Cuando la fotografía es una celebración

Cuando la fotografía es una celebración

Actualizada 19/04/2017

“El caso de Vivian Maier es único en la historia de la fotografía”, dice el especialista Mario Gemin, investigador de lo que se denomina “arte outsider”, en el que esta fotógrafa estadounidense ha emergido como un emblema. Por estos días puede verse en Buenos Aires la muestra “Vivian Maier: The Street Photographer”, que reúne más de sesenta imágenes en blanco y negro en las que todas las facetas de la vida urbana son atrapadas por su ojo agudo e incansable, mientras trabajaba como niñera en Nueva York y Chicago.

La obra de Maier trascendió porque John Maloof, un joven agente inmobiliario, compró accidentalmente un baúl con sus negativos en una subasta. Luego de dos años se embarcó en la tarea de investigar lo que había encontrado y descubrió una obra fotográfica con una altísima calidad técnica y expresiva. Al poco tiempo supo que Maier había fallecido en el 2009 sola en Chicago y que todas sus pertenencias las tenía uno de los niños que ella cuidó. Maloof compró el resto de su producción -compuesta por 100.000 negativos, 700 rollos color y 2.000 blanco y negro sin revelar- y comenzó a ordenarla. “Sus imágenes son técnicamente impecables –dice Gemin-, y a eso se suma un interés profundo sobre la condición humana que está, casi siempre, en el centro de la escena. Ella desarrolló una mirada clásica de fotografía de época, y todo lo que rodea a sus fotos es importante”.

“Vivian Maier: The Street Photographer”, reúne más de sesenta imágenes en las que todas las facetas de la vida urbana son atrapadas por su ojo agudo e incansable, mientras trabajaba como niñera en Nueva York y Chicago.

 En su documental Finding Vivian Maier, Maloof relata el proceso de investigación y curaduría sobre el trabajo de la niñera. Allí aparecen todas sus cosas: ropa, zapatos, cuadernos, cartas. “Ella guardaba, rotulaba y archivaba desde notas periodísticas sobre crímenes, hasta folletos y facturas –destaca Gemin-. Esas son las características de una persona outsider: maniática, repetitiva, acumuladora. Su vida completa era interesante y radical. Todas las colecciones que tenía le dan a ella una característica de obsesiva compulsiva, además de ser muy prolífica: no podía dejar de fotografiar, iba más allá de su inspiración, e inteligentemente eligió una profesión para poder estar en la calle sacando fotos”. Sobre las características del género, Gemin explica: “Ningún fotógrafo considerado outsider hizo la ‘carrera artística’. No tienen una vocación de estudio, sino que generan una obra más allá de cualquier academicismo y pretensión de que se venda o cuide en un museo. Lo hacen porque sí”.

Gemin, además, problematiza sobre la edición del trabajo de Maier: “El punto de inflexión es si lo que estamos viendo es un capricho del editor, Maloof, o lo que le hubiera gustado a ella que se viera –señala-. Ese tema de debate está abierto y no se va a resolver”. Además, sugiere que “Vivian Maier debe tener una obra que no sale a la luz. El criterio es bastante comedido y Maloof lo hace desde la historia de la fotografía. La edición es una zona grisácea porque hay material que no estamos viendo”.

Maier desarrolló una mirada clásica de fotografía de época, y todo lo que rodea a sus fotos es importante.

 Las fotografías de Maier recorren la vida cotidiana con contundencia y brillantez. Sus imágenes muestran espontaneidad y vislumbra todo lo que sucede simultáneamente en la ciudad: niños llorando, mujeres posando para ser retratadas, mudanzas y personajes que la miran directo a la cara. Ella se acercó y fotografió interactivamente lo que llamaba su atención. Parte de su trabajo, y lo que a Gemin más le interesa, son sus autorretratos: “Fotografiarse era su especial acto amoroso, donde manifiesta la quintaesencia de su trabajo, lo más puro, lo más profundo, preservándose en la fotografía para dar testimonio de su propia vida, aun sabiendo que podía ir a parar a la basura –dice-. No le importaba. El acto de fotografiarse era una celebración”. Gemin señala una relación fetichista entre Maier y su cámara donde “lo importante era salir a sacar fotos”.

 Gemin es fotógrafo y diseñador gráfico. Además de investigar sobre los fotógrafos outsiders, integró grupos interdisciplinarios artísticos como “Libros para Nada” y “Negra40”. “Maier dejó fotografías hechas al azar, que pervivieron milagrosamente porque pasó algo, en este caso un remate –concluye-. Pero más allá de las generalidades que determinan el carácter de outsider, a fin de cuentas es un rótulo más. Lo importante es su obra, una obra que se abrió camino por sí misma”.

