Los Beatniks de acá

Los Beatniks de acá

Eran un grupo de escritores argentinos que, en los años ’60, no se consideraban como tales. Nunca alcanzaron la masividad, ni lo intentaron: los influenciaba la literatura confesional y autorreferencial de la Generación Beatnik estadounidense, pero quizás todavía más la bohemia porteña de esos años, aquella de los bares, la psicodelia, el jazz, el surgimiento del rock nacional. Néstor Sánchez, Ruy Rodríguez, Reynaldo Mariani, Sergio Mulet, Victoria Slavuski, Leandro Katz e Isidoro Laufer, algunos de ellos, eran poetas que cantaron al ocio y al amor libre desde la marginalidad, esquivando cualquier tipo de circuito comercial o intento de profesionalizar la escritura, con un espíritu juvenil que manifestaba su insatisfacción ante lo ofrecido por la ciudad y su sociedad de consumo. Por estos días puede verse en el Museo del Libro y de la Lengua la muestra Déjalo Beat – Insurgencia poética de los años ’60, un gran trabajo de recopilación de las creaciones literarias del Movimiento Beat argentino, que se nucleó particularmente en las revistas Opium y Sunda.

Esteban Bitesnik, curador.

“La muestra no busca compararlos con los beatniks norteamericanos, para mí no son comparables ni por el contexto en el que surgen ni por sus preocupaciones estéticas a la hora de la producción literaria «, duce Esteban Bitesnik, curador.

  “La idea fue hacer centro en la periferia -dice Esteban Bitesnik, curador de la muestra-. El proyecto surgió a partir del libro Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda, compilado por Federico Barea, de editorial Caja Negra. Luego, con el equipo de trabajo de la Biblioteca Nacional, nos dimos cuenta de que había bastante material sobre estos escritores. Empezamos a leer textos, a investigar, a hablar con los pocos que quedan vivos o con los que nos pudimos comunicar, como Ruy Rodríguez o Victoria Slavuski”. A pesar de que sus integrantes intentaron desligarse de toda etiqueta, lo que se conoció como el Movimiento Beat en Argentina tuvo su tiempo y ubicación geográfica: “Frecuentaban lo que se conoció como la Manzana Loca (calles Marcelo T. de Alvear, Alem, Córdoba y Maipú) –sitúa Bitesnik-. En torno a la Facultad de Filosofía y Letras, el Instituto Di Tella o el Bar Moderno, donde se juntaban periodistas, músicos, poetas y artistas de todo tipo a compartir experiencias y sus producciones artísticas”.

Puede leerse, en el Manifiesto del primer número de Opium: “Nos conocimos en revistas, en bares, en confusas reuniones a las tres de la mañana. Nos conocimos orinando juntos en baños donde leímos que Perón o Tarzán nos salvarían; nos miramos a los ojos y sonreímos: ninguno quería ser salvado…”  Explica Bitesnik que los integrantes del movimiento no eran escritores de profesión, y que ni siquiera tenían la idea de ser eso, escritores. “La mayoría de ellos tiene muy pocas cosas publicadas, algunos un solo libro –señala-. Algunos con el correr de los años se fueron reeditando, como pasó con Néstor Sánchez, quizás el que alcanzó mayor reconocimiento dentro del mundo literario, quien recibió elogios de Cortázar”.

La muestra es un gran trabajo de recopilación de las creaciones literarias del Movimiento Beat argentino, que se nucleó particularmente en las revistas Opium y Sunda.

Influenciados por la idea de la experimentación, el viaje, la trashumancia y los textos de los beatniks norteamericanos, Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William S. Burroughs, unieron vida y arte para crear  una literatura confesional, de ritmo vertiginoso, con la intención de transmitir imágenes y sensaciones. “La muestra no busca compararlos con los beatniks norteamericanos,  para mí no son comparables ni por el contexto en el que surgen ni por sus preocupaciones estéticas a la hora de la producción literaria –dice Bitesnik-. Los beatniks norteamericanos, además, tuvieron muchas más y variada difusión, y escribieron y publicaron mucho más”.

