Revelar Ciudad Oculta

Revelar Ciudad Oculta

Un hombre frente a una cámara, como si ésta no estuviera. Él y su familia en el festejo del cumpleaños número cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Ya no importa. Ya no importa porque no hay números sobre la torta de cumpleaños. Ya no importa porque hay una sola vela y una bengala, en símbolo de celebración. El hombre toma la bengala y la agita en el aire mientras sonríe hacia arriba, mirando al cielo y pidiendo un deseo.

“Esa foto fue en el último cumpleaños de mi viejo. Agarró la bengala y la empezó a agitar mientras miraba para arriba. Sentí que estaba pidiendo todos los deseos ahí, mirando la luz, como si mirara a mi abuela diciéndole: “Quiero ir con vos”, cuenta Nahuel Alfonso, explicando la secuencia de fotos más personales de su muestra. “Era muy importante su madre para él y en ese momento me dio la impresión de que él también se quería morir. Cuando llegué a casa, bajé las fotos y las empecé a mirar. Cuando me di cuenta que había doce personas alrededor de él, como en la Última Cena, pensé: El último cumpleaños. Pasó un mes y medio y falleció. Nos tomó por sorpresa. El 2014, fue un año durísimo: mi abuelo murió en enero, mi abuela en marzo, él en mayo y mi mamá en junio. Y eso muestra esa serie de tres fotos. El espacio que dejé entre la foto del cumpleaños y la que sigue, la del pasillo de la villa que da a la puertita de mi casa, es para mostrar justamente ese vacío, lo que pasó cuando él se fue. Y la tercera foto si la armé. Le pedí a todos que sacaran el poster de Jesús y que movieran las coronas de flores para que quedara solo el cajón con mi viejo. Les dije: “Quiero hacer una foto de mi papá, así que váyanse todos para atrás”, termina Nahuel, señalando la foto del velorio de su padre.

es una muestra compuesta, casi por completo, por retratos.

La muestra está compuesta, en su mayoría, por retratos.

Nahuel Alfonso, autor de la muestra de fotografía “Ciudad Oculta”, inaugurada el sábado 22 de abril en el centro cultural Haroldo Conti (ex ESMA), muestra la profundidad de la vida real en las villas, no desde la mirada externa, sino, desde “un pibe que vive en su barrio. La muestra transmite cercanía con las personas, que es una de los grandes motivos por los que hago fotografía. Si se fijan bien, es una muestra compuesta, casi por completo, por retratos. Empatía, ponerse en los zapatos del otro, acercarse con la gente, relacionarse. Creo que transmite eso: el valor de las relaciones humanas”. Los pasillos de la villa que no ocultan nada, muestran a sus integrantes, invisibles, auténticos, entre esos pasillos.

Nahuel arrancó con la fotografía al ingresar en los talleres de PH15, organización encargada de llevar talleres de fotografía a los chicos de Ciudad Oculta, villa 15, a partir de darle una cámara a cada uno y guiarlos en el camino del juego con las imágenes: “PH15 les brinda herramientas para su futuro: poder pensar el trabajo en equipo, crear y recibir una crítica constructiva y poder hacer valer sus opiniones. Estas, son todas herramientas que les faltan en otros ámbitos de su vida, y que el taller les deja, luego de su paso por las clases”, cuenta Miriam Priotti, una de las directoras, que junto con Moira Rubio Brennan, crearon la organización hace ya más de 15 años. “Difundimos la organización, cada vez con mayor esfuerzo. Las únicas formas de financiación son la venta del libro de los 15 años de la ONG, donaciones, venta de obra y donaciones de cámaras fotográficas que componen la totalidad del equipamiento de trabajo que se les da a los chicos”, cuenta Miriam para comprender la dinámica de la fundación.

Nahuel Alfonso, autor de la muestra de fotografía “Ciudad Oculta”, muestra la profundidad de la vida real en las villas, no desde la mirada externa, sino, desde “un pibe que vive en su barrio

Nahuel Alfonso, autor de la muestra de fotografía “Ciudad Oculta”, muestra la profundidad de la vida real en las villas, no desde la mirada externa, sino, desde “un pibe que vive en su barrio».