La muestra se puede ver hasta el 11 de junio en FoLa, Godoy Cruz 2626,  Distrito Arcos, de lunes a domingos de 12 a 20 horas (miércoles cerrado).

Actualizado 19/04/2017

“Una de las experiencias más fuertes de mi vida”

“Una de las experiencias más fuertes de mi vida”

Eduardo Gil comenzó a fotografiar de manera autodidacta y continuó su carrera atravesando el momento en el que, en Argentina, la fotografía empezaba a legitimarse como arte. Fue miembro del Núcleo de Autores Fotográficos y dirigió la galería Foto Espacio dentro del Centro Cultural Recoleta. Años después creó la Fotogalería Permanente del Museo de Artes Plásticas de Chivilcoy y su obra hoy es reconocida a nivel nacional e internacional.

La muestra “El Borda”, que puede verse por estos días en el Museo de Arte y Memoria de La Plata, está integrada por veinte fotografías blanco y negro -que expone juntas, por primera vez-, seleccionadas entre un material donde había “imágenes de personas en las situaciones más degradantes que uno pueda imaginar”, y que, dice, se niega a exhibir. Gil documentó de manera frontal los rostros, miradas y conductas de los internos del Borda entre los años 1982 y 1984, a quienes describe hoy como “personas necesitadas de afecto”. En sus imágenes se pueden ver hombres con personalidad, fuertes y, a veces, alegres. Con el acento en lo humano, Gil muestra El Borda dejando de lado las estigmatizaciones. Además de retratar, en aquellos años dio allí un taller de experimentación fotográfica que inspiró las clases que dicta en su estudio hasta la actualidad.

Otro trabajo que potenció su obra fue el registro de “El Siluetazo”, el 21 de septiembre de 1983, en vísperas de la recuperación del sistema democrático. Esta acción colectiva fue liderada por los artistas Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores, quienes convocaron a los ciudadanos a llenar la Plaza de Mayo con siluetas a escala real pintadas sobre papel en representación de los desaparecidos en dictadura, una forma de exigir verdad y justicia. Gil cuenta que este trabajo significó “una marca importante”. “Fue un momento de mucho estudio y tenía mucha conciencia de lo que fotografiaba”, agrega. Se recuerda a sí mismo en aquella época, con 35 años, como “una máquina de discutir”. Le parecía que “no todo estaba cerrado”, dice, respecto de la fotografía. Después de haber fotografiado el Borda, “El Siluetazo” y distintos lugares de Latinoamérica comenzó su carrera como curador en el 1986 con la muestra “Fotógrafos Argentinos” en el Museo de Arte Contemporáneo de Curitiba, Brasil. 

Sobre la locura y su primera aproximación al tema señala que le interesó “desde el punto de vista personal, psicológico y también desde una perspectiva social”. Agrega que le parece “apasionante y peligrosa” porque “cuando vos tratas con la locura: ¿quién te dice qué tan loco sos?”  Sobre lo exótico que puede resultar un neurosiquiátrico a la hora de fotografiar opina: “Como crítica a los colegas, siempre hablo del ‘turismo a los infiernos’, ya sea en una villa o con mendigos en la calle. Yo no solo no hice eso, sino que, además, soy muy crítico porque esa actitud refuerza la idea de “el loco”.

¿Cómo te acercaste al Borda?

Venía de la carrera de Sociología y me interesaba la locura desde el punto de vista personal y desde la institución manicomial, con lo que significa en la sociedad. En ese momento daba clases en Cine Club Buenos Ayres. Era un lugar de resistencia a la dictadura donde se pasaba, por ejemplo, “La Naranja Mecánica”. Un día me enteré que hacían proyecciones en lugares no tradicionales como el Borda y acompañé a la gente que iba. Hubo una proyección y una especie de debate después. Quedé fascinado por lo que pasaba, lo que se decía, las ideas, la locura que circulaba. Ese mismo día le propuse a José Grandinetti -director del Club Martín Fierro- hacer un taller. Ahí arranqué a dar clase de manera muy experimental apoyado por psicólogos y terapeutas que contenían.

¿Cómo fue dar clase y fotografiar allí?