Un armonioso jazz recorre la Sala Roberto Arlt del Museo y se entrecorta por los agudos acordes de “Jugo de Tomate Frío”, la banda de sonido de  Tiro de gracia, la película argentina que retrata el espíritu de época y la insurgencia del rock nacional. En una pantalla se pasan fragmentos de este film, del cual Sergio Mulet fue guionista y actor. “La idea de la muestra es dar cuenta de lo que fue la década del ‘60, el contexto social y político de una época en la cual todo el tiempo estaban surgiendo cosas en el mundo del arte y la cultura –apunta el curador-. La importancia del Instituto Di Tella, de bandas como Manal o Los gatos o la aparición del semanario Primera Plana. Hay que tener en cuenta que estos autores se diferenciaron siempre de un fenómeno que les era contemporáneo, el Boom Latinoamericano.  Así como circulaba mucho la noción de cultura, también estaba la de contracultura”.

Ejemplar de la revista Opium.

Ejemplar de la revista Opium.

La muestra abrió al público el 22 de marzo y desde entonces se proyectaron películas y hubo charlas y lecturas, de las que participaron los protagonistas del Movimiento Beat argentino. Para el próximo viernes, 12 de mayo, tendrá lugar “Celebración Beat. La celebración de lo Roto”, una puesta en escena donde se enlaza la actuación con otras disciplinas artísticas. Y para el 26 de mayo se proyectara Opium. La argentina Beatnik, un documental del director Diego Arandojo, quien también dirá presente. “Estamos muy contentos, tuvimos buenas repercusiones –concluye Bitesnik-. Creo que captamos el espíritu de la época y de las personas que están representadas en la muestra. Muchos de ellos vinieron a verla, y quedaron muy contentos”.

Museo del Libro y de la Lengua. De martes a domingos, de 14 a 19. Hasta el 16 de julio. Entrada libre y gratuita.

“La idea de la muestra es dar cuenta de lo que fue la década del ‘60, el contexto social y político de una época en la cual todo el tiempo estaban surgiendo cosas en el mundo del arte y la cultura», comenta el curador.

 

Actualizada 09/05/2017

 

Cuando la fotografía es una celebración

Cuando la fotografía es una celebración

Actualizada 19/04/2017

“El caso de Vivian Maier es único en la historia de la fotografía”, dice el especialista Mario Gemin, investigador de lo que se denomina “arte outsider”, en el que esta fotógrafa estadounidense ha emergido como un emblema. Por estos días puede verse en Buenos Aires la muestra “Vivian Maier: The Street Photographer”, que reúne más de sesenta imágenes en blanco y negro en las que todas las facetas de la vida urbana son atrapadas por su ojo agudo e incansable, mientras trabajaba como niñera en Nueva York y Chicago.

La obra de Maier trascendió porque John Maloof, un joven agente inmobiliario, compró accidentalmente un baúl con sus negativos en una subasta. Luego de dos años se embarcó en la tarea de investigar lo que había encontrado y descubrió una obra fotográfica con una altísima calidad técnica y expresiva. Al poco tiempo supo que Maier había fallecido en el 2009 sola en Chicago y que todas sus pertenencias las tenía uno de los niños que ella cuidó. Maloof compró el resto de su producción -compuesta por 100.000 negativos, 700 rollos color y 2.000 blanco y negro sin revelar- y comenzó a ordenarla. “Sus imágenes son técnicamente impecables –dice Gemin-, y a eso se suma un interés profundo sobre la condición humana que está, casi siempre, en el centro de la escena. Ella desarrolló una mirada clásica de fotografía de época, y todo lo que rodea a sus fotos es importante”.

“Vivian Maier: The Street Photographer”, reúne más de sesenta imágenes en las que todas las facetas de la vida urbana son atrapadas por su ojo agudo e incansable, mientras trabajaba como niñera en Nueva York y Chicago.

 En su documental Finding Vivian Maier, Maloof relata el proceso de investigación y curaduría sobre el trabajo de la niñera. Allí aparecen todas sus cosas: ropa, zapatos, cuadernos, cartas. “Ella guardaba, rotulaba y archivaba desde notas periodísticas sobre crímenes, hasta folletos y facturas –destaca Gemin-. Esas son las características de una persona outsider: maniática, repetitiva, acumuladora. Su vida completa era interesante y radical. Todas las colecciones que tenía le dan a ella una característica de obsesiva compulsiva, además de ser muy prolífica: no podía dejar de fotografiar, iba más allá de su inspiración, e inteligentemente eligió una profesión para poder estar en la calle sacando fotos”. Sobre las características del género, Gemin explica: “Ningún fotógrafo considerado outsider hizo la ‘carrera artística’. No tienen una vocación de estudio, sino que generan una obra más allá de cualquier academicismo y pretensión de que se venda o cuide en un museo. Lo hacen porque sí”.