“Es Ciudad Oculta, pero al mismo tiempo no lo es. La muestra se podría llamar Familia o El barrio, pero es Ciudad Oculta, aunque no está mostrada como oculta, sino que retrata lo que ve un tipo común en su barrio. Y las fotos son eso: imágenes que retratan a las personas que viven en ese barrio”, explica Nahuel mientras detalla cómo llegó a la realización de la muestra, luego de que le robaran la computadora con sus trabajos hace algunos años. Gracias a la ayuda de algunos colegas y de la fundación, consiguieron rápidamente el material de trabajo para que pudiera seguir produciendo y lograron que tuviera todo lo necesario para, finalmente, presentar Ciudad Oculta, que se podrá visitar hasta el 30 de julio, con entrada gratuita.

“A los doce años fue la primera vez que tuve una cámara en mis manos. Se la había robado a mi mamá y la llevé con los chicos. Mientras ellos les bajaban los pantalones a otros, yo sacaba fotos. Era todo un juego”, recuerda Nahuel viejos tiempos. Las fundadoras de PH15 cuentan que ha cambiado mucho el lugar desde donde los chicos se acercan a los talleres. En los comienzos, no tenían ningún contacto previo con una cámara, mientras hoy no solo conocen su funcionamiento, sino que ingresan con muchos prejuicios: “Ahora quieren acceder a una nueva forma de contar y de relacionarse con la herramienta, teniendo que derribar muchos prejuicios sobre qué mostrar y cómo mostrarse en una fotografía. Hoy, hay mucho prejuicio por deconstruir para que puedan tener un lenguaje más propio”, explica Moira.

«Los pasillos de la villa que no ocultan nada, muestran a sus integrantes, invisibles, auténticos, entre esos pasillos».

Ninguna de las fotografías de la muestra fue realizada para la exposición, sino que todas fueron tomadas en momentos espontáneos o específicos que retrataron una cualidad particular de la villa. “Cuando retomé la fotografía, ya venía buscando una herramienta artística de expresión. Había pasado por la literatura, la música, la pintura, y lo que me pasó es que quise probar de vuelta y volví al barrio. Ahí saqué la foto del paraguas. Tendría 20 años más o menos, y en ese momento me di cuenta que quería dedicarme a la fotografía realmente. Fue la foto que me ancló en una realidad y me hizo entender quién soy y qué es lo que quiero ser, revela Alfonso al mostrar la foto principal de su muestra.

PH15 sostiene que el arte funciona como una herramienta que genera cambios en la vida de las personas, más allá de la inclusión dentro de un lenguaje artístico. Y Nahuel resume que él hace fotos como quien escribe poesía: “Estás ahí y empezás a narrar lo que ves, contándolo desde las emociones. Las fotos por sí mismas, muestran lo que uno quiere expresar. Por ejemplo en esta foto, mi abuela a oscuras mirando la tele, no es solo eso, sino que es el símbolo de mi abuela, que se sienta todos los días a la misma hora en frente de la tele, pareciendo ser la única compañía que tiene: Tac. Esa es la foto”.

Ciudad Oculta se podrá visitar hasta el 30 de julio, con entrada gratuita.

Actualizado 16/05/2017

“Soy un luchador de la villa”

“Soy un luchador de la villa”

En 1963, un grupo de veinteañeros arribó a la estación de Retiro en el ferrocarril San Martín. Venían de San Rafael, Mendoza. Habían juntado unos pesos durante la cosecha y querían probar suerte en la Capital. Recién llegados, se sorprendieron de la cantidad de vehículos y de gente. El hermano de uno de ellos los esperaba. No hace falta tomar un colectivo para ir a la villa, les dijo. No sabían qué era una «villa», se imaginaban terrenos amplios, tal vez como quintas. Caminaron varias cuadras hasta una esquina arbolada -donde hoy está la terminal de ómnibus- y desembocaron en una calle amplia y asfaltada. A medida que avanzaban, a los costados, iban viendo cada vez más ranchos de madera y chapa. Uno de esos jóvenes, nacido en Jujuy y de chico migrado hacia Mendoza, era Teófilo Tapia, quien en ese momento no sabía que estaba entrando a un territorio que, con el tiempo, se convertiría en la lucha de su vida.

Cincuenta y tres años después, en el comedor «Padre Carlos Mugica», en la calle 12, a dos cuadras de la avenida Carrillo, Tapia recibe a ANCCOM y repasa su historia y la de la Villa 31 (que son una sola).  Además, con una serenidad que contagia, recuerda a Mugica, al cumplirse 42 años de su asesinato, el 11 de mayo de 1974.