Fue una de las experiencias más fuertes de mi vida. Lo difícil era la continuidad con los internos. Además, en invierno hacía mucho frío y en verano los olores corporales y del ambiente dificultaban la situación. Los talleres de estética fotográfica (T.E.F) que doy desde el 1983 (en su estudio en Buenos Aires) se inspiraron en lo que sucedió en el Borda. La experiencia era con imágenes que yo llevaba dentro de un sobre donde ponía pedazos de fotos que quedaban u otras que salían mal. Cada uno de los internos sacaba una imagen y a partir de eso se trabajaba asociando. Las cosas que pasaban no se parecían a lo que hoy sucede en los talleres que doy donde se discute la composición o el punctum. Cuando una foto desagradaba se rompía y cuando gustaba se la llevaban o la besaban. Una situación con una polenta conmovedora.

Cuando armaste esta muestra, ¿reflexionaste sobre el tema y lo que pasa hoy?

Sí, desde hace muchos años que no pienso mi obra solo en términos visuales. El Borda es una mezcla de gente mayor con adolescentes, psicóticos, alcohólicos y drogadictos, donde hay una locura institucional; si llegara ahí alguien con algún disturbio leve, o se adapta a esa locura institucional, o sucumbe.  No existe la palabra como medio de recepción. Se recurre al aislamiento y la medicación. Esto es muy representativo del momento actual, donde el que no responde las normas esperables desde el discurso es el anómico. Esto es perverso porque se te dice -no explícitamente- qué debes hacer porque si no lo haces estás loco -cuando se dicen cosas que no se corresponden con la realidad-. La forma en que se aborda la locura me parece muy simbólica de la forma en la que estamos viviendo.

La muestra “El Borda”, está integrada por veinte fotografías blanco y negro -que expone juntas, por primera vez-, seleccionadas entre un material donde había “imágenes de personas en las situaciones más degradantes que uno pueda imaginar”, dice Eduardo Gil, retratado en en esta foto.

* La muestra se puede visitar en el Museo de Arte y Memoria de La Plata hasta el 30 de noviembre. 

Actualizado 15/11/2016

 

Memoria del fuego

Memoria del fuego

Mientras de fondo suena una pieza del clarinetista Richard Stoltzman, el aula magna “Felipe Boero” del Colegio Mariano Acosta, dispone una pequeña mesa alargada vestida con un mantel blanco y con un arreglo floral en su centro. La voz que da inicio a la charla que presenta la muestra fotográfica “Memoria en llamas” es la de Amanda Toubes, una mujer de más de 80 años, bajita, de cabello corto canoso, mirada cálida y sonrisa pícara. A simple vista, nadie imaginaría que ella fue la primera delegada mujer de la FUBA (Federación Universitaria de Buenos Aires) o que formó parte de un grupo de educadores populares de vanguardia en los años sesenta. Y es lógico, de Amanda falta decir muchas cosas más. A su lado, se ubicó, Alejo Moñino, de quién, por ahora, diremos que es, simplemente, el curador de la muestra que se exhibe en la escuela Mariano Acosta, que estará abierta a todo el público el próximo sábado 29, durante La Noche de los Museos. También acompañan la rectora de la institución, Raquel Papalardo, y la Presidenta de la Asociación Cooperadora, Silvina Hermosa.

Pero antes de seguir la crónica, ¿quién es Amanda Toubes? Maestra y luego docente universitaria, reconocida por su extensa carrera como educadora popular y miembro del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la UBA. Hasta 1994 fue directora editorial de varias colecciones del CEAL (Centro Editor de América Latina), la editorial dirigida por el mítico Boris Spivacow, que funcionó desde 1966, luego de que debiera abandonar su otra gran creación: Eudeba.

 

Las muestra «Memoria en llamas» es una obra que documenta el día que la dictadura ordenó quemar un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina.

Ahora sí: “Yo no sé por dónde comenzar”, arranca Amanda, “le voy a preguntar a Alejo, que es el responsable de que esté hoy en este lugar”. Lo dice un poco en chiste, pero también es realidad. Desde hace un año y medio, Amanda Toubes encara junto al periodista y documentalista Alejo Moñino un proyecto fotográfico itinerante y multiplicado, que ilustra y documenta el día en que la última dictadura cívico militar, imitando las prácticas nazis, pretendió destruir el saber y la cultura haciendo arder, en un baldío de Sarandí, 24 toneladas de libros que, según decían los represores, “atentaban contra la Constitución Nacional”.

