Por Pablo Pagano
Fotografía: Lucia Barrera Oro

Marcelo Larraquy, historiador y periodista, y Alejandro Kaufman, ensayista y crítico cultural, analizan el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner y lo ponen en un contexto histórico.

Alejandro Kaufman.

Una de las pocas banderas que quedaba casi sin manchar de nuestro sistema político desde la dictadura para este lado de la historia era el no-uso la violencia para dirimir las cuestiones ideológico-partidarias.. 

El término que suena de otra época, casi como el de cuarentena, es el de magnicidio: un intento de asesinato a una figura pública relevanteimpone revisar la historia de lo que se llama violencia política. Marcelo Larraquy, historiador y periodista, y Alejandro Kaufman, ensayista y crítico cultural, analizan el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner y lo ponen en un contexto histórico.

A partir del atentado a Cristina Fernández de Kirchner, ¿se puede pensar la violencia política en términos históricos?

AK: Hay que empezar por que “violencia política” es una expresión que no significa mucho, en general se usa de una manera negadora de los conflictos. Cuando se dice violencia política es como si se dijera “no-violencia política” y entonces se imagina una paz, que es lo que uno desearía, pero que en general funciona como una manera de negar los conflictos sociales que tienen que ver con la injusticia. Hay un monto de violencia que forma parte de la vida social y que tiene que ser siempre referido, explicado, contextualizado, y no tratado como si fuera un fenómeno independiente de la lógica social, porque eso siempre sirve a la derecha. 

¿Qué antecedentes hay de intentos de magnicidio en Argentina? Aparecen los intentos de magnicidio a Alfonsín. 

ML: Hay muy pocos antecedentes de intento de magnicidio en la Argentina. Desde la formación del estado y desde la democracia hay muy pocos. En el caso de Alfonsín, si. Cuando ya no era presidente. En el caso de Sarmiento, también. Pero este de Cristina como vicepresidenta con una centralidad en la política argentina de alguna manera marca una novedad en la última etapa.

Hay una escalada de violencia que fue conquistando lugares para materializarse en lo que pasó ayer. ¿Es un punto de inflexión en términos históricos? 

AK: En un sentido lo es, y en otro uno tendría que cuestionar que lo sea. Esta es una paradoja que ocurre en los grandes eventos: el gran evento marca y se presenta como una bisagra y es representado de esa forma, pero si uno pone el acento en el gran evento pierde de vista los procesos largos que son los verdaderamente responsables de lo que ocurre. Pero este atentado es la exteriorización de un proceso largo, es su culminación. Es como la cumbre de una montaña, abajo está la montaña y para llegar a la cumbre hay que subir. No es una llanura donde la cumbre aparece de repente, no es un rayo en un cielo despejado, es un rayo en medio de una tempestad que ya estaba y era relativamente ignorada. Hay una especie de divinización de una libertad de expresión boba, abstracta, por la cual nada se puede decir sobre este tipo de problemas de opinión o de expresión, que son de estigmatización y de odio. Entonces, el atentado se sitúa en ese marco.

Siempre hubo intentos de disputar el sentido en términos de números de desaparecidos por ejemplo, pero cada vez el negacionismo parece avanzar un paso más. ¿Qué pasa con la construcción de consenso en torno a la memoria? 

ML: El consenso en torno a la memoria entra en esta disputa política. Antes el 24 de marzo era una fecha de convocatoria histórica, de consenso como el Nunca Más, que era parte de la cultura política argentina, un acuerdo sobre lo que había significado la dictadura. Solo elementos marginales lo ponían en discusión ligados a la derecha procesista. Pero ahora entra en clave de discusión política, negacionista. Entonces ese consenso, al entrar en la disputa política, se va perdiendo.

AK: Hablar de consenso y hablar de disputa cuando se habla de la memoria, es ya una forma de devaluar la problemática de la memoria. Porque la memoria no es objeto de disputa, no puede serlo. ¿Uno qué disputa? Una pizza, un partido de fútbol. Uno no disputa su propia vida y por lo tanto no disputa la memoria. La memoria no es un objeto de disputa. 