 

¿Cómo era el barrio cuando llegó?

En la parte de Güemes había casas de madera, chapa y cartón. El barrio “Inmigrantes” estaba un poco mejor. Durante el gobierno de Perón habían hecho unas casitas prefabricadas, con techo de zinc a dos aguas y un jardín adelante, con ligustrinas, para las familias de inmigrantes que llegaban. También estaba el “Barrio YPF”, que se había armado alrededor de unos depósitos de la empresa. Era un barrio organizado que quería mejorar. Nadie quería vivir en ranchos, ya se empezaba a pensar en la urbanización. En esa época no teníamos luz, sólo lámparas de querosene y velas.

¿Cuándo llega Mugica al barrio?

En 1964. Por entonces, este comedor era una escuela. Al lado se levantaba una iglesia bastante linda a la que llegó Mugica. Del otro lado había un descampado y ahí empezó a juntar a los pibes para jugar a la pelota. Así comienza su trabajo pastoral. Se puso a recorrer las calles, a conocer el barrio y a participar en las reuniones vecinales.

¿Cómo era personalmente?

Una persona sensible y humilde. Salía sin la sotana, de vaquero y campera. En las reuniones, la mayoría eran obreros o trabajadores portuarios. Eran bravos, puteaban mucho, y Mugica también puteaba. Todos se sorprendían de que un cura viniera acá, se metiera entre nosotros, y no tardaron en encariñarse con él. Nunca buscó ponerse a la cabeza, más allá de todo lo que había estudiado y de que trataba con gente que tal vez no había terminado la escuela. Nunca se mostró superior. Trabajaba con José Valenzuela, dirigente del barrio Comunicaciones, lo consultaba antes de hacer cualquier cosa, le pedía opinión. Mugica apoyaba, aportaba, pero nunca rebajaba a nadie. Solía dar consejos y animar a los vecinos para que sigan luchando, siempre con humildad. Por eso era tan querido acá y en todas las villas de Capital, porque las recorrió todas. Y así fue que muchos curas se fueron acercando a él, siguiendo la idea de los curas tercermundistas, para pelear en los barrios marginados.

 

¿Cuándo levanta Mugica la capilla del Cristo Obrero?

Cuando se enteró de la muerte del Che Guevara, viajó a Bolivia para pedir la repatriación del cuerpo y la liberación de los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional. En 1967 viajó a Europa en donde formó parte del inicio del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. También lo visitó a Perón en Puerta de Hierro. Pero cuando volvió a la Argentina se encontró con que el obispo había puesto a otro cura en su iglesia, Julio Triviño, que había sido capellán del Ejército. Entonces Mugica fue al barrio Comunicaciones y, en un terreno al lado de una canchita de fútbol, armó la Capilla del Cristo Obrero. Ahí fue donde profundizó su trabajo pastoral y también con la Juventud Peronista Montonera. Conocía a los pibes porque daba cursos en las universidades y en los colegios. Conocía a Firmenich, a Vaca Narvaja, a Abal Medina, a toda la cúpula de Montoneros. Ellos venían a la villa a militar y ahí conformaron ese movimiento que salió a dar la lucha. Él se integró a la organización porque le parecía que la gente necesitaba vivir mejor, sobre todo en esas tierras donde había tanta miseria. La juventud quería un cambio radical y Mugica lo apoyaba. Se sumaron muchos jóvenes del barrio que tal vez no entendían de política pero no querían seguir pisando el barro. Luchaban por tener una universidad acá en la villa, ¿por qué no? Y el día de mañana ser ingenieros, o diputados, para que las villas tengan los representantes que hasta hoy no tienen.

¿Cómo vivió la época de la Triple A y el asesinato de Mugica?