Gemin, además, problematiza sobre la edición del trabajo de Maier: “El punto de inflexión es si lo que estamos viendo es un capricho del editor, Maloof, o lo que le hubiera gustado a ella que se viera –señala-. Ese tema de debate está abierto y no se va a resolver”. Además, sugiere que “Vivian Maier debe tener una obra que no sale a la luz. El criterio es bastante comedido y Maloof lo hace desde la historia de la fotografía. La edición es una zona grisácea porque hay material que no estamos viendo”.

Maier desarrolló una mirada clásica de fotografía de época, y todo lo que rodea a sus fotos es importante.

 Las fotografías de Maier recorren la vida cotidiana con contundencia y brillantez. Sus imágenes muestran espontaneidad y vislumbra todo lo que sucede simultáneamente en la ciudad: niños llorando, mujeres posando para ser retratadas, mudanzas y personajes que la miran directo a la cara. Ella se acercó y fotografió interactivamente lo que llamaba su atención. Parte de su trabajo, y lo que a Gemin más le interesa, son sus autorretratos: “Fotografiarse era su especial acto amoroso, donde manifiesta la quintaesencia de su trabajo, lo más puro, lo más profundo, preservándose en la fotografía para dar testimonio de su propia vida, aun sabiendo que podía ir a parar a la basura –dice-. No le importaba. El acto de fotografiarse era una celebración”. Gemin señala una relación fetichista entre Maier y su cámara donde “lo importante era salir a sacar fotos”.

 Gemin es fotógrafo y diseñador gráfico. Además de investigar sobre los fotógrafos outsiders, integró grupos interdisciplinarios artísticos como “Libros para Nada” y “Negra40”. “Maier dejó fotografías hechas al azar, que pervivieron milagrosamente porque pasó algo, en este caso un remate –concluye-. Pero más allá de las generalidades que determinan el carácter de outsider, a fin de cuentas es un rótulo más. Lo importante es su obra, una obra que se abrió camino por sí misma”.

La muestra se puede ver hasta el 11 de junio en FoLa, Godoy Cruz 2626,  Distrito Arcos, de lunes a domingos de 12 a 20 horas (miércoles cerrado).

Actualizado 19/04/2017

Los elegidos de Santoro

Los elegidos de Santoro

La palabra real puede significar muchas cosas, pero esta vez es el nombre de una muestra que combina la obra de tres artistas plásticos: Bettina Bauer, Cinthia Rched y Federico Juan Rubi. “Real 3: tres pintorxs en la emergencia de lo real” fue curada por Daniel Santoro y se puede visitar de manera gratuita en la Biblioteca del Congreso (Alsina 1835) hasta fin de año.

“Con Cinthia lo conocimos a Santoro en un workshop que dió en la Cárcova. Al tiempo de haber terminado el curso, nos escribió para proponernos ser parte de esta muestra porque la Biblioteca del Congreso lo había convocado para presentar a algunos pintores que eligiera”, contó Bauer. En el caso de Rubi, Santoro fue a una de sus muestras y lo convocó para formar parte del proyecto. Cada uno hizo una selección de sus obras y se las mostró a al artista-ícono del peronismo, quien editó el material.

Hoy las pinturas, grandes, medianas y pequeñas, cuelgan en el descanso de la escalera de la planta baja de la Biblioteca y llevan al visitante hasta el subsuelo. La producción de los tres se intercala y, si bien cada uno tiene su estilo particular, la disposición es armoniosa. “Nosotros, por más que sea en imágenes diferentes, usamos un lenguaje parecido que tiene que ver con la composición, con ciertas elementos del lenguaje que tiene que saber un pintor. Me parece que eso es lo que rescató Santoro,  cómo estos pintores, como se ha hecho a lo largo de la historia del arte, representan ciertas cosas de sus realidades o de la realidad, o de lo real cada uno con sus particularidades”, opinó Rched.

