Por Hebe Barrios, Sergio Cilurzo
Fotografía: Celeste Berardo, Juan Ignacio Galvalisi, María Bessone

Fue como un último partido. Anunciado de imprevisto. Falleció el 25 de noviembre del 2020 y nadie sabe a ciencia cierta a qué hora, aunque quizás en el fondo eso no sea lo relevante. Otra vez todo el mundo -literalmente- hablaba de él. Las calles se redujeron al silencio y, mientras iba anocheciendo, los pequeños focos de llanto se encendían. Fueron velas en La Paternal, ahogo en La Boca, ojos vidriosos en Villa Fiorito. Hacia la medianoche, la Plaza de Mayo se convertía en la popular local de ese equipo llamado Diego Armando Maradona, y en pequeñas esquinas de todo el país se empezaron a escuchar gritos de goles, canciones de aliento, miles de relatos que, en definitiva, hablaban de lo mismo.

Muchos pasaron la noche en la plaza, bajo la promesa de que sería en la Casa Rosada su velatorio. De 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde. El Gobierno nacional dispuso tres días de duelo y se prestó a organizar todo para recibir a la gente de Diego. Se colgó un crespón negro en la entrada, se instaló una pantalla gigante que reproducía sus jugadas en el centro de la plaza y ordenaron un recorrido de vallas que comenzaba en la esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio.

¿Qué le podía importar la pandemia a esas personas a las que Diego les dio tanto? Temprano, muy temprano, ya se comenzaron a agolpar en ese camino hacia él. La policía estaba por todas partes, de mirada desconfiada, la misma que muchos le dirigieron a Diego todos estos años. La Infantería dejaba pasar a un grupo de 20 o 25 personas y corrían a parar a los demás, que esperaban afuera cantado que “el que no lo quiere a Diego no quiere a su mamá” o que “el que no salta es un inglés”. Revoleaban por el aire el agua que los empleados de Aysa les daban más atrás, agitaban sus brazos en ese aguante de final de partido.

Hubo un Maradona para cada uno y un Maradona para todos. Cerca del Cabildo, una turista anglosajona se filmaba a sí misma tratando de explicar este fenómeno exótico; periodistas de cadenas internacionales reportaban hacia infinitos puntos del planeta; los fotógrafos se peleaban entre sí para retratar la imagen que lo diga todo. Y lo hicieron, pero no podían explicar nada, no podían adivinar qué se escondía detrás de cada llanto, de cada pelota de fútbol que chicos y grandes llevaban bajo el brazo, de cada flor arrojada con amor sincero.

Al otro lado de la plaza, esa misma gente que entró cantando salía cabizbaja, algunos ahogados en lágrimas y negando con la cabeza. El partido había terminado para ellos, aunque la mayoría a lo sumo había visto, de muy chicos, recién al Diego campeón del 86.

¿Cuándo empezó el partido? ¿Aquel 30 de octubre de 1960, entre los brazos de Doña Tota y Don Diego? ¿En aquellos entretiempos donde los Cebollitas salían al campo para entretener a la hinchada y un pibe morrudito danzaba junto a una pelota casi tan grande como él? ¿El 25 de junio de 1986, cuando ese petizo de rulos era alzado por una marea humana en México mientras besaba con fervor la Copa del Mundo? Una señora que ya transita los cuarenta años salía entre lágrimas inconsolables, contando cómo ella y su hermano salieron corriendo a la calle ese día, se tropezaron y se rompieron las rodillas, pero con la alegría más inmensa que dos chicos podían imaginar. “Es un día muy amargo hoy, la gente sigue hablando mal de él. No se fijan en las cosas reales. Lo único que les importa son las cosas feas, porque esa gente no tiene vida. Todos cometemos errores, pero la alegría del pueblo hay que valorarla. En un momento muy difícil de la república, él nos dio alegría”, sopesa entre el enojo y el orgullo. “Lo amo mucho, estuve enamorada desde muy chica de él. Nadie lo ayudó, él tenía una adicción y nadie lo ayudó. Estaba más sólo que un perro. Todos los que se le acercaron sólo pensaban en los millones que le podían dar esas dos piernas maravillosas”. Y antes de seguir su camino, concluyó: “Todos los que los queremos de verdad estamos acá. Es amor, fútbol…no creo que vaya a mirar más fútbol”.