Alejo presenta sus dos micro-documentales y la muestra de fotos, como productos de la casualidad, la misma que lo convirtió en el curador. Habiéndose criado en Wilde, partido de Avellaneda, conocía de oído la historia de la quema de libros. Pero recién hace un año y medio decidió pasar del modo google, a investigar sobre qué había pasado verdaderamente, con fuentes propias. Sus primeras preguntas rondaron ante la rareza de que hubiera fotos, aunque pocas, sobre un hecho represivo y que se supiera la cantidad exacta de los libros quemados: 24 toneladas. Más tarde Moñino se enteraría de que estas precisiones estaban detalladas en el expediente de la causa, porque la quema de los libros del CEAL no fue entre gallos y medianoche, fue a plena luz del día, por orden judicial.

Así se acercó a la Municipalidad de Avellaneda, con la idea de hacer algo conmemorativo, con motivo del 35° aniversario. “La recepción”, dice Moñino, “fue buena”. Entonces, conformó un grupo de trabajo, que comenzó contactando a las bibliotecas populares y conoció al Grupo Editorial La Grieta, de La Plata, que en 2013 había organizado un acto simbólico por los 33 años de la quema, en el baldío de Sarandí.

Lo primero que surgió, antes de conocer a Amanda, fue grabar un primer micro-documental, con la voz de Mempo Giardinelli, citando fragmentos de una nota que había escrito en 2013 en Página 12, cuando se cumplían los 33 años de la quema. Su hablar, casi teatral, adentra al espectador en la dictadura y en lo que significó la editorial CEAL por esos años: “Era una de las más importantes casas editoras de nuestra América. Sus colecciones formaban ciudadanía, es decir eran una fuente de conocimiento democrático en todas las disciplinas (…) pero su supervivencia casi milagrosa entre 1976 y 1980 tenía sus días contados”.

Después Alejo logró ubicar a Amanda y a Ricardo Figueira, trabajador de la editorial e historiador, quienes aquel 26 de junio habían presenciado la fogata. “Lo llamé a Ricardo y le dije: ´Mirá Ricardo, nosotros nos vamos a morir, por qué no dejás entrar a este chico para que le cuentes la historia”, contó Amanda. “¿Pero vos lo conocés?”, le preguntó Figueira. “No, yo ni lo conozco. Eso sí, es de Avellaneda”, agregó Toubes. Y parece ser que ese detalle lo convenció, porque durante 36 años Figueira había casi siempre evitado la exposición pública, incluso ante la insistencia de Aníbal Ford, quien era un gran amigo y compañero de la editorial.

Moñino revela: “Fue con esos encuentros que me terminé de enamorar de esta historia y de sus personajes. A Ricardo le pregunté por la veracidad de las pocas fotos que circulaban en la red y él distinguió las correctas de otras, que correspondían a una quema de libros pero en un regimiento de Córdoba, también durante esa época. Lo mágico fue cuando él me contó que tenía guardadas 29 fotos inéditas, que sacó aquella tarde”.

La “cajita que inició todo esto”, como le dice Amanda: 29 negativos que surgían del propio cinismo del juez, De la Serna, de La Plata, que ordenaba que la propia editorial fotografiara la quema para que quedara el registro de que no se robaban los libros, sino que, efectivamente, eran quemados.

Surgió entonces el segundo documental con tanta potencia como el primero y después vino la muestra: “Te presto los negativos, cuidalos”, le dijo Figueira a Alejo, quien cuenta que asumió el riesgo de elegir las 17 mejores fotos para armar la primera e improvisada exhibición de ese material hasta entonces desconocido. Como parte de una generación que vivió la dictadura en su primera infancia, hay algo personal que también lo toca: “Fue mágico cuando supe que Ricardo Figueira es el esposo de Graciela Montes, una de las escritoras infantiles más importantes del género en Argentina. Yo tengo 39 años, crecí en los ‘80 leyendo libros prohibidos que mi vieja encanutaba y les cambiaba la tapa con forro de papel. Yo la leía a Graciela Montes de chiquito y de repente estaba en su casa comiendo torta fritas y tomando mate hablando de estas fotos”.

Sobre el proceso que desencadenó en la muestra, Alejo dice: “Cuando las fotos salieron a la luz, nos empezaron a llamar desde un montón de lugares para llevarlas. Así la muestra se fue reproduciendo y multiplicando”. Algunos lugares donde ya circuló fueron el Espacio de Memoria de Avellaneda, donde funcionaba el CCDTyE “El infierno”, que se abrió el pasado 24 de marzo, el Haroldo Conti, el MAF (Museo Archivo de la Fotografía, en México), las Universidades de Entre Ríos y San Luis, donde se instaló de forma permanente y, próximamente, estará en el Centro Cultural por la Memoria de Trelew, y en el Hall de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), entre otros sitios.

