Por Camilo Muñoz
Fotografía: gentileza Pilar Camacho

El cineasta italiano, director de «Fue la mano de Dios», pasó por Buenos Aires y ofreció una masterclass. Habló, entre otras cosas, sobre el vínculo del arte con el dinero, de la belleza con la vulnerabilidad y de Buenos Aires con Nápoles.

Paolo Sorrentino llegó por primera vez a Buenos Aires y la ciudad respondió como si recibiera a un viejo amigo. La Sala Martín Coronado del Teatro San Martín se llenó antes de tiempo para escucharlo en una masterclass que resultó mucho más que una clase: fue un pequeño viaje hacia su manera de mirar el mundo, hacia ese territorio ambiguo donde conviven la belleza, el riesgo, la memoria y la ficción.

Sorrentino llegó invitado por Buenos Aires Cine y como antesala al laboratorio cinematográfico que dirigirá en diciembre en la Patagonia, donde trabajará con jóvenes realizadores de distintos países. Quizás por eso su charla estuvo atravesada por una reflexión continua sobre el oficio: cómo escribir, filmar y emocionar, pero también sobre cómo sobrevivir en el cine.

Uno de los momentos más controversiales de la tarde surgió cuando habló del dinero. Lo dijo sin rodeos, con una honestidad casi brutal: “Soy huérfano desde los 16 años. Los huérfanos estamos obsesionados con el dinero porque tenemos miedo de terminar en la calle”. No lo dijo para provocar, sino para recordar que la creación no existe en el vacío: “El cine da dinero, y el dinero me recuerda que vivo en el mundo real, donde hay cuentas, hijos, y la necesidad de sostenerse”. Era también una forma de mostrar su vulnerabilidad, ese lugar del que —según él mismo— nace la verdadera belleza.

Habló después de cómo construye emoción. Dijo que no confía demasiado en los análisis previos ni en los conceptos: “Cuando escribo, soy mi primer espectador. Me conmuevo ahí, en ese instante. Después, cuando lo filmo, todo ya es viejo. El rodaje es simplemente el trabajo necesario para que esas emociones que viví escribiendo puedan existir”. No lo dijo con soberbia, sino con la serenidad de quien entiende que la intuición es su verdadero método. “Un director no sabe exactamente lo que hace —agregó—, pero sabe muy bien lo que no quiere hacer”.

La charla avanzó por sus obsesiones: el poder, la fe católica, los dilemas morales, el riesgo y la necesidad de exagerar. “Mis personajes son teatrales, casi máscaras. Y no todos los actores se animan a eso. Necesito actores valientes”, confesó. También habló de las “criaturas monstruosas” que aparecen en sus películas, a las que definió como bellísimas: “La belleza pasa por la vulnerabilidad. Uno se enamora de la fragilidad del otro, no de sus ojos azules”. En un punto, parecía que toda su filmografía, desde Il Divo hasta Fue la mano de Dios, estaba siendo explicada con una sola idea: la ternura como forma de resistencia.

Sobre Buenos Aires, dijo que la ciudad le resultaba “idéntica a Nápoles”, no por lo visual sino por lo humano: por los gestos, la cercanía, la forma de ocupar la calle. Fue quizá la frase más celebrada de la tarde, y la más inesperada: un italiano describiendo a Buenos Aires como un espejo emocional de su ciudad.

La jornada no terminó ahí, aunque sí quedó trunca. La esperada proyección al aire libre de Fue la mano de Dios en la Avenida Corrientes —una de las actividades centrales del evento— debió suspenderse por lluvia y fue reprogramada para el próximo sábado. La ciudad tendrá su encuentro bajo las estrellas, pero deberá esperar unos días más. Tal vez sea mejor así: como si la película necesitara una atmósfera distinta, una noche más limpia, un cielo más amable.

Sorrentino se va de Buenos Aires hacia la Patagonia para seguir filmando preguntas más que respuestas. Pero deja, en quienes lo escucharon, una rareza: la sensación de haber presenciado a un artista que piensa el cine desde la fragilidad, desde la memoria, desde las zonas donde duele y donde, justamente por doler, se vuelve conmovedor.