Una cooperativa que no es cartón pintado

Una cooperativa que no es cartón pintado

Es una mañana fría y soleada en el barrio de Villa Pueyrredón. En la Cooperativa el Álamo, los muchachos recolectores del turno mañana ya han salido a las calles a recorrer los puntos verdes en busca de material reciclable. Cada vez son más los triciclos que se han implementado para reemplazar los clásicos carros que solían empujar los cartoneros. Se busca que estas herramientas de trabajo sean más amigables para el cuerpo de los trabajadores, que ellos dejen de ser el medio de transporte del material recolectado. Sobre Avenida de los Constituyentes, a la vera de General Paz, se encuentra instalada la Cooperativa El Álamo, una recicladora compuesta por alrededor de 250 trabajadores. El edificio, un gran tinglado lleno de máquinas, contenedores, bolsones y fardos de reciclados, fue obtenido del Estado en comodato, tras la insistencia y la unidad entre vecinos y cartoneros del barrio. Se ha convertido en lugar de refugio, reintegración y dignidad para las personas que lo componen. Un espacio erguido, hecho a pulmón, que supo levantarse a fuerza de una pelea barrial, que creció a nivel federal, y que viene de larga data.  Olga Mercedes Serrano es una de las primeras integrantes de El Álamo. Luego de una vida cartonera de a poco fue soltando el carro y tendiendo a tareas que demanden menos fuerza a su pequeño cuerpo. Hoy se dedica al área de limpieza y cocina de la cooperativa: «Estoy acá hace 19 años», señala.  Un día cualquiera de 1999, Olga Mercedes Serrano salía de su casa en Benavidez para dirigirse al barrio de Chacarita a juntar cartón, diario o papel para venderle a los “galponeros” de la zona, es decir, a quienes compran estos materiales a precios que alimentan la miseria. Olga salía a cartonear acompañada únicamente por un carrito de supermercado. De manera independiente fue haciendo su camino, pateando las calles para llevar comida a la casa cuando su nene tenía 10 años.  “Yo empecé sola, después me hice de amigos y amigas cartoneros y ahí empezamos a hacer rancho en Urquiza, en Belgrano R, en todos lados, y vendíamos todo en Capital”, recuerda. Como muchos, Olga dependía del Tren Blanco del ramal Sarmiento para salir a trabajar. Se trataba de un medio de transporte específicamente destinado a los grupos cartoneros que necesitaban trasladarse desde el centro hasta el conurbano bonaerense, y viceversa, llevando sus carros y sus bolsones.  Salir por la mañana, llegar por la noche. El viaje era largo, a veces demasiado. Cada día al final de una jornada de trabajo, Olga y sus compañeros tomaban el tren que pasaría alrededor de las 20 con destino a Villa Ballester para luego hacer escala con otro tren que salía rumbo a Zárate. “Pero había veces que el Tren Blanco no pasaba y nos teníamos que quedar ahí con todos los bolsones para llevar a nuestra casa”, explica Olga. “En cualquier lado, en la calle, a dormir hasta el otro día”.

 