Amanda Toubes, integrante del Centro Editor y testigo de la quema

Amanda Toubes, integrante del Centro Editor y testigo de la quema.

LA DICTADURA

Entre anécdotas, Amanda no se detiene sólo en la quema. “Hoy cuando vi a los jóvenes sentados en el patio de la escuela media, con sus atuendos y sus manos pintadas, empezamos a pensar cuántas cosas han pasado para que estos muchachos puedan estar sentados en el suelo, riendo, tomando mate y sobre todo sintiendo que la vida es para ellos más libre que la de aquella juventud”. Los recuerdos se retrotraen a los años oscuros: “En 1976 se llevaron detenido a un jefe de depósito y a otro trabajador. Los arrojaron en una plaza dos días después. Ese mismo año habíamos tenido varias bombas antes y la cosa más tremenda: la muerte de un compañero, Danielito, en diciembre, que quería conformar un centro de estudiantes en la Facultad de Psicología. En 1978 se llevaron detenidos 12 compañeros de depósito y así hasta el 80”.

El día de la quema de libros, con presencia de empleados de la editorial, es representado por Toubes como “un cortejo casi fúnebre”. “En algún momento los vamos a reponer”, recuerda Amanda y hoy reflexiona: “En estos tiempos de fiebre amarilla no nos tenemos que olvidar de todo esto”.

EL CEAL

La historia del CEAL es la historia de algo más que una editorial privada. Fue la forma de salida a lo que la Noche de los Bastones Largos (1966) marcaba: la intervención y represión dentro la Universidad. Boris Spivacow, gerente general de la Editorial de la Universidad de Buenos Aires (Eudeba) desde 1958, presentaba su renuncia junto a todo un grupo de intelectuales de la universidad. Amanda recuerda que ese hombre decía: “Un libro tiene que costar menos que un kilo de pan» y en el afán de continuar con la tarea de ofrecer buenos materiales literarios a precio accesible, fundaba el 21 de septiembre de ese mismo año, el Centro Editor de América Latina, con prácticamente el mismo equipo de trabajo de Eudeba: Aníbal Ford, Oscar Díaz, Beatriz Sarlo, Horacio Achával, Susana Zanetti, Jorge Lafforgue, Graciela Montes, Ricardo Figueira y Amanda Toubes, entre otros.

“Pensábamos que íbamos a volver pronto, que estar fuera de Eudeba iba a durar a poco, éramos tan ridículos…”, recuerda Amanda. El lema del Centro Editor era «Más libros para más” y no era una metáfora: “Boris fue un hombre que sólo quería hacer libros. Fueron casi 5.000 títulos”, dice Toubes. Hoy vuelven a brillar desde la memoria colectiva, con los destellos de aquella fogata cruel.

 

Actualizado 25/10/2016

Un viaje a lo exótico de lo cotidiano

Un viaje a lo exótico de lo cotidiano

Un auto gris, de cuatro puertas, estacionado bajo el rayo del sol, con aire de abandono. Un tapizado colmado de flores rosas y algunos cisnes. El corte diagonal de la imagen introduce de manera frenética a la escena colorinche y, entrando por la ventana, se asoman detalles propios de un lugar habitado. Con mística y tensión, el auto con sus flores rosas se transforma en un espacio ridículamente interesante del cual se quiere saber todo. Tal vez, es esa ventanilla “a media asta” la que invita al espectador a subir, a recorrer, a pasear. Al auto. Y a la muestra de la fotógrafa, Julia Sbriller.

Fotógrafa, arquitecta y performer, Julia Sbriller se entusiasmó hace unos años con «una idea más popular, democrática e inclusiva de la fotografía. No desde el panfleto, sino desde lo real». Ella «hizo de todo», según su propia mirada: expuso en distintos lugares como galerías, museos y festivales, individual y colectivamente.

Su muestra actual, “Fukú/Zafa” es un ensayo fotográfico, inédito hasta el momento, realizado en el sudeste asiático. Según la autora: “Oriente representa, en el imaginario occidental, lo lejano, lo diferente, lo otro”. Y estas imágenes desgarran el velo de la diferencia, desbaratan el planisferio, destruyen la distancia, proponiendo que “ya no tenemos que pasar por Europa para llegar a Asia.”