Nacida en Resistencia, Chaco, Cinthia vino a Buenos Aires a los doce años para tratar una enfermedad que comprometía su crecimiento óseo. Y algunas de esas estadías en el hospital quedaron plasmadas en oscuros y poderosos autorretratos, al mejor estilo Frida Khalo. “Yo pinto mi vida, todo lo que me rodea, y eso también es parte de mi vida. Tanto el dolor como la felicidad. A mí me parece que saco mi veta más expresiva con esos trabajos que con otros. He intentado hacer retratos de otras personas y no me salen con tanta fuerza”. Estos cuadros están basados en fotografías que le sacaron su madre o sus amigos durante las internaciones.

Federico Juan Rubi

Federico Juan Rubi

Otros óleos de la autora muestran diversos momentos de su vida: paisajes, vistas de la ciudad, el cumpleaños de una amiga y Chicha, la perra del pintor con quien Cinthia comparte estudio en Belgrano. “A ella la pinté en vivo. Le tiro unos almohadones y se queda ahí tranquila”. Al no usar paleta, la parte inferior de las imágenes funciona como el espacio donde mezcla los colores y esto queda enmarcado, formando parte de la pintura.

Cinthia conoció a Bettina Bauer en un círculo de pintores y se hicieron amigas. La serie que presenta en “Real 3” muestra espacios y personas del Colegio Hipólito Vieytes, uno de los establecimientos donde da clases. Se ven la fachada de la escuela, sus pasillos, alumnos, el busto de Sarmiento y, gracias a una puerta entreabierta, un docente que mira desde su escritorio. “Son bastante realistas porque me gusta lo que hay, cómo está. No quería generar cambios en algo que me gusta así como lo veo. Lo que muestran es más que nada mi sensación de esos espacios”, dijo Bauer y agregó: “Los docentes de esta escuela tienen veinte años trabajando ahí adentro y lo que tiene de poderoso es que hay algo del espacio público que te alberga y cada uno ahí fabrica como una especie de micromundo. Me parece que eso lo rico”.

Bettina le pidió permiso a los docentes para ser fotografiados y, luego, usar esas imágenes para plasmarlas con óleo sobre papel. “La pintura trata de eso que me pasa a mí con lugares o con gente. Más que ponerlo en palabras me gustaría que eso se viera reflejado en la pintura, que cada uno encuentre esa sensación”.

A Federico también le cuesta expresar en palabras qué le genera aquello que pinta y le da vía libre a la interpretación del espectador. “Con este conjunto de pinturas laburé bastante con preguntas que le hice a la pintura como medio”. Durante un tiempo, Rubi cambió el pincel por la cámara de fotos. Al volver a pintar, quiso evitar dibujar al máximo y, en las obras que expone en esta muestra, eligió proyectar fotografías sobre la tela, trazar líneas básicas y luego pintar. “Para mí ahí había una pregunta muy importante como pintor que es: ¿Hacía falta que yo pintara? Porque yo podría haber expuesto, no sé si acá, pero en otro lado, las fotos. A medida que iba pintando, en cada elección de color, en cada pincelada, en cada cambio dentro de la composición está la pregunta de por qué estoy haciendo esto”.

Sus inmensos cuadros plasman sacos prolijamente colgados en un placard, un piano cubierto, un mingitorio, entre otras cosas. En el caso de la muestra, Federico opina que “lo real” es una forma de agrupar tres formas de trabajar la pintura, con ciertas similitudes. “Nosotros trabajamos con ciertos estímulos visuales, pero no trabajamos con la realidad, no hay realidad. Para mí lo interesante es que el pintor viene a poner en duda, a preguntarse sobre eso que normalmente se llama “real” o “la realidad”, que son un conjunto de convenciones sociales. Nosotros renovamos algo de esa mirada hacia afuera, eso es un trabajo artístico, es un punto de vista único y nadie más lo puede hacer”.

 

Actualizado 20/12/2016

Oscar Pintor, de la emoción al vuelo

Oscar Pintor, de la emoción al vuelo

Durante diez años estuvo alejado de la fotografía y una inundación en su casa, que afectó parte de su archivo en negativos, le despertó nuevamente el interés por sus imágenes. Oscar Pintor, miembro del Núcleo de Autores Fotográficos y referente dentro de su generación, dice ser «un fotógrafo que nunca se la jugó».

