Por MAlena Urrutia
Fotografía: Gentileza Telam

Con unos cien mil muertos y casi tres millones de casos, Brasil se posiciona como el segundo país con más fallecimientos por coronavirus. Pero a pesar de estas cifras y las proyecciones (que son terroríficas), ya nada impresiona. La decisión política del gobierno de Jair Bolsonaro –quien declaró haberse contagiado- fue clara desde el principio: es solo una gripezinha y lo importante es que la economía no se detenga.

Más de mil decesos diarios desde hace semanas, un aumento desenfrenado de los contagios en todo el territorio —actualmente sólo hay 128 municipios, de los 5.564 que tiene el país, sin casos registrados— y el negacionismo oficial, hablan de un barco que se hunde agujereado por su propio capitán.

La tragedia anunciada se produce en medio de una descoordinación total entre las administraciones federal, estaduales y municipales; un Ministerio de Salud sin ministro desde hace más de dos meses, y una contradicción constante entre medidas sanitarias y de aislamiento social tomadas por las distintas líneas de gobierno. ANCCOM dialogó con brasileñas y brasileños para que cuenten, en primera persona, cómo están viviendo la situación.

Desde principios de marzo, María hace lockdown (como llaman a la cuarentena) con su familia en la zona sur de Río de Janeiro, la más rica de la Cidade Maravilhosa. Sólo sale para hacer compras y no ve a sus amigos, excepto cuando van a la verdulería. “Las medidas que el gobierno está tomando son pocas. No estamos en lockdown y las personas no respetan las medidas mínimas. Muchos van a la playa, andan sin tapabocas o salen a la noche”, señala. La fiscalización de fiestas y aglomeraciones es poca. “Muchas veces son los propios policías y personas que están en posición de salir impunes de sus acciones”.

A ciertos sectores de la sociedad no los preocupa la enfermedad. “Algunos son electores de Bolsonaro que creen que todo es una mentira. También hay gente que pertenece a clases sociales que saben que no van a tener problemas con la falta de camas en el hospital y, como no van a sufrir, entonces no respetan las medidas”, apunta María.

Bolsonaro promueve para la cura del coronavirus la cloriquina, una droga cuya eficacia no se comprobó científicamente.

Juliana es carioca. Reside en una favela en el Morro de Dendê en Ilha do Governador, al norte de la ciudad. Para ella la situación es diferente. “Estoy respetando las medidas de higiene, pero de aislamiento no puedo”, sostiene. Juliana es artista plástica y tiene que trabajar para sustentarse: “El brasileño tiene una cultura de miedo a no tener trabajo que viene desde mucho tiempo atrás de nuestra historia. Me incluyo en esto. Estoy muy preocupada por la cuestión de tener comida en la mesa”.

Justamente, una de las claves del discurso anticuarentena de Bolsonaro estuvo orientada a la necesidad de trabajar de millones de brasileños. “Tenemos más miedo de pasar hambre que de morir del virus. Cualquier medida que afloje el aislamiento en pro de poder trabajar es aceptada por gran parte de la población más pobre”, admite Juliana.

Roberta es periodista y está haciendo aislamiento estricto desde el 14 de marzo. “Solo salgo una vez al día con mi hijo y nuestra perra para ver un poco de naturaleza y tomar sol”, cuenta. A pesar del aumento de casos, la cuarentena en Río fue flexibilizada. “El intendente está alineado con Bolsonaro, niega la gravedad de la pandemia y estimula a las personas para salir. El gobernador del Estado de Río venía siguiendo medidas más restrictivas, pero ya cedió”, afirma.

La dificultad para entender qué normas seguir es generalizada. Lara es estudiante y vive en Campinas, en el interior de São Paulo. “Mi ciudad no tiene lockdown pero sí cerraron los comercios por un tiempo. Después los abrieron, aumentaron los casos y cerraron de nuevo. Todas las semanas hay una regla diferente”, describe.

Luis es artista y vive en Campo Grande, capital del estado de Mato Grosso do Sul. “Acá hubo un lockdown más fuerte al inicio y no tuvimos muchos casos. Ahí decidieron flexibilizar el aislamiento y los casos se fueron para arriba. Antes, la ciudad era una de las capitales con menos casos y hoy estamos con la curva cada vez más grande”, se lamenta.

“En Brasil cada uno hace lo que le parece. Unos siguen a Bolsonaro, no creen en el virus y llevan vidas casi normales. Otros siguen medidas de la OMS y se quedan en sus casas”, grafica Luis y añade: “Tenés estos dos extremos. Gente que está encerrada hace más de 100 días y personas que llevan la vida normalmente, aprovechando el Covid como si fuesen vacaciones”.

El desánimo y descontento es común entre los entrevistados. “Estamos abandonados por el poder público y tenemos que defendernos solos. Esa es nuestra realidad”, subraya Roberta, para quien las medidas económicas, como el auxilio de 600 reales, son insuficientes: “Hay más desempleados y la situación económica se va a agravar mucho en estos meses”, dice. Las medidas sanitarias también dejan que desear: el presidente declaró no obligatorio el tapabocas y ahora su uso quedó bajo decisión de los gobernadores e intendentes.

“No existen las medidas, ese es el problema -señala Lara-. El gobierno es tremendamente irresponsable. Bolsonaro cree que es todo mentira, creen en la cloroquina y en lo que Trump dice. Hace meses no tenemos ministro de Salud y pareciera que el de Economía decidió que el pueblo va a pasar hambre. Mucha gente va a morir todavía”.

“No concuerdo con nada de Bolsonaro y su postura sobre muchas cosas –enfatiza Juliana–, pero la pandemia es la gota que rebalsó el vaso de lo absurdo y deshumano. No tiene preparación alguna para ser presidente y es el responsable de este genocidio. Algunos gobernantes están respetando el aislamiento e intentan tomar las decisiones correctas y seguir los consejos de los médicos, pero tienen a este tipo encima que está en contra de todo lo correcto”.

La polarización política es una explicación de por qué, a pesar de su gestión, Bolsonaro siga con altos niveles de aceptación. “Poco antes de la pandemia, en febrero, ya había una crisis política. Empezaban los cacerolazos contra el presidente, pero llegó la pandemia y las protestas se frenaron”, explica Luis y reflexiona: “En todo el mundo hubo una politización del coronavirus, pero en Brasil mucho más”.