Por Sofía Moure
Fotografía: Noelia Guevara

«El racismo es algo complejo y, sobre todo, no se puede confundir con algo muy parecido: la xenofobia», dice Schaub.

Jean-Frédéric Schaub es historiador, investigador y profesor -un “maestro crecido”, según sus propias palabras- en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, una de las instituciones académicas más prestigiosas del mundo. Nacido en Francia en 1963 en el seno de una familia judía, su vida está cruzada por la historia del racismo. Él mismo reconoce esta influencia en sus intereses y en la formación de su personalidad. Sin embargo, prefiere que sea la historia de las sociedades la que dé cuenta sobre el fenómeno.

Autor de numerosos artículos y ensayos, se especializó en los estudios sobre España y Portugal en la Edad Media. Fue así que llegó a lo que considera los inicios de las prácticas raciales, a diferencia de la creencia general del colonialismo como sus orígenes. Esta idea es la que está presente en su libro Para una historia política de la raza (publicado recientemente por Fondo de Cultura Económica), en el que da cuenta de la antigüedad del racismo y del profundo contenido político subyacente en esa clase de discriminaciones.

De esos temas dialogó con ANCCOM y reflexionó sobre el contexto en Argentina, en donde dio el último miércoles en Ostende una conferencia durante La Noche de las Ideas 2020, actividad que repetirá este viernes en Mar del Plata.

El título de su conferencia es «Entender el pasado del racismo presente, para que no tenga futuro» ¿Por qué considera que es tan importante conocer ese pasado para comprender el presente?

Al escribir la historia, uno puede tomar conciencia de que la cuestión de la segregación o de la opresión racial, que nos parece una cosa rechazable y evidente, fácil de definir, no es una cosa sencilla. En cuanto uno empieza a pensar en ese tema con la profundidad histórica que yo pienso se requiere, uno se da cuenta de que, en realidad, el racismo es algo complejo y, sobre todo, no se puede confundir con algo muy parecido: la xenofobia.

No todas las manifestaciones de rechazo a las personas o colectivos son de carácter racial. Pueden tener otros fundamentos. Es cierto que, desde un punto de vista lógico y desde un punto de vista sociológico, cualquier juicio de valor sobre colectivos es abusivo: si digo que todos los tuertos son engañosos estoy cometiendo una injusticia con la gran mayoría de tuertos, que no son engañosos. Cualquier juicio de valor sobre un colectivo humano, siempre es erróneo. Ahora, por ser erróneo no siempre es racista.

Entonces, creo que el tema importante hoy día es poder diferenciar planteos políticos de carácter diferente. Por ejemplo, si yo digo que no quiero a la gente que delata su admiración por el nazismo, por su peinado, por su actitud, por su vestimenta, esa aversión no es de carácter racial. Lo interesante del trabajo del historiador es discriminar entre formas de hostilidades que son de naturaleza diferente. La sociedad está compuesta por gente que no se quiere mutuamente; hay mucho amor, amistad y solidaridad, pero también hay de lo contrario. El riesgo es que todas las formas de rechazo mutuo sean confundidas en una especie de gran magma en el que todo es racismo. Entonces, mi trabajo consiste en discriminar.

 ¿Considera que esta forma de comprender el racismo contribuye a que en un futuro estas formas de opresión no existan más?

Sí. Cuanto mejor entendamos cuáles son los mecanismos del racismo, mejor estaremos armados para detectarlo y luchar contra él. Tampoco albergo la ilusión de que una idea justa desbanque a una idea falsa por el mero hecho de ser justa. Eso no existe. Lo que existe es la lucha política, y hay que luchar políticamente para que el planteamiento racista y las prácticas sociales de discriminación de carácter racial sean combatidas en la sociedad y abolidas. Por eso es muy importante que trabajemos con la historia.

 Una cuestión que tiene en cuenta es el debate en torno a la utilización de la palabra “raza”, y el cómo en Francia prácticamente se la eliminó del vocabulario. En relación con el mejor entendimiento del racismo, ¿es posible trabajar sobre ese concepto y el de raza sin hacer mención a los mismos?

Por supuesto no es posible. Esa es la razón por la cual empleo la palabra “raza” en un país que la ha borrado de su vocabulario después de la Segunda Guerra Mundial. Además, lo hago sin ponerle comillas ni guiones, y sobre esto hay un gran debate. La cosa divertida es que en Francia, quienes emplean la palabra race, sin comillas ni guión, en general son aquellos que pertenecen al movimiento intelectual, decolonial, antirracista político, vinculado con la crítica radical de izquierdas, y es un marcador muy fuerte utilizar esa palabra de esa manera. Yo no pertenezco a ninguno de esos movimientos y sin embargo empleo la palabra. Eso me sitúa en un lugar un poco extraño o sorprendente en el debate francés, porque la gente se sorprende en que ponga tanto énfasis en la importancia del tema sin comulgar con las versiones más radicales en el campo político francés.