Lo primero que hizo la Triple A fue desmantelar el barrio. Conocían a los dirigentes, a los presidentes, a los delegados, a los que sobresalían porque tenían reuniones en la Casa Rosada, López Rega los tenía a todos fichados y fotografiados. Tenía planos con las ubicaciones donde estaba cada uno, donde eran las casas. Así los empezaron a perseguir, algunos fueron presos, a otros los torturaron… Los presidentes de los barrios tenían reuniones en la Casa Rosada o en Olivos. Fueron a ver a Perón para decirle que querían urbanizar la Villa 31. Había un proyecto con arquitectos, profesionales, todo listo para arrancar. Perón les dijo que no, seguramente porque López Rega ya tenía pensado qué hacer. Los compañeros salieron decepcionados. Perón ya tenía mucha edad, estaba cansado, enfermo, muchos años en el exilio, no estaba consciente como para darnos una mano. La urbanización tendría que haberse logrado en la época de Cámpora, que venía mucho a la villa, traía cosas a los chicos que lo apreciaban, y por eso le decían «el Tío». El 11 de mayo del 74 Mugica fue a visitar al cura de la Iglesia San Francisco Solano. Ese día había un casamiento, así que se quedó a la misa. Cuando terminó, salió y se encontró a unos tipos de bigotes que preguntaban por él. Una vez que lo reconocieron lo ametrallaron ahí mismo. Antes ya habían matado al compañero Alberto Chejolán, el primer mártir de la Villa 31, aunque en realidad buscaban a su hermano, Roque, que era dirigente montonero, ahijado de Perón. Los compañeros Carmelo Sardina (presidente de los vecinos de Güemes), Valenzuela, los dirigentes montoneros, habían jurado que no se iban a ir de la villa, pero después de que lo mataron a Mugica la situación empeoró y algunos lograron escaparse, entre ellos Valenzuela que se escondió por la zona de La Salada, en Budge.

¿Qué pasó durante la dictadura?

Quedamos 33 familias. Los militares venían y arrasaban. Elegían la casa que querían voltear, sacaban a la familia con la Policía o el Ejército, y la derrumbaban. Ponían todas las cosas en un camión de basura y lo tiraban del otro lado de la General Paz. Así hicieron con todas las villas. Nosotros logramos mantenernos porque estaba el cura José María «Pichi» Meisegeier. Antes de la erradicación compulsiva se habían juntado los curas villeros y armaron cooperativas de viviendas. Usaban terrenos que les regalaba la Iglesia, por ejemplo en San Miguel, donde armaron el Barrio Copacabana. Y como los obispos estaban aliados a los militares, los represores respetaban a algunas organizaciones como Cáritas. Marcaban las puertas de las casas con una «C» y sabían que no había que demolerlas.

Teofilo Tapia

 

¿Cómo se organizaban con los vecinos?

De las 33 familias éramos muy pocos los que nos movilizábamos. Fuimos a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos conformados como una comisión demandante del barrio. Ahí nos encontramos con Eduardo Pimentel (uno de los fundadores de la APDH), que nos presentó a dos abogados recién recibidos para llevar nuestro caso, María Victoria Novellino y Horacio Rebón. Ellos juntaron a otros abogados -algo difícil porque nadie se animaba- para defendernos de los atropellos. Así iniciaron, a principios del 79, la causa para parar la erradicación compulsiva. En primera instancia perdimos porque nos pusieron a los 33 representantes de las familias a declarar en una audiencia pública y muchos no se animaron a ir. Creían que si iban no volvían más a la casa. Era razonable. La abogada insistió, apeló a la Cámara, y apareció un juez que salió defendiendo los derechos de los habitantes. (El intendente Osvaldo) Cacciatore, antes de empezar la erradicación, había sacado una ordenanza donde decía que todos aquellos que eran desplazados de sus casas debían acceder a una vivienda digna y decorosa en otro sector de la Capital Federal. Eso no se estaba cumpliendo, y por esa razón se logró ganar el juicio.

¿Con la democracia el barrio volvió a crecer?

Sí, todas las villas se empezaron a reorganizar y a reconstruirse. Cuando asumió el radicalismo quedó Facundo Suárez Lastra como intendente de la Capital. Él sacó, en las pautas programáticas de las soluciones para los barrios, una parte que decía que todos aquellos que habían sido desalojados podían volver. De todas formas era difícil porque había dirigentes, como Fray Medina, que no querían que viniera más gente. La Policía tampoco quería que se repoblara. Fue entonces cuando con dos compañeros, Bressan y Vásquez, empezamos a traer gente que no tenía donde vivir, o que era desalojada de casas tomadas, como las 40 familias de un edificio que quedaron en la calle cuando agrandaron la avenida Córdoba. Les ofrecimos que vengan a la 31, les explicamos la situación, les dijimos que vengan de noche y que en lo posible trajeran carpas o lo que sea para armar un rancho. Estábamos en democracia, no los podían desalojar. El procedimiento era siempre el mismo: armábamos todo a la noche, marcando bien los terrenos y dejando calles amplias para que el día de mañana se pueda urbanizar. Avisábamos a los medios, si podíamos a algún diputado, y al otro día la policía ya no los podía sacar. Así armamos el barrio Comunicaciones, las manzanas 28 y 29, y así logramos la reconstrucción de la Villa 31.

