAFICI y obtuvo cuatro premios: mención especial de la Competencia Argentina; mejor película según la Asociación de Cronistas Cinematográficos Argentinos (ACCA); mejor montaje según la Sociedad Argentina de Editores Audiovisuales (SAE) y la Asociación Argentina de Editores Audiovisuales (EDA); y mejor película argentina por el voto del público.

“Todos tomamos mate, tan propio de la imagen de la argentinidad –contó Marcone en diálogo con ANCCOM-. Pero la vida de la gente que labura y cosecha el mate no la conoce nadie, por lo menos en la zona de Buenos Aires. Yo, por ejemplo, nunca había visto una planta de yerba mate”. El proyecto nació a partir de una investigación de la socióloga María Luz Roa, quien indagó acerca de los procesos de constitución de la identidad y la emocionalidad de los jóvenes que se criaron en “barrios tareferos”. Estos asentamientos periurbanos, cuya actividad principal es el trabajo estacional en la cosecha de hojas de yerba mate, se afianzaron a mediados de los años noventa como consecuencia de la crisis de la industria yerbatera. El “sufrimiento del yerbal”, escribió Roa en su investigación, “se encuentra asociado a las duras condiciones que experimenta el cuerpo que se funde en el monte año tras año”. Lejos de una mirada miserabilista, Raídos es un documental de observación de cómo los tareferos conviven con ese sufrimiento y de cómo éste no se limita al yerbal sino que crece, silencioso, al interior de sus casas y de sus vidas y, también, a través de las generaciones.

Raídos es como llaman a las bolsas de arpillera de 100 a 120 kilos de yerba. Y raídos están también los propios tareferos, cuyos cuerpos no tienen descanso ni siquiera mientras esperan el comienzo de la próxima temporada de tarefa: las tareas de fumigación también hacen su aporte en el desgaste. “En vez de elegir el estudio, elegí esta cosa: me arrepentí como cincuenta mil veces, me arrepentí el resto de mi vida”, se lamenta Darío, mientras recolecta hojas de yerba mate en un campo de la Cooperativa Agrícola de Montecarlo. Su hermano mayor, que se transforma en padre durante la película, también es tarefero y carga con una oportunidad fallida de ser jugador de fútbol. En el menor, mientras tanto, se depositan los sueños de huida del resto de los personajes: Walter está a punto de terminar el colegio secundario y mudarse a Iguazú, donde buscará un trabajo que le permita ir a la universidad por la noche, aunque él sabe, también, todo lo que dejará en su barrio. La cámara invisible de Marcone documenta la intimidad de esa familia pero además incorpora otros testimonios y charlas cotidianas de los tareferos, lo que convierte a Raídos en una película coral desde el exclusivo punto de vista de los trabajadores.

Diego Marcone. Foto: gentileza de Diego Bogarin.

Diego Marcone acompañó a una cuadrilla de tareferos en la localidad misionera de Montecarlo y registró un ciclo completo de cosecha de yerba mate en el documental Raídos. Foto: gentileza de Diego Bogarin.

 

El primer viaje se hizo con un equipo junto a otro camarógrafo y otro sonidista, un total de cuatro personas, que estuvieron en Montecarlo sólo dos semanas de los cuatro meses y medio de rodaje. Luego, Marcone se quedaba solo con su cámara. “Lo principal fue pasar tiempo con ellos –reflexionó el director-. Pienso que tiene mucho que ver mi forma de ser: soy muy callado, muy tranquilo. ‘Es porteño pero no parece’, me decían. Y eso ayudó a que me aceptaran. Era primero compartir tiempo con ellos; y después, la cámara. No poner la cámara por delante de la persona. Y se fueron acostumbrando. Por ahí estaba en una casa y estaban tomando mate, y si empezaba a grabar, me seguían pasando el mate. Después en la edición tenía que buscar la manera de cortarlo”.

 Para lograr la cercanía que transmite el film, Marcone tuvo que desechar gran parte del guión original y construir una relación día a día con los protagonistas de la película. “Al principio, cuando tenía más presente el guión, quería lograr repeticiones de cosas que había visto mientras investigaba –explicó-. Pero perdían un montón de frescura si yo trataba de llevarlos a hablar de algo que no les surgía a ellos. Entonces me di cuenta de que lo que funcionaba era grabar, grabar, grabar, y por ahí de una conversación de dos horas servían cinco minutos pero iban a ser cinco minutos de verdad”. Tal es el caso de la charla sobre el costo de la yerba, que surgió espontáneamente a partir de la etiqueta en un paquete, y que Marcone confiesa haber gritado como un gol desde atrás de la cámara. En esa escena, los tareferos comparan el precio del kilo de yerba en el almacén –35 pesos que deben pagar billete por billete a pesar de ser ellos mismos quienes la cosechan día y noche– con los irrisorios 50 pesos que les dan por cada raído de 100 kilos.

Foto gentileza de Diego Marcone.

Raídos muestra a los tareferos, cuyos cuerpos no tienen descanso ni siquiera mientras esperan el comienzo de la próxima temporada de tarefa. Foto gentileza de Diego Marcone.

 

Durante el rodaje se acumularon cien horas de material crudo que demandó más de un año de trabajo de edición junto a Andrea Kleinman (asesora de montaje). “Cuando no sabía para dónde ir, lo que me hacía decidir era ser fiel a ellos, a lo que ellos me transmiten –contó el documentalista-. Y ellos están con música todo el tiempo, escuchan cumbia y reggaetón. Está en el aire esa música. Por ahí alguno de ellos tiene el celular con música mientras labura entonces es algo que está ahí”. La música extradiegética, junto a otros recursos narrativos, fortalece la emoción y la solidez del relato.

Los niños de los barrios tareferos crecen rodeados de raídos. Cargan en sus espaldas esos bultos de hojas de yerba mate. Se ríen, juegan. Por su dirección sensible y respetuosa, el documental no necesita denunciar con dedo acusatorio. Pero al espectador le retumbarán las palabras de los tareferos de hoy que recuerdan, con resignación, la diversión engañosa que representaba para ellos la tarefa cuando eran chicos. Sin embargo, ahí siguen. Esperan el amanecer al costado de la ruta, cuando llegue el camión que los llevará a las plantaciones y los traerá de vuelta a sus casas.

La próxima presentación de Raídos será en los barrios tareferos de Montecarlo. Aún no hay fecha de estreno comercial en Buenos Aires.  Marcone confía en que el buen recibimiento que tuvo la película en el BAFICI le asegurará un buen recorrido previo por festivales internacionales.

Actualizado 03/05/2016