Yo empleo “raza” exactamente como en las Ciencias Sociales se emplea el concepto de «clase» o el concepto de «género»: las clases sociales en sí mismas no existen, y el género tampoco existe. Son formas de describir las relaciones socio-económicas entre distintos grupos de la sociedad, y de describir la relación entre los sexos en la sociedad. Del mismo modo, “raza” en singular significa que dentro de la sociedad hay procesos por los cuales grupos se ven discriminados en función de un imaginario que moviliza la noción de raza.

 ¿Puede existir algo que no se nombra? ¿O existen, realmente, las razas, independientemente de cómo se las llamen?

El hecho de que las razas no existen es un tema muy interesante. Nos tranquilizamos cuando los biólogos genéticos dicen que, desde su ciencia y sus conocimientos, consideran que las razas no existen. Pero en realidad eso no dice nada porque la raza no es un fenómeno biológico sino un fenómeno político, eso es el corazón de lo que quiero presentar.

El periodo que está empezando -todavía más para la generación joven que para la mía- es lo de una biología genética que está invadiendo el campo social como nunca lo hizo en el pasado y como no lo había hecho en los tiempos de los nazis o en tiempos del racismo llamado científico del siglo XIX, por ejemplo. Estamos viviendo en una sociedad en la que por 30 ó 35 dólares, entregando un poco de saliva a una empresa, podés saber qué porcentaje tenés de sangre de española, irlandesa, judía, etc.

Es una absoluta ingenuidad pensar que de una vez por todas, las Ciencias Sociales pueden vivir apartadas como si los biólogos no hicieran nada. Producen muchos resultados, y los conocimientos que están aportando sobre el ser humano se van expandiendo con una velocidad extraordinaria. Por eso, para mí, cuando ellos dicen que las razas nos existen, no me tranquiliza de ningún modo: primero porque vamos a tener que lidiar en el futuro contra la posible facilidad de pedirle al biólogo genético que nos explique cómo son los hombres; hay que resistir esa tentación, tomando en cuenta lo que hacen pero resistiendo la idea de que ellos tengan la clave de las claves. Pero por otro lado, tenemos que seguir, realmente, al pie del cañón para defender que el tema racial es un tema político y que se resuelve luchando políticamente contra él.

Usted estudia el proceso de formación de categorías raciales como recursos políticos. ¿Por qué motivo, en algún momento de la historia, se necesitan estas categorías como recursos políticos?

He estudiado ejemplos en los que el proceso de atribución de caracteres raciales específicos que se da a la gente viene a ser útil en un momento en lo que, antiguamente, podía ser una situación de separación clara entre dos grupos, se hace más borrosa, menos evidente. Tres casos de ello: cuando el grupo de los que gozan el privilegio de ser nobles ven que algunas familias reciben también ese privilegio; cuando una persona nacida esclava es liberada por su dueño para ser un ciudadano libre; y cuando una minoría religiosa consiente a convertirse a una religión dominadora, incorporándose al grupo mayoritario. En todos esos casos, el grupo que domina descubre que su exclusividad se ve contradicha por una evolución de aquellos que estaban en una situación exterior, inferior o marginal. Entonces, ese grupo quiere poder controlar el quién, el cuándo, el cómo y, sobre todo, a qué ritmo. Este es el corazón del sistema racial.

Por ejemplo, si ves el caso de la historia de las relaciones entre el grupo blanco anglosajón protestante de los Estados Unidos del siglo XIX, la violencia de su racismo crece con la libertad otorgada a los esclavos en 1865, con el final de la guerra civil. Porque mientras la gran mayoría de las personas de origen africano permanecía bajo yugo de un estatuto de inferioridad legal como esclavos -y por consiguiente, no podían de ninguna de las maneras pertenecer a lo que se llama la nación-, no se necesitaba desarrollar con la misma fuerza un discurso sobre su exterioridad. Pero en cuanto la abolición de la esclavitud se hace realidad legal, de repente todos los descendientes de esclavos y todos los esclavos africanos residentes sobre el territorio de los Estados Unidos se convierten automáticamente en conciudadanos, y en gente que, teóricamente, pertenece a la misma nación política que los blancos anglosajones protestantes. Los descendientes de europeos no piensa de ninguna manera posible formar una nación común con los africanos, y entonces se desarrolla todos ese discurso ultra racista que conocemos que transcurre desde 1865 hasta los años ’80 del siglo XX, con la obsesión particular  de que el hombre negro contamine a la mujer blanca.

El mismo fenómeno se produjo en el mundo ibérico al final de la Edad Media, cuando se convierten al cristianismo -por convicción, por amenaza o por cálculo- todos los judíos que vivían en la Península Ibérica. Durante cierto tiempo, las familias cristianas acogieron bien a esos nuevos cristianos. Pero esa aceptación no duró mucho y al cabo de dos generaciones el proceso se estancó, se paró en seco y se desarrollaron instituciones y movimientos políticos para rechazar a aquellos cristianos que tenían un origen judío. Ya no era perseguir a un judío, era perseguir o rechazar a cristianos de padres, abuelos o bisabuelos judíos. Y ahí sí que tenemos un fenómeno de carácter racial porque, en el fondo, tanto como los negros no son extranjeros sino conciudadanos, de la misma manera los cristianos nuevos son feligreses de la misma iglesia, solo que el grupo mayoritario los va a rechazar. Ahí es donde veo una particularidad importante histórica del pensamiento racial, y el papel extremadamente importante que tienen en esa historia las sociedades ibéricas.