Otro muchacho más joven, de barba y ropas coloridas, estaba agachado sobre el pavimento a un costado de la fila. Se encontraba dibujando en tiza un retrato del joven Diego que interpelaba a quien lo mirase: “No hay sueño imposible” y “jugate!!”. “Apu, de la Aymara Montaña”, se hace llamar. “Un hincha del Diego”, se presenta. “Esto significa que hay que hacerle caso a la infancia, hacerle caso a los sueños. Él cometió muchos errores y nos trajo muchos aciertos. Por eso esta imagen de la infancia: cuando no estaba la camiseta manchada con ninguna marca, con ningún cuadro. En estado puro”, cuenta mirando con orgullo su creación. Un Diego para cada uno, un Diego para todos.

Es que predominaba la gente joven, esa que no lo vio en vivo, aquella que escuchó los relatos de sus parientes y se enamoraron del Diego que les tocó vivir en presente. El que se equivocó y pagó. “¿Cómo va el partido?”, podrían haber preguntado al llegar a esa gran popular que alentó a Diego. Y entonces, ya enterados, se sumaron a alentar. El Diego de las piernas cortadas, el Diego de la internación en Cuba, el Diego espléndido que tuvo su propio programa de televisión, el Diego director técnico en la Selección, en Medio Oriente, en México y en Gimnasia. “¡Jugate!”, pareciera haber dicho siempre, aunque podía errar un pase o caer en las vicisitudes del juego y la vida.

“¡Vamos, Diego!”, insistía la hinchada afuera de la Casa Rosada. Para el mediodía, la fila ya doblaba por 9 de Julio y se extendía hasta Constitución. No llegarían todos a despedirlo para las 16. Y esa emoción, esa alegría se transformó súbitamente en corridas, gritos de bronca, gases lacrimógenos y balas de goma. La represión se hizo presente. Los hinchas empezaron a retroceder ante el avance de la policía motorizada y los camiones hidrantes. Entre la multitud, una señora refugiada en un quiosco se lamentaba por no poder llegar a despedir a Diego. “Desde las 11 de la mañana estábamos haciendo la fila. Diego es Argentina, es el amor del pueblo. Es pueblo. Es un ídolo que nos va a quedar grabados en el corazón. Diego es amor”, expresaba mientras de fondo se escuchaba aquel mítico cuarteto que Rodrigo alguna vez le había dedicado a Maradona.

Desde la Rosada podían verse a los más arriesgados, quienes treparon las rejas e incluso llegaron a entrar al Patio de las Palmeras ante la desesperación y la desilusión de no ver más al mejor jugador de la historia. La tensión explotó y los empujones, las caídas, los golpes tomaron el protagonismo. Aunque la violencia cesó, ya era demasiado tarde. Las puertas de la casa de Gobierno se cerraron para el público. El velorio se suspendió y dejó a miles de hinchas sin la posibilidad del último adiós. Pero no importó demasiado. Aunque los tiempos se adelantaron, una gran caravana con rosas entre sus manos esperó la salida del más grande con aplausos y al canto de “¡Marado, Marado!” acompañó el cortejo fúnebre hacia el cementerio de Bella Vista.

En el camino, los hinchas de Diego se subieron a la autopista y entre los autos saludaban y miraban el fugaz cortejo. La policía los alejaba, las motos corcoveaban para espantarlos, pero no lo lograron. Y no lograron que llegasen miles a la puerta del cementerio tampoco.

La popular aguantó hasta el final. Muchos lloraron y aplaudieron cuando el pitido marcó el final del encuentro. Y Diego, que lo dio todo, levantó los brazos y se fue. Se fue acompañado por sus hinchas, esos que nunca lo abandonaron.