El ensayo de Sbriller representa un clima colorido y vertiginoso donde se asoma algo absurdo. El recorte deja de lado lo exótico de oriente para situar al espectador en un escenario en movimiento donde lo que sucede es la vida cotidiana. Posters, tapizados kitsch y niños en la calle con flash de frente son parte de un diálogo compositivo heterogéneo. «Fukú/Zafa» insinúa una posible desterritorialización, donde «las palmeras pueden ser Munro, y Vietnam se parece a Perú», analiza la fotógrafa. «Mis procesos creativos tienen mucha intuición. Las palabras llegan después que las imágenes y las veces que intenté tematizarme, fracasé», confiesa.

La rionegrina actualmente coordina «Creadores de Imágenes», un taller creativo de edición, investigación y producción fotográfica. Sobre el despojo que implica poner su obra a la vista, al aire libre y al alcance de todos, dice: «Te genera una sensación doble. Por un lado está buenísimo que estén ahí y por el otro se siente el peligro que corren las imágenes. Para mí es alucinante. Las fotos ahí, perduran. Se instaló un código». La serie expuesta en esta ocasión, producto de un viaje al sudeste asiático, surgió de una selección realizada en equipo, en el marco del colectivo «Fuera!, fotogalería a cielo abierto”, del cual ella forma parte.

«Fuera! fotogalería a cielo abierto» se propone sacar las fotos de las salas, promoviendo el acceso y democratizando los circuitos de exhibición. Fue creado en 2012 por los fotógrafos y editores plateases Emilio Alonso, Lisandro Perez Aznar y Santiago Gershánik. En la galería, ubicada sobre el perímetro del  Colegio Liceo Víctor Mercante, se exponen fotos públicamente convocando a espectadores ocasionales «que no irían a un museo», explica Alonso. «Las fotos están ahí. Si alguien las rompe es parte del juego», agrega. Alonso explica que desde “Fuera!” seleccionan fotografías que puedan congeniar con la vía pública porque «la idea es exponer trabajos que completen su sentido estando en la calle». Sobre el ensayo de Sbriller describe la presencia de «algo que excede al lenguaje» y, sobretodo, repara en la importancia de mostrar imágenes que invitan a «correr el eje de Europa».

Alonso rescata una constante predisposición por parte de los expositores que pasaron por “Fuera!”, entre ellos Alfredo Srur y Helen Zout. En relación al proceso de edición, dice: «Nunca sentimos barreras a la hora de tocar el trabajo de nadie y editamos laburos de fotógrafos que tenemos como referentes. Con el trabajo de Rafael Calviño hicimos una edición muy nuestra y él quedó fascinado. Nosotros le dimos un sesgo político y él no lo estaba trabajando así. Se lo redireccionamos totalmente y no hubo ningún problema» cuenta.

Sbriller y Alonso forman parte de una misma generación abocada a la fotografía y que, según el proyecto, se desempeñan en la producción o edición de imágenes. Frente a los circuitos vigentes y las posibilidades de hacer visible su trabajo se mantienen abiertos a las propuestas externas porque «lo importante es que las cosas pasen y que haya actividad», apostando a que «las cosas funcionen sea cual sea el proyecto», explica Emilio. Además, agrega que si hay lugares donde no le dan ganas de participar no es porque sean galerías privadas sino porque «no se entiende lo que hacen». Proactivos y alejados de posturas rígidas coinciden en fomentar la producción y circulación de obra fotográfica. «Somos más under pero podemos ‘curtir’ con el Festival de La Luz, no hay problema», sintetiza Julia.

La muestra se puede visitar en el perímetro del Colegio Liceo Víctor Mercante, ubicado en 47 entre 4 y 5, La Plata, hasta el 22 de octubre.

 

Actualizado 12/10/2016

El fotoperiodista voyeur

El fotoperiodista voyeur

El Espacio de Arte ubicado en el primer piso del edificio de la Fundación Osde, en pleno centro de Buenos Aires, es apropiadamente enorme para alojar las más de 120 fotografías, divididas en trece partes, que integran la muestra Antología posible, de Eduardo Grossman. La antología empieza por el final, con un número trece rojo y un texto -“Y enfurece el color, rabioso de sí mismo”- que acompañan las primeras fotografías. Los objetos y personas retratados son diversos: paisajes urbanos, un caballo de calesita, murales, un autorretrato, posters de Evita pegados a un poste. Tienen en común que fueron tomadas recientemente con una cámara digital y exploran colores vibrantes y llenos de contraste. “Al color lo empecé a hacer en serio, para mí, con la foto digital”, afirma Grossman. Estas imágenes hablan de la actualidad de su obra. El primer paso en la muestra es un estallido de color.