«Es una ingenuidad pensar que las Ciencias Sociales pueden vivir apartadas como si los biólogos no hicieran nada», señala.

 En Argentina, sobre todo en lo últimos cuatro años en los que gobernó Cambiemos, el tratamiento de sectores con menos recursos pareciera ser similar a esta especie de segregación o rechazo que explica en una relación racial. Mario Margulis plantea la noción de “racialización de las relaciones de clase”. Considera que es posible que la relación de clase pueda llevarse a cabo desde mecanismos racistas?

Yo creo que el rechazo de clase no necesita de la categoría racial para ser opresivo o para ser injusto. Se convierte en algo racial cuando en la política, como medida intelectual, se defiende la teoría o la idea según la cual los hijos de pobres, de todas formas, aunque se les de mejores oportunidades, volverán a ser tan desafortunados como sus padres; y que, por consiguiente, no sirve de nada desarrollar programas de mejoras de oportunidades. Ese discurso existe en algunos sectores muy racistas de Estados Unidos para desmantelar los programas de acción afirmativa en dirección  de la población afroamericana, argumentando que los afroamericanos son naturalmente menos preparados fisiológicamente para desarrollar habilidades mentales sofisticadas. Entonces hacen hincapié en esta convicción que no tiene ningún tipo de fundamento para abogar en favor del desmantelamiento de los programas. Cuando esto, de alguna forma, se aplica al tema de la desigualdad social, entonces se puede decir efectivamente que hay una dimensión racializante.

Hay un autor francés explícitamente racista, Renaud Camus, que explicó una cosa muy significativa. Dijo que para un campesino, poder acceder a literatura clásica, a gran literatura del siglo XVI, del siglo XVIII, lo que se necesita es un proceso lento de depuración y refinamiento de su estado primitivo, para llegar a la cumbre de la delicadeza de la literatura clásica, y que para esto se necesitan tres generaciones. El campesino no puede, tampoco su hijo, capaz que su nieto pueda, siempre que del campesino nazca un maestro y del maestro, un profesor de letras. Entonces, esa idea de que se necesita un proceso depurador de toda la barbarie, de toda brutalidad para llegar a un nivel de refinamiento que dé acceso a la vida espiritual superior y que yo controlo, yo digo cuántas generaciones.

Esto, en el fondo, es el auténtico racismo. Porque el racismo es una forma de usar las metáforas y los mecanismos de la transmisión intergeneracional, el linaje, la familia, la genealogía, para controlar el ritmo del cambio sociológico. Los racistas, en el fondo, desarrollan un discurso sobre que la gente no puede cambiar, pero saben que no es verdad. Entonces, lo propio del racismo es afirmar que la gente  no puede cambiar para poder controlar el ritmo del cambio. Ese es el corazón del problema.

 Hace poco resurgieron los dichos de un funcionario del gobierno anterior en los que decía -palabras más, palabras menos- que «un niño que nace en una familia pobre tiene una marca en el cerebro».

Eso es claramente racismo. Ese caso, claramente, es una racialización de un discurso de clase.

 En 2019 se aprobó un decreto en Argentina -hoy ya derogado- que permitía a las fuerzas de seguridad pedir documento en el transporte público con la excusa de “averiguación de antecedentes”. Usted relata en Para una historia política de la raza una medida similar adoptada por Sarkozy en Francia. ¿Es posible que estas prácticas sean por “identificación por rostro”, es decir, por discriminación racial?

Esa es una cuestión muy delicada. Tenemos que partir del supuesto de que el perfilaje es una práctica necesaria y legítima en el trabajo de la policía. En el marco de investigaciones policiales existen indicios que llevan a los agentes a buscar a individuos entre tal tipo de personas mejor que otras, para poder llegar a sus fines. Esa tipificación puede resultar de varios indicios, incluidos los fenotípicos. Es hipócrita y vano hacer aspavientos y escandalizarse sobre eso. En cambio, la misma práctica deja de ser necesaria y legítima cuando de lo que se trata es presionar de forma indiscriminada y aleatoria a colectivos a los que se los distingue por tal o cual rasgo, incuso fenotípico.

Como también es innecesaria e ilegítima cuando se trata de demostrar que los agentes tienen la capacidad de multar a cantidad de gente cuya documentación no parece en regla, como ocurre en Francia. La solución para que las averiguaciones dejen de cobrar un carácter racista consiste en obligar a los agentes que, cuando paran a alguien en la calle para pedirle sus documentos, entreguen a esa persona un certificado sobre el acta realizada. Si una persona ha sido controlada varias veces de forma aleatoria por su aspecto físico debería poder acudir a un juez con esos certificados para denunciar a la policía. Ese me parece que es el buen método. Imaginar que un poder, incluso de lo más democrático, exija a la policía que deje de perfilar es un vano ensueño, y por consiguiente una vía que no lleva a ninguna parte.