En esta misma época, Daniel Lezcano perdía su empleo. “Yo tenía un emprendimiento, alquilaba un galpón en Garín, procesaba material y vendía a las ferreterías”, describe quien hoy es parte de la Cooperativa el Álamo en el sector de plásticos. Con la llegada de las grandes empresas, los pequeños negocios perdieron rentabilidad y dejaron de poder competir. “Las ferreterías miraban a los grandes”, dice Daniel con cierta melancolía, “y los grandes terminan tapando todo ese mercado”. Los años siguientes serían difíciles hasta que, por la cercanía que el barrio propone, Daniel conocería la cooperativa.  Era el año 2002 y los cartoneros del barrio paraban con los carros a la orilla de la vía en el barrio Pueyrredón. Un día, a Olga se le acercó una compañera y le dijo: “Mira Olguita, estamos viendo de juntarnos a ver si podemos armar una cooperativa”, a lo que ella respondió: “Me parece buenísimo, mientras todos tengamos un trabajo”. Por aquel entonces, solían vivir situaciones de violencia policial donde les eran arrebatados los materiales que recolectaban en su jornada de trabajo. En medio de uno de esos episodios, conoció a Alicia. Alicia Montoya es para muchos una referenta, tiene un color de voz fuerte y una firmeza que la caracteriza. Actualmente es coordinadora del equipo técnico de la Cooperativa el Álamo, pero en aquellos tiempos cuando el proyecto se estaba gestando, fue convirtiéndose en una figura de peso que luchó junto con la Asamblea de Vecinos de Villa Pueyrredón para dar luz a la cooperativa.  “La destrucción de empleo en Argentina, vinculado a la transnacionalización de las empresas del Estado y de las principales productoras de bienes exportables que no sean materia prima generó una estructura social que excluyó a millones de personas, de todo derecho, el de comer primero”, explica Montoya haciendo un análisis preciso. Por eso, señala que ante la novedad del incipiente siglo XXI la consigna que buscaban popularizar era: “Por un mundo sin esclavos ni excluidos”. Eran años de crisis en Argentina y la necesidad de hacer algo latía con fuerza. Fue así como vecinos y cartoneros del barrio se instalaron en un terreno abandonado, al costado de las vías del ex TBA y la calle Artigas, para comenzar a delinear un proyecto, aunque en principio, a construir un espacio de comunidad. Allí arrancaron una huerta, un merendero y los papeles legales que les daría una identidad. A esa identidad se refiere Daniel cuando habla de las cosas que la cooperativa les ha otorgado. No les provee solamente elementos de seguridad, ropa, guantes y antiparras para trabajar. “Que los compañeros que salen a recolectar tengan una identidad en la calle”, dice. “Que si alguien pregunta ´¿Para quién trabaja aquel?´ Digan, ah, para el Álamo”, señala. Los cartoneros del Álamo cada día hacen su recorrido a determinado horario por el sector del barrio que les toca, cada día las mismas manzanas, cada día los vecinos ven las mismas caras. “Hoy el vecino nos tiene confianza porque tiene una referencia de donde trabajamos”, dice Daniel, y marca una distinción: “Antes la sociedad rechazaba rotundamente al cartonero, lo tildaban de que iba a robar, y ahora podemos decir que sostiene todo un sistema”.  Por otro lado, son las mujeres de la cooperativa las que hacen el trabajo de promoción ambiental.  Ellas se encuentran en los puntos verdes y etiquetan los bolsones que llevan los cartoneros. A su vez, salen a hablar con los vecinos y entregan folletería. «Hoy tenemos mucho más diálogo con los vecinos, entonces nos ayudan y nos apoyan», describe Montoya. «En plena cuarentena, con los grandes generadores cerrados -como los shoppings- los vecinos fueron nuestro fuerte», agrega Rubén Carranzán, coordinador de planta. Tras un desalojo el 1 de julio de 2005, nació una necesidad y una decisión de organizar formalmente la cooperativa. “Cuando yo llegué, la cooperativa ya estaba armada, pero faltaba la matrícula”, recuerda Alicia. A mediados de ese mismo año la consiguieron y comenzaron a dar cuenta de las leyes que los amparaban. “Entonces, lo primero fue pelear el cumplimiento de la Ley 992 que preveía la construcción de centros verdes para ser gestionados por cooperativas”, explica la coordinadora del equipo técnico.  “Cuando empezamos a estudiar los convenios que Ciudad firmaba con empresas privadas que hacían la tercerización del servicio de higiene urbana, entendimos todo lo que les pagaban y que todo eso era para ir a enterrar basura, con el daño que eso implica para el medio ambiente”, comenta Montoya. De modo que en 2008 las demandas al Gobierno de la Ciudad, tanto de la cooperativa como de la Federación Argentina de Cartoneros Carreros y Recicladores (FACCYR) no eran más que derechos laborales ya consagrados en la legislación: un espacio de trabajo digno, obra social, seguro por accidentes, y un incentivo económico sin el cual era inviable la organización del sector.  “O te extendés o te comen”, sintetiza Alicia, “y había que extender esta cosmovisión a todo el país. Lo fuimos haciendo a los ponchazos desde la Federación, con militantes en distintos lugares”. La lucha de aquel entonces se ganó y a nivel CABA se logró organizar un sistema. Hoy el sector ha logrado poner sus demandas en la agenda nacional: “Ya logramos que (Juan) Cabandié (ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible) diga que van a erradicar basurales a cielo abierto con la construcción de plantas de reciclaje con inclusión”, explica Montoya. “Y creo que este año, espero, vamos a tener Ley de Envases». Por otro lado, Daniel Lezcano expresa que lo ideal sería que todos los trabajadores reciban el incentivo económico: “No todos lo tienen porque es un cupo limitado, acá los compañeros tratan de arreglárselas como pueden porque se les paga por lo que recolectan, la cooperativa no toca un peso”.  Daniel Lezcano tiene 60 años, y bajo el casco que se usa en planta lleva un gorro de lana negro y gris a rayas. Es parte de la cooperativa hace unos ocho años, y si se le pregunta por el rol social de su lugar de trabajo, la respuesta suele ser similar a la de otros y otras: “Es la inclusión social. Si sos una persona grande, si no tenés un oficio u algo, en este sistema no entrás, no te insertas en la sociedad”, señala Daniel, y remarca que por eso se encuentra profundamente agradecido con El Álamo.  A varios metros de la entrada de la cooperativa, al atravesar el gran tinglado cuya pared más próxima se compone por fardos multicolor, se encuentra el sector de plásticos. Peletizados, soplados, así les llaman a las piezas que salen del segundo gran asunto del que se encarga Cooperativa el Álamo, la de producir materia prima para la industria a partir del plástico. “Este año empezamos a hacer este tipo de proceso, lleva un tiempo ver si funciona, pero es una fuente más de trabajo para la gente”, comenta Lezcano. Quizás sea por su carácter comunitario, por las historias que la constituyeron, o por la misma historia que la cooperativa fue montando en su propio devenir, sus trabajadores y trabajadoras tienen una forma particular de apreciar el lugar de trabajo, que dista de ser parecido a otros espacios. “Yo lo que vi es que recuperé mi dignidad de trabajo”, reflexiona Daniel. La cooperativa fue el motor de arranque no solo para sobrevivir sino para sostener a su familia. Hoy su hija ya se recibió y su hijo se encuentra en una carrera universitaria: “Cuando me quedé sin trabajo ellos estaban justo en el momento de empuje y la cooperativa me dio la posibilidad de continuar y darles el empuje”.  Algo similar vivió Rubén Carrazán, padre de cinco niños, que supo rebuscárselas de todas las formas antes de llegar a la cooperativa. Desde electricidad e instalación de aires hasta pintura y reparación de heladeras. Rubén contaba con múltiples conocimientos de oficio, pero estaba sin trabajo, hasta que entró a la recicladora para hacer trabajos de herrería y hoy es coordinador de planta. “Yo creo que incluir es, primero que nada, trabajo”, señala Alicia. “Es trabajo organizado con derechos, obligaciones y ¿por qué no? con flexibilidad también”. Son las 10 de la mañana y por un rato los ruidos de máquinas, de vidrios que se rompen, de plásticos que crujen, por un rato se detienen, los trabajadores en planta se toman un descanso. “A una persona que durante años salió con un carro a la calle a la hora que quería, tiene un tiempo para ajustarse a una estructura más rígida”, explica Alicia. “Sobre todo a la muchachada le cuesta muchísimo porque viene de una vida con ausencia familiar, escuela sin acompañamiento, salud deteriorada, barrio deteriorado”, por eso el Álamo busca acompañar ese proceso. En pandemia se abrió un espacio de guardería para los hijos de los trabajadores y, cuando hay problemas personales, un sector de la cooperativa tiene un cartel que lleva el nombre de “Programa de Salud Integral”, donde se brinda un espacio de atención psicológica sobre todo para los compañeros que sufren problemas de adicciones. “Todos somos una familia, todos estamos pendientes de todos, acá no se echa a nadie», enfatiza Daniel. Si alguien empieza a faltar al trabajo, si se percibe que hay un problema detrás, si lentamente empieza a flaquear la responsabilidad laboral, no se quedan de brazos cruzados. «A ese compañero se lo llama», dice Lezcano y Rubén agrega: «Se los acompaña al médico, se trata de hacer un seguimiento para tratar de sacarlos de dónde están». En la cooperativa se recicla tetra, papel, nylon, vidrio, plástico, pero, sobre todo, “lo que más sale es el cartón”, señalan Daniel y Rubén. “Algunos solo recolectan eso porque es lo más rápido, viene, se enfarda y sale”. Pero, además, hay toda una perspectiva alrededor de la recolección de este material. «Si yo soy cartonero independiente, primero no tengo un lugar dónde poner lo que junto. Segundo, me agarra un galponero y me paga la mitad de lo que vale el cartón. Entonces quien gana plata es el galponero, no vos», sentencia Daniel. “Afuera el cartón te lo pagan 10 pesos cuando acá estamos pagando casi 18”, dice el coordinador de planta. Con el correr del boca en boca lo que se buscó es la integración de los cartoneros independientes para que se unan a la cooperativa. “¿Y la cooperativa que gana?”, pregunta Rúben y en seguida se responde: “Que esa gente que explota a los compañeros ya no lo haga más”.
Un Aconcagua de basura