Discípulo de Humberto Rivas y ganador de premios Petrobras, Konex y Salón Nacional en 1985, Pintor creó y dirigió FotoEspacio, la galería del Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires. Sus trabajos hoy forman parte de patrimonios culturales en Argentina,  España, Bélgica, Francia y Estados Unidos. Y hasta el domingo 11 de septiembre puede verse, en la Fototeca Latinoamericana, la retrospectiva Pintor Inédito B&N, curada por Julieta Escardó y Marcos Zimmermann. Junto a la muestra, este sanjuanino nacido en 1941 presentó Pintor fotógrafo, el libro que repasa toda su obra en blanco y negro.

En las imágenes de Pintor se advierte un mismo clima que se sostiene en toda su obra. Escenas precisas llenas de espontaneidad selladas con calma. Cada recorte tiene una función individual y en él, el tiempo, silencioso y cálido, transcurre más lentamente. Cada encuadre es parte de un mismo relato que, al mismo tiempo, tiene una historia entera dentro de sí. Cada imagen de 6×6 insinúa la presencia de alguien que observa serena y minuciosamente.

Puerta y ventana. San Luis, 1984.

 

Pintor, reconocido como figura en la fotografía, un día dejó de sentir ese no sé qué y colgó la cámara. Ahora, despreocupado de las exigencias del mercado, disfruta de volver a encontrarse con su propia mirada y reflexiona sobre su actitud frente a la fotografía, que fue «más de esperar que de ir y mostrar». Dice Pintor: “La fotografía es encuadrar la realidad y encuadrarla la transforma en otra cosa, en algo mágico. Hay algo más que no sé qué es pero me emociona, me hace volar».

¿Qué tiene que tener una foto para que la elijas? ¿Sos muy exigente?
Sí, era muy exigente. Ahora también, de alguna forma eso no se pierde. Me entusiasmó empezar a revisar el archivo y rescatar fotos que yo había rechazado por autocrítico. Por otro lado, algunas me parecía que estaban bárbaras pero ahora las veo y nada. Es difícil. A veces hacés fotos que te gustan y después te das cuenta de que son insustanciales, y otras que nunca les di bola, las muestro y todo el mundo: “¡Ay wow!”  Y digo: «Bueno, si a todos les gusta algo debe tener». Pero es difícil la autocrítica, decir “esto sí», “esto no».   

Vaca en la selva. Jujuy, 1994.


¿Cuando llegaste de San Juan a Buenos Aires empezaste a fotografiar de otra forma?
No, porque no me consideraba fotógrafo en ese momento. Yo hacía fotos. No sabía lo que era la fotografía de autor. Veía fotos en revistas, ni siquiera sabía que había libros. Estaba tan alejado del ambiente que hacía fotos sólo porque me gustaba el simple hecho de hacerlas y revelarlas.

¿Cambió mucho tu forma de ver la fotografía con el tiempo?
No, pero lo que confieso es que estoy totalmente desorientado con la fotografía. No sé para dónde va, ni qué es, ni qué significa hoy. Cambio tanto y hay tanta imagen dando vueltas que es muy difícil. Estuve diez años sin hacer fotografía porque me parecía que todo lo que quería hacer o podía hacer ya lo había hecho. Me empecé a trabar hasta que dije «basta». Volví a la fotografía con las series de la inundación, que no tienen nada que ver con mis fotos.

La Fortaleza, Uruguay, 1988.

La Fortaleza, Uruguay, 1988.



¿Pensás en qué dicen tus fotos, de qué hablan?  
Trabajé siempre con el momento, con el instante. Ver la imagen y encontrar un encuadre que me dijera algo más de lo que estaba viendo. Así es como trabajo en general. Siempre me interesaron los interiores, los climas, la luz.

¿Sabés qué es lo que le gusta a la gente de tus fotos?
No, pero creo que en algún punto la gente se emociona. El valor que puede tener una imagen es que le emocione a alguien. Hay trabajos, cosas que son perfectas y fantásticas, pero no funcionan. Tipos que hacen cosas muy bonitas y lindas pero se quedan en eso. El tema de las segundas lecturas siempre me interesó y a lo mejor es eso lo que tienen mis fotos, que te enganchan para volar un poco.