Roberto Goyeneche, Buenos Aires, 1984.  “Con los personajes famosos siempre es un entrenamiento. Igual la cámara es una buena defensa. Fue una entrevista en la casa. Esta es una foto que estreno. En una muestra de retratos, que hice en 1991 en San Martín, había otra de la misma secuencia, una foto que con el tiempo fue dejando de gustarme. A veces pasa que uno se enamora de una imagen y después se cansa. No hago ningún tipo de análisis psicológico del personaje. No es esa la búsqueda. La búsqueda es siempre fotográfica. Lo que yo busco es una situación de fondo y de luz que para mí conformen una situación fotográfica aceptable.”

Roberto Goyeneche, Buenos Aires, 1984. “Con los personajes famosos siempre es un entrenamiento. Igual la cámara es una buena defensa. Fue una entrevista en la casa. Esta es una foto que estreno. En una muestra de retratos, que hice en 1991 en San Martín, había otra de la misma secuencia, una foto que con el tiempo fue dejando de gustarme. A veces pasa que uno se enamora de una imagen y después se cansa. No hago ningún tipo de análisis psicológico del personaje. No es esa la búsqueda. La búsqueda es siempre fotográfica. Lo que yo busco es una situación de fondo y de luz que para mí conformen una situación fotográfica aceptable”.

La obra de Grossman es mucho más extensa y comprende más tipos de fotografía que los que están colgados en las paredes. Trabajó en publicidad, en moda, hizo books para actores, fotos para estudios de arquitectura, fotocapturas de cine. “Mi producción en estudio, fotos muy producidas, o series temáticas con un guión, todo eso no está –aclara-. Acá está más bien el fotógrafo voyeur o periodista”. Ese es el que él prefiere.

En 2009 dejó de trabajar como fotoperiodista. “Me cansé de trabajar –dice-. Para mí el periodismo en sí mismo nunca fue vocacional. Los últimos dieciocho años de mi vida los pasé como trabajador en Clarín. Aparte de las fotos que me pudieran gustar, para mí era solamente un trabajo. Mi vocación es la fotografía”.

Autorretrato torcido, Miramar, 2014. “Este es un autorretrato del aburrimiento, de una noche desvelada.”

Autorretrato torcido, Miramar, 2014. “Este es un autorretrato del aburrimiento, de una noche desvelada”.

El proceso de elegir las fotos para la antología fue largo. “Empezó cuando dejé de trabajar, hace seis años –relata Grossman- me equipé con un buen laboratorio digital y comencé a rastrillar el archivo, a ordenarlo, mirarlo, descubrir cosas que no había visto nunca, a escanearlas, retocarlas”.

A la hora de armar la muestra, Grossman decidió usar solo copias digitales de sus fotos, impresas a chorro de tinta, la mayoría en papel de algodón. “Por un lado tiene pérdida y por otro tiene ganancia –explica-. La ganancia es que muchos de los negativos estaban dañados, por estar mal archivados o mal procesados, tenían manchas u hongos; con el retoque de photoshop todo eso se puede corregir. Creo que le saqué más el jugo a los negativos con la copia digital que con la analógica”. Nunca fue reacio a adoptar lo digital, y empezar a usar cámaras y laboratorios de esa tecnología se dio naturalmente para él. “Como siempre trabajé en medios, la digitalización dentro del proceso industrial gráfico simplificó muchísimo la labor –señala-. No nos costó adaptarnos: los fotógrafos nos sumergimos con alma y vida en esto”. Tampoco siente nostalgia por las épocas analógicas. “Hoy saco sólo en digital –cuenta-. De vez en cuando saco la cámara de formato medio, la 6×6, que me gusta mucho. El año pasado, en un viaje, hice tres rollos con mi cámara 35, los mandé a revelar con el modo de revelado que usaba cuando hacía analógico y no me encontré, parecían fotos viejas o repetidas”.

Protesta anarquista contra la visita del Papa, 1987. “La policía aprovechó que eran pocos pibes y los cagó a palos, pero no nos reprimió para nada a nosotros, cosa que muchas veces era habitual. Fue como para que se viera lo que iba a pasar si a alguien se le ocurría hacer quilombo cuando viniera el Papa.”

Protesta anarquista contra la visita del Papa, 1987. “La policía aprovechó que eran pocos pibes y los cagó a palos, pero no nos reprimió para nada a nosotros, cosa que muchas veces era habitual. Fue como para que se viera lo que iba a pasar si a alguien se le ocurría hacer quilombo cuando viniera el Papa”.