La memoria es lo que se sostiene con el testimonio, es decir, con el cuerpo y con la vida.  En una disputa, uno puede perder o ganar, mientras que la vida si se pierde no queda nada más. Y con la memoria pasa lo mismo. Se instaló, hace ya muchos años, un sociologismo de la memoria que lo ve como un juego en que alguien gana y alguien pierde, alguien impone su versión sobre otra. En lugar de ver que como la memoria es producto del testimonio, es cierto que hay muchos testimonios divergentes y mucha memoria, pero no disputan, coexisten. El consenso es ponerse de acuerdo sobre un contrato, sobre algo que puede ser de un modo o de otro. Esto no puede ser de un modo o de otro, la memoria del horror y la condena a los genocidios no son consensuales, no son opinables. Hay un mínimo que no es opinable. Pero ahí hay una confusión que se produce, cuyo resultado es la Teoría de los Dos Demonios. Porque entonces los dos demonios son opiniones, son disputas y son consensos.

Hay un personaje que siempre estuvo vinculado a la política y a la violencia que es Patricia Bullrich. Ayer escribió que el presidente tomó un acto individual y lo convirtió en una jugada política. ¿Dónde se ubica esa declaración históricamente? 

ML: En el caso de Bullrich me parece que lo que busca es jugar por su candidatura presidencial por encima de la gravedad institucional que supuso este atentado a la vicepresidenta, un atentado a la democracia. Yo lo relaciono con la sublevación carapintada, donde estuvo en riesgo la democracia y también hubo apoyo popular y apoyo de la oposición, en ese caso el peronismo. Se sentaron al lado de Alfonsín sin objeciones, al lado de Alfonsín en el balcón de la Plaza de Mayo con un apoyo total, sin hacer cálculo político. Me parece que Bullrich hace un cálculo político electoralista dentro de su núcleo propio de votantes por encima del atentado a la democracia. 

Ezequiel Ipar escribió en Anfibia que este es el “acontecimiento de violencia política más previsible de la historia argentina”. ¿Cómo se lee este contexto en términos históricos? 

ML: Lo que se corrió es la cultura política. La cultura política hoy es el mensaje que dio Ricardo López Murphy, al menos desde ese sector: ellos o nosotros. La confrontación con el enemigo. Eso rompe toda posibilidad de convivencia política porque cada hecho menor va a ser objeto de una discusión política bipolar, tajante e implacable de enfrentar al enemigo. Se da en todos los órdenes y se pierde racionalidad política. Esa pérdida es lo que impide una discusión serena sobre la vida política de los argentinos y la sociedad de cara al futuro. Retrotrae el debate a situaciones no racionales, de psicosis política en la que entran desde políticos avezados como es el caso de López Murphy, con una historia en el radicalismo, hasta sectores de ultraderecha. Mi lectura es que este atentado fue como la sublevación de Semana Santa y requiere el apoyo de la sociedad toda en favor de la estabilidad institucional.

Parece que vivimos en un estado de excepción constante, que corre el límite siempre un poco más. 

AK: Sí, efectivamente. Ese el problema también de la institucionalidad democrática que supone un estado de cosas respecto a las cuales lo que interfiere con esa forma de vida es una excepción, pero los intereses que tienen que ver con lesionar esa forma de vida recurren siempre a la excepción y la convierten en norma. Son intereses pero también son ideologías, formas de vida, de pensamiento, de acción, que llamamos habitualmente derechas o derechas extremas y que no tienen interés en defender la convivencia democrática. La convivencia democrática no conduce a favorecerles a esas formas de ver las cosas. Necesitan una sociedad vertical, ordenada, autoritaria, unívoca y entonces luchan contra la democracia y utilizan métodos espurios, métodos de violencia, de violencia simbólica y física constante. Eso pasa con el régimen acusatorio: algo que tendría que ser una excepción que es que haya un delito, que haya un conflicto y que pueda recurrirse a una tercera parte que son los tribunales, se convierte en el discurso habitual. Entonces vos tenés medios de comunicación que es como si estuvieran en un tribunal permanente de enjuiciamiento de culpables que son siempre los sectores populares, es decir, la guerra contra el pueblo es a través de una lógica juridicista, tribunalicia, que culpa constantemente de todo y que logra que una parte de la población quede subyugada por ese tipo de discursos. Hemos llegado demasiado lejos.