Bombacha 1. Buenos Aires, 1993.

Bombacha 1. Buenos Aires, 1993.


¿Cómo fue tu vínculo con Humberto Rivas?
Yo hacía fotografía desde los 18 años porque me servía para mi trabajo como diseñador. No había descubierto lo que era realmente la fotografía de autor. Conocí a Juan Travnik, a Sara Facio y a Humberto Rivas -que desgraciadamente se fue antes de que llegaran los milicos- a través de la fotografía publicitaria, porque había hecho algunos trabajos con él como fotógrafo. Empecé a ver sus fotografías y él para mí fue un maestro. Me movilizó muchísimo y me llevó a trabajar. Cuando me pongo a ver y analizar mi fotografía encuentro partes bastante influenciadas por él. Lo conocí más en mis viajes a Europa porque él vivía allá y cuando él venía acá nos veíamos e intercambiábamos fotos. Yo tenía una admiración hacia él también como persona, era un tipo muy generoso para brindarse.

¿Hay autores nuevos que te gusten?
Sí, hay muchos que están trabajando bien. Creo que a los autores hay que verlos con un poco más de perspectiva y de tiempo. La fotografía es un poco exitista. Hay gente que trabaja un año y chau. Pocos siguen consecuentemente produciendo. De golpe ves tipos muy interesantes, pero hay que ver si siguen. Cualquiera hace una foto. El tema es quién tiene una mirada consecuente en el tiempo. En el Buenos Aires Photo ves miles de imágenes y no son muchos los que siguen y empiezan a tener una obra fuerte.

¿Sentís que te faltó hacer alguna foto?
A la distancia, ahora que las veo -porque las tuve que plasmar en un libro- en general con la mayoría estoy conforme. No es que sean gran cosa pero tampoco pretendo ser «el” fotógrafo. Pero sí me conformo, sino no lo haría. Algunas me gustan mucho. Pero yo siempre digo que si te tengo que elegir fotos que realmente valen la pena, son diez. Tengo ciento cincuenta en el libro pero si me dijeran «tenés que elegir cuales pueden quedar», no creo que sean más.  

Pintor Inédito B&N puede verse hasta el 11 de septiembre en la Fototeca Latinoamericana, Godoy Cruz 2626. www.fola.com.ar

 

Fotos para llevar

Fotos para llevar

Hay apenas un centímetro de diferencia entre el tamaño estándar de una foto impresa y los libros de la Colección Pequeño Formato que presentó, por tercer año consecutivo, la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina (ARGRA). Los nuevos ejemplares de 11 x 15 cm que salieron a luz el último sábado en el Palais de Glace son La vaca atada, de Santiago Hafford; Retratos, de Eduardo Grossman; y Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda, con fotos de Mariano Espinosa, Pepe Mateos, Martín Lucesole, Sergio Kowalewski, y prólogo de Claudio Mardones. “El tamaño fue resultado de la posibilidad”, contó Diego Sandstede, coordinador del proyecto. Cada año, ARGRA edita un Anuario correspondiente a la Muestra de Fotoperiodismo que recoge las imágenes más representativas del período anterior. “Del pliego de tapa del Anuario sobraba papel con el que podíamos imprimir las tapas de los libritos, y así empezamos”, detalló Sandstede. El anhelo de publicar los trabajos fotográficos de los reporteros encontró, así, la oportunidad de concretarse.

La serie comenzó a gestarse en 2012 como una necesidad de dar a conocer la labor de recuperación del archivo fotográfico de la revista Veintiuno, que alguien rescató de la basura. “Cada vez que contábamos sobre ese proyecto, cada vez que salía una nota, algo se movía, se sumaban voluntarios o conectábamos con algún actor que ayudaba a que fluyera el trabajo. Así fue que pensamos en hacer un librito”, recordó Sandstede. Y explicó que la intención es presentar cada año tres líneas de trabajo como parte de la Colección Pequeño Formato. La primera consiste en dedicar un libro al ganador del concurso de los socios de ARGRA y difundir, de este modo, sus producciones. El segundo objetivo es homenajear a un referente del fotoperiodismo y poner en valor su trayectoria. Y, por último, destacar la importancia de los archivos fotográficos a partir del rescate del patrimonio que guarda la Fototeca de ARGRA, integrado principalmente por material de las muestras de fotoperiodismo argentino que organiza la asociación desde 1981. En la Fototeca, además, se pueden consultar registros de los acontecimientos más importantes ocurridos en nuestro país en los últimos 50 años.