¿Usted vivió aquí todos esos años?

No. Durante el gobierno de Alfonsín salió un plan de viviendas en el Barrio Illia. Mi compañera quería que nos anotemos y nos mudemos para allá. Yo no quería al principio, pero al final la acompañé. La casita que yo tenía acá en la manzana 29 era grande, de material. Había una familia que se había acercado al comedor y me comentaron que no tenían donde vivir. Así que les regalé la casa, no les cobré nada. ¿Para qué quería dos casas? Les expliqué a los vecinos que me iba a mudar con mi familia, pero que iba a seguir luchando acá. Ellos me tenían como un referente.

Y llegaron los 90, el menemismo…

Sí, y las topadoras del intendente Jorge Domínguez. Todo empezó por un decreto para la construcción de la autopista. Desalojaban a familias por monedas. En el Concejo Deliberante se había votado que les den 12.000 pesos-dólares. Era una estafa, con esa plata no llegaban a comprar otra vivienda. Hubo traición de muchos dirigentes que vendieron todo. Algunos curas también fueron cómplices, como (Enrique) Evangelista, que era bastante jodido. La autopista iba a pasar sobre la iglesia en donde él trabajaba, se tendría que haber plantado para que la desviaran, pero vaya a saber cuánto le dieron y se terminó haciendo. Hizo lo mismo que había hecho Triviño, que permitió que voltearan la capilla y la escuela que estaban acá, donde está ahora el comedor. Yo con el menemismo me quedé sin laburo, así que pasaba todo el día trabajando en la Villa.

¿Cómo fueron los últimos años?

Desde que ganó Macri en Capital la urbanización se volvió muy difícil, aunque se votó una ley de urbanización estando Macri en el gobierno. No sé cómo logró el ex legislador Facundo Di Filippo convencer a sus colegas para que la votaran. Se aprobó la ley pero no el dictamen, que es lo que da forma al proyecto. No se logró porque el PRO era mayoría y no bajaban la ley al recinto, siempre quedaba en comisiones. Y con Macri como presidente está más difícil todavía.

¿Qué significó para usted haber sido nombrado en 2015 ciudadano ilustre?

Lorena (Pokoik, legisladora porteña), a quien conozco desde chica, me trajo la propuesta de postularme como ciudadano ilustre en la Legislatura. No me gustaba la idea. Son cosas para gente como Tinelli, Mirtha Legrand, cualquiera de esos. Yo soy un luchador de la villa. Después otros compañeros me convencieron. Ojalá Mugica hubiera sido nombrado ciudadano ilustre, o cualquiera de los que dieron la vida como él. En nombre de ellos acepté. Es irónico, porque el macrismo firma reconociéndome ciudadano ilustre pero no aprueba la urbanización. Ese es el reconocimiento que necesitamos acá en el barrio.

 

Actualizada 11/05/2016

“No somos invisibles”

“No somos invisibles”

“Este barrio empezó con un amor clandestino”, cuenta Darío desde atrás del mostrador mientras prepara un churrasco a la plancha. Su esposa Joaquina y Mirta lo miran desconcertadas. “Una mujer dejó a su marido y se escapó con dos hombres. Hicieron una casita entre los vagones y vivían ahí, los tres escondidos. Así empezó La Carbonilla”, explica Darío mientras invita café y cuatro empanadas fritas. “Los cafeteros son chusmas”, lo acusa Joaquina mirándolo de reojo. Tanto ella como Mirta viven en el barrio desde que era un terreno baldío, en 2001. Pero Darío lo conoce desde 1991, cuando arrancó a vender café en los galpones del ferrocarril, en donde circulan camiones que se llevan lo que trae el tren carguero. “¿Sigue viviendo en el barrio esa mujer?”, pregunta Mirta que no se quiere quedar con la duda. “Sí, pero con un solo hombre, del otro se divorció”, contesta Darío dando vuelta el churrasco.