Dos cosas son notables sobre la muestra: una es el Grossman voyeur, que busca capturar una situación fotográfica atractiva o adecuada, pero siempre sin forzar la foto. Y la otra es la falta de intención de poner más de 40 años de obra en orden temporal. Al fondo del espacio de la muestra hay una línea de tiempo sobre Grossman contada en primera persona, una línea que ordena hitos en una carrera fotográfica pero no a las fotos de la muestra.

“Esta es una antología porque es una selección hecha con un criterio de actualidad: ninguna de estas fotos está porque sea una foto que saqué hace mucho”, dice Grossman. Le interesa remarcar que la muestra no tiene un carácter retrospectivo. Una retrospectiva puede parecer terminante, final. Esta antología, en cambio, es simplemente una selección de las mejores fotos, abierta, interpretable.

Escultura con manguera, Buenos Aires, 1987. “El humor y la fotografía se llevan bien: cuando saqué esta foto me reía. Es humorística dentro de lo que yo considero que es una toma con elementos fotográficamente fuertes.”

Escultura con manguera, Buenos Aires, 1987. “El humor y la fotografía se llevan bien: cuando saqué esta foto me reía. Es humorística dentro de lo que yo considero que es una toma con elementos fotográficamente fuertes”.

En cuanto a la segunda parte del nombre de la muestra, explica: “Posible es porque a mí me resultaba imposible y hubo alguien que la miró de afuera y la seleccionó”. Se refiere a Marcos Zimmermann, que rechazó el título de curador por considerar que no había nada de que curar a la vital obra de Grossman. “Respeto su decisión de no ser llamado curador –dice-. La palabra participa de la sofisticación de un mundo que no es el de Marcos ni el mío”. Se muestra muy agradecido con el trabajo de Zimmermann: “Hubo muy pocas discusiones,  acepté de entrada su criterio –asegura-. Quedé muy contento”.

Cada capítulo va acompañado de un texto, que corresponde a uno de los trece versos del poema que Chela Grossman, la mujer del fotógrafo, escribió especialmente para la muestra. No es la primera vez que hacen una colaboración artística: “Ella me acompaña con sus poesías desde la primera muestra –afirma Grossman-. A mí me encantan sus textos porque le dan a la lectura de la exposición una dimensión poética, que yo creo tienen todas mis fotos, si bien no en todas es evidente”. El fotógrafo tiene una relación muy personal con la muestra. Interpretado por la mano seleccionadora de Zimmermann y acompañado por las palabras de su mujer, se siente a gusto en su antología.

Secuencia montada, 2011. “Cuando empecé a sacar con cámara digital no quise tener más cámaras profesionales.  Sacaba con una camarita que tenía archivos chicos, de seis o siete megapíxeles. Por una especie de situación inexplicable, lo único que hacía cuando caminaba era ver manchas. Y le sacaba fotos a las manchas, pero en pedacitos. Para lograr una fotografía con el tamaño que yo me imaginaba para las manchas, tenía que juntar varios archivos. Le puse un nombre a la técnica que usé, que no sé si existe, pero para mí estas fotos son Secuencias montadas.”

Secuencia montada, 2011. “Cuando empecé a sacar con cámara digital no quise tener más cámaras profesionales. Sacaba con una camarita que tenía archivos chicos, de seis o siete megapíxeles. Por una especie de situación inexplicable, lo único que hacía cuando caminaba era ver manchas. Y le sacaba fotos a las manchas, pero en pedacitos. Para lograr una fotografía con el tamaño que yo me imaginaba para las manchas, tenía que juntar varios archivos. Le puse un nombre a la técnica que usé, que no sé si existe, pero para mí estas fotos son Secuencias montadas”.

“Los trece números en los que se divide la muestra podrían no haber estado: aparecieron cuando empezamos a ordenar la selección y quedaron trece títulos, que en la sala dividimos en cinco grandes espacios”, comenta Grossman. Pero en la exhibición no hay una secuencia determinada: en la puerta, un cartel avisa que los números no son un itinerario, y que se puede seguirlos o ignorarlos. “Es como la novela de Cortázar, 62, Modelo para armar, o Rayuela, también puede ser: pueden leerla por donde se les cante”, concluye.

 

Antología Posible. Fotos de Eduardo Grossman se puede ver hasta el 24 de octubre en El Espacio de Arte Fundación Osde, Suipacha 658, 1° piso.