“Es una colección que uno desea que no se termine nunca, que haya cientos de estos libritos que puedan llevarse en el colectivo, hojearlos, comprarlos por poco dinero. Los libros de arte suelen ser extremadamente caros y son unos mamotretos imposibles de manipular”, reflexionó Eduardo Grossman a propósito de su libro.

Los nuevos ejemplares de 11 x 15 cm que salieron a luz el último sábado en el Palais de Glace.

Premio: La vaca atada, de Santiago Hafford

Santiago Hafford es reportero gráfico desde sus veinte años, es decir, desde hace veintidós años. Cuando tenía ocho, todavía vivía en Comodoro Rivadavia y coleccionaba caricaturas e historietas de los diarios mientras Argentina sufría la Guerra de Malvinas. “Las fotografías de soldados embarrados con la mirada perdida me quedaron grabadas –cuenta en el prólogo–. Esas imágenes de la vida política mezcladas con esas otras de la realidad caricaturizada son el prisma desde donde miro el paisaje social siempre cambiante de nuestro país”.

Con sus fotos, que se valen del humor y la ironía para poner en primer plano las contradicciones cotidianas de “la argentinidad” y de la historia reciente, Hafford ganó el Premio Pequeño Formato, el concurso que busca difundir la labor de los socios de ARGRA. “Es un recorte de un trabajo más amplio en distintos países de Latinoamérica. En este caso, La vaca atada son sólo fotos hechas acá en Argentina, en el conurbano y en el interior del país”, resumió. Y destacó la decisión de la Asociación de ofrecer estos libros a un precio económico para que puedan circular fácilmente: “Si a uno le gusta, agarra la billetera y se lo lleva, a diferencia de otros libros de fotografía que cuestan mucha plata”.

Homenaje: Retratos, de Eduardo Grossman

“Este pequeño libro es hermoso”, dijo Eduardo Grossman mientras señalaba el ejemplar que lleva su nombre y sus fotos: una selección de su serie de retratos, que se suceden en blanco y negro y sin ningún tipo de orden. Sólo están, aparecen, se mezclan. Y desafían los límites del formato chico en que fueron impresos. Las manos de Borges en 1974. Las manos de Pappo en 1993. El tiempo ha pasado, es ingenuo advertirlo. Pero a los retratos de Grossman los envuelve un halo de atemporalidad. Arturo Illia llena un vaso con agua. Atahualpa Yupanqui abraza su guitarra. Los ojos de Goyeneche sonríen rodeados de fotos y muñecas. Gasalla juega con los rayos de sol que entran por la persiana. Federico Moura, con lentes oscuros, admira al día que se le escapa del otro lado del vidrio. “No es más que una ilusión pero en la fotografía es tan fuerte que creemos que capturamos el tiempo y efectivamente cuando vemos una foto creemos que no es una foto, que no son sales de plata o tinta sobre un papel, sino que es un hecho concreto que sucedió”, observó Grossman.

El libro editado por ARGRA es el primero de este fotógrafo, quien, durante sus más de cuarenta años de trayectoria, trabajó para la Editorial Perfil, para los diarios Noticias y Clarín, y para las revistas El Periodista, Humor Registrado y Ñ, entre otros medios gráficos. En el 2009 se retiró del fotoperiodismo para dedicarse a exponer y fotografiar series por el puro placer de conectar el corazón y el obturador: “No hay una mera decisión racional en el momento de sacar una foto. Es nuestro dedo conectado con nuestro ojo, conectado con un aparato y conectado con nuestro corazón”, definió.

Claudio Mardones, Santiago Hafford, Eduardo Grossman, Diego Sandstede y Pepe Mateos en la presentación de la colección en el Palais de Glace.

Claudio Mardones, Santiago Hafford, Eduardo Grossman, Diego Sandstede y Pepe Mateos en la presentación de la colección en el Palais de Glace.