Un Aconcagua de basura

Comprar y comer, cocinar, vestir, maquillar, perfumar, decorar, plantar, vaya uno a saber cuántas actividades, hasta limpiar implican ensuciar. Es que a todo, básicamente todo, lo contiene alguna cáscara, tela, plástico o vidrio (en este planeta hasta se consigue aire enfrascado), por no mencionar que todo envoltorio desechado lleva otro envoltorio que lo contiene. La basura se empaqueta para ser basura y hay tanta e inimaginable cantidad de residuos generados diariamente que pensar en ese número nos aplastará.

En Argentina, según cifras del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable (MAyDS), cada habitante produce 1,15 kilogramos de residuos sólidos urbanos por día. Cada dos segundos, Argentina produce una tonelada de basura. Dos segundos, el tiempo que le tomaría al país entero decir dos veces «dos segundos». Anualmente se generan 16,5 millones de toneladas en Argentina, una pirámide de basura cuya base sería de 85 m2 y cuya altura sería similar al Aconcagua. 

Actividades cotidianas como cocinar dejan una montaña de residuos que, así como para existir dependen de los seres humanos,  también son ellos quienes pueden reutilizarla o, fruto de su indiferencia, dejarla contaminar la tierra, el agua y el aire por  años, por días, por semanas, por años, por décadas o por veintena de décadas, dependiendo del tipo de desecho que se trate.

La separación de residuos y su tratamiento es fundamental para  que esa gigantesca e inimaginable tonelada producida por segundo que entendemos como basura, no destruya el medioambiente. La separación y tratamiento de residuos contribuye a que esa tonelada indescifrable pueda clasificarse para saber