Joaquina vivió siempre en el sector 1 –donde está el bar de su marido–, forma parte de la agrupación Militancia Popular y trabaja en el programa “Ellas hacen” (que la gestión de Cambiemos quiere eliminar). Mirta es delegada del sector 3, cartonera y militante kirchnerista. La historia, relatan, crece como el barrio: heterogénea, un poco desprolija, fragmentada. Sin embargo, los recuerdos de ambas convergen en el año 2008, los primeros meses del gobierno de Mauricio Macri en la Ciudad, y el intento de desalojo. “Ahí nos dimos cuenta que nos teníamos que organizar porque si no nos pasaban por arriba”, dice Mirta. “Sola no podés hacer nada, no tenés peso. Tenemos que estar juntos y organizarnos –agrega Joaquina–. En ese momento nos salvaron las agrupaciones Militancia Popular y Frente Transversal. Nosotras no sabíamos qué hacer”.

La Carbonilla, que debe su nombre a una leñería cercana, creció a espaldas de la Comuna 15, en un terreno que pertenecía al Ferrocarril San Martín. Para muchos es un caserío fugaz que se ve desde las ventanillas del tren entre la estación Paternal y Villa del Parque. Los pasajeros frecuentes lo habrán visto ampliarse desde 2001, cuando se disparó la crisis y la recolección de cartón fue la única opción para muchos. Además de fuente de ingresos, era el material con el que se erigían las casas, reforzado con las maderas y las chapas que se podían encontrar desparramadas. Hoy las casas de ladrillo alcanzan los tres o hasta cuatro pisos. “Los primeros en venir fuimos los cartoneros. Cuando nos quedamos sin trabajo yo vivía abajo del puente. Ahí empezamos a recorrer los reciclajes de cartón. El carguero frenaba acá. Nosotros dormíamos arriba hasta que bajamos y nos instalamos”.

El barrio se estira pegado a las vías del tren, desde la estación Paternal hasta el puente de avenida San Martín. Se divide en tres. Mirta se instaló desde el principio en el sector 3, lindero al puente. “No teníamos nada. Ni luz, ni agua, ni cloacas. Íbamos a buscar agua con bidones a una estación de servicio acá a tres cuadras. Iluminábamos con velas. Una vez volví de cartonear y se había prendido fuego mi casa, con los documentos, todas mis cosas. Fueron tiempos muy duros”, cuenta mientras cruzamos el barrio. En 2014, Mirta fue elegida delegada en las elecciones que el kirchnerismo le ganó a Corriente Villera Independiente por 29 votos.

En el Sector 2 vive Rocío, que llegó a La Carbonilla cuando sólo había tres casas. Recuerda los incendios, los intentos de desalojo de la seguridad ferroviaria y todo lo que les faltaba. “Este sector también era de cartoneros. En esa época murió un nene envenenado. Vinieron de un juzgado y a esa familia le sacaron los otros hijos por mal cuidado. Pero el nene no había muerto por eso sino por la falta de luz. Tomó de una botella que tenía veneno para ratas porque no se veía nada. Con ayuda de los vecinos que reclamamos, a la familia le devolvieron los otros chicos”.

Joaquina y Dario, vecinos de la Villa La Carbonilla

Joaquina y Dario, vecinos de la Villa La Carbonilla

Rocío también es militante kirchnerista y forma parte de la comisión directiva del barrio. Hasta hace unos meses trabajaba de mantera en la avenida Avellaneda, en Flores, pero fue desalojada y desde entonces no encuentra lugar para trabajar. Como Mirta y Joaquina, reconoce el año 2008 como un punto de quiebre: “Militancia Popular puso a los abogados para que no nos desalojen. Ellos fueron los primeros que resistieron. Después se fue afianzando el barrio, cuando fueron llegando más organizaciones sociales y los vecinos nos organizamos también, más gente empezó a instalarse y a construir”.

Rocío y Mirta caminan por una calle sin nombre, amplia, que corre paralela a las vías del tren. “Desde el principio dejamos calles anchas pensando en la urbanización -puntualiza Mirta-, y no tienen nombre porque todavía no están legalizadas, para el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires es como si no existiéramos”. Hasta el Sector 2 la calle es de tierra y después empieza un adoquinado prolijo, color gris pálido. “Hasta acá llegó la primera parte del proyecto de obras que empezó el año pasado”, cuenta Mirta. El proyecto fue financiado por el Ministerio de Desarrollo Social, en un acuerdo con el Ministerio de Defensa que designó personal del Ejército como mano de obra. “La segunda parte está presupuestada pero nos dijeron que el Ejército no puede seguir trabajando –afirma Rocío–. Les reclamamos que actualicen el presupuesto pero no nos contestan. Tienen la plata estancada, hace seis meses que no sabemos nada”.

Unos metros más adelante, la calle desemboca en una canchita de fútbol. “Este es el corazón de barrio”, comentan las dos con un discreto orgullo. La canchita también fue parte de la primera etapa de la obra. Mirta no es optimista: “El gobierno del PRO, en ocho años, sólo puso una estación atmosférica y un camión Vactor para destapar las cañerías. El resto lo hizo Cristina: las cloacas, el agua potable, los transformadores para que tengamos luz. Por eso en el barrio somos muchos kirchneristas”. Todos los que pasan saludan a Mirta. “Es que acá los vecinos nos conocemos, no es como afuera que no se conocen entre ellos. Acá le pasa algo a alguien y salimos a reclamar por él”, remarca.

Sobre una de las construcciones más altas flamean la bandera peruana y, abajo, la argentina. Según Rocío, el 90 por ciento de los habitantes (sobre un total de 3500) son peruanos que llegaron en los últimos años. En las elecciones que ganó Macri el año pasado, sólo 126 personas estaban empadronadas. Ahora todo está empapelado con afiches de las presidenciales peruanas en los que podían votar casi todos.

El barrio se estira pegado a las vías del tren, desde la estación Paternal hasta el puente de avenida San Martín.

Atravesando en diagonal la canchita, se puede llegar otra vez al Sector 1 por una calle que separa las casas del alambrado paralelo a las vías. Por allí se accede a la unidad básica de La Cámpora, donde funciona un merendero para los chicos de La Carbonilla. Hace unos meses la agrupación está intentando transformarlo en comedor, pero el espacio no cumple con las condiciones infraestructurales que demanda el Gobierno y por ley no puede funcionar en un local político. “Lo vamos a arrancar igual, con lo que hay –sostiene Mirta–. Los vecinos tienen cada vez menos y cada día hay más chicos que no comen”. Llegando a la básica, aparece “La Rubia”, vecina del Sector 3, decidida a sacar la olla. Mirta le dice que sí, que la saque, que consiguió algo de carne. A La Rubia los muchachos que vinieron hoy le trajeron un cajón de verduras. “Los muchachos -cuenta Mirta- son unos cartoneros de provincia que están hace un par de días. Hoy los invité a casa a ver el partido de Argentina”.

Adentro del local, mate de por medio, se suma Ada. Ella es peruana y vive en el Sector 2 desde hace 12 años. Todavía no milita, aunque Mirta, por lo bajo, dice que está a punto de convencerla. Ada colabora en el merendero y cuenta que la comida que les mandan está casi siempre vencida. La situación actual la preocupa: “Teníamos los camiones del Ministerio de Salud pero los sacaron. Lo mismo con los camiones para hacer el documento y los papeles”. Al igual que Rocío, Ada es mantera y fue desalojada. “En el barrio hay muchas familias manteras. Primero allanaron los 24 depósitos y se llevaron todo. Siempre hablan de la mafia de los que nos dan la mercadería, pero la mafia es la policía que te cobra el espacio. En (la avenida) Avellaneda te cobran 500 por semana de lunes a viernes y sábado aparte”. Su marido trabaja en la construcción y hace dos meses que está sin empleo. “Acá se pararon casi todas las construcciones. A los manteros ya no los dejan vender. A los cartoneros les cierran los galpones y cada vez hay menos cartón en la calle. La gente está desesperada”, resume Mirta.

Las opciones para continuar la urbanización, explica Rocío, son renovar el convenio con el Ejército o actualizar el presupuesto. Pero desde el cambio de gestión a nivel nacional no tuvieron respuesta. “El último regalo de Cristina fue que cedió las tierras a la Secretaría de Hábitat y Vivienda (dependiente del Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda). El papel está en el expediente de Hábitat y no nos quieren recibir. Está en manos de ellos, pero es del barrio. La Secretaría tiene un presupuesto para todas las villas de emergencia que no está ejecutando”, detalla Rocío. Hace tiempo que agotaron las vías institucionales de reclamo. “Tenemos que ir todos. Nosotros ponemos la cara por los vecinos pero en estas situaciones tenemos que movilizar el barrio hasta la Secretaría -opina Mirta- para que vean que no somos invisibles”.

Actualizada 21/06/2016