Archivo: Kosteki y Santillán-Masacre de Avellaneda

Pasar las páginas de Kosteki y Santillán es angustiante, es tener en las manos un documento de la brutalidad. La última foto muestra el gorro de lana y la sangre arrastrada. Darío y Maxi ya no respiran. Los policías festejan una hazaña: a Darío le dispararon por la espalda mientras intentaba ayudar a Maxi, que agonizaba en el hall de la Estación de Avellaneda. Los cartuchos son rojos, las balas son de plomo. Sin embargo, si volvemos a las primeras páginas, Darío y Maxi están marchando, igual que la multitud de piqueteros que aquel 26 de junio de 2002 cortaron los principales accesos a la Ciudad de Buenos Aires para reclamar el pago de planes sociales; aumentos en los subsidios de desempleo; insumos para centros barriales; el desprocesamiento de los luchadores sociales y el fin de la represión.

“Este librito es muy doloroso porque encierra concretamente los momentos más amargos de lo que se llamó la Masacre de Avellaneda”, señaló Claudio Mardones, el periodista que aporta un detallado contexto político y social en el prólogo del libro. La producción reúne cronológicamente las imágenes tomadas por los fotógrafos Mariano Espinosa, José Pepe Mateos, Martín Lucesole y Sergio Kowalewski durante la represión policial en Puente Pueyrredón. Este registro –junto al trabajo de fotógrafos de medios alternativos y camarógrafos de televisión– evidenció la planificación del operativo represivo, precipitó el llamado a elecciones que pondría fin a la presidencia interina de Eduardo Duhalde, y fue clave para reconstruir ante la justicia los hechos que culminaron en los asesinatos con balas policiales de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, ambos militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón.

En 2003, la Universidad Nacional de La Plata otorgó a Pepe Mateos el premio “Rodolfo Walsh” a la Labor Periodística por su cobertura de la Masacre de Avellaneda para el diario Clarín. “Sabemos lo que pasó cronológicamente, los hechos, todo, pero lo que nos pasó internamente a veces cuesta un poco más entenderlo –analizó Mateos–.  Lo he pensado muchas veces durante mucho tiempo. Quedamos envueltos dentro de una especie de espiral violento: sucedía lo que estábamos viendo y, a la vez, lo que estábamos pensando sobre lo que estábamos viendo. Y, paralelamente, no podíamos creer que estuviera sucediendo. No podía creer que Maximiliano estuviera muerto tirado en el piso de la estación. No podía creer que ese cuerpo que llevaban sangrando, el de Darío, era una persona que estuviera muriendo. Es algo muy extraño porque si uno piensa en la gravedad de lo que está sucediendo baja la cámara y toma otro tipo de reacción”.

Mariano Espinosa, por su parte, recibió el premio TEA por la secuencia tomada para la agencia INFOSIC. Seis meses antes, Espinosa había registrado también los acontecimientos de diciembre de 2001. “Después de diciembre y lo de Avellaneda, a la noche llegué a casa y me puse a llorar”, contó.

Mardones señaló que el rescate de este archivo permite valorar la tarea de los fotoperiodistas que pusieron el cuerpo para seguir de cerca la violencia institucional. Pero alertó sobre un proceso de “amnesia colectiva” que, a catorce años de los hechos, pone en peligro la memoria y el reclamo de justicia: “El esfuerzo que tenemos que hacer es rebelarnos ante la amnesia colectiva y poder comprender claramente que a partir de las fotos que ARGRA rescata en estos libros nos encontramos con un cachetazo muy duro, un documento muy doloroso. Pero ese dolor tiene que ser no solamente para hacer memoria sino también para reclamar justicia y para impedir que en la narrativa de estos tiempos nuestros compañeros sigan ausentes”.

 

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La Colección Pequeño Formato se completa con 19 y 20. Diez años. Fotoperiodismo en la calle; Archivo 21. Recuperación y puesta en valor; Fotografías, de Pablo Zuccheri; El diario, de Daniel Ramón Baca; Fotografías, de Carlos Bosch; y Archivos Incompletos. Todos los libros editados por ARGRA se pueden comprar online en www.argra.org.ar y en librerías especializadas. Además, están disponibles para consulta pública en la Biblioteca Nacional; en las bibliotecas de la Universidad Nacional de Quilmes y de la Universidad Nacional de La Plata; y en las bibliotecas del CDF en Montevideo, del Centro de la Imagen en México DF y del ICP en Nueva York.

 

Actualizada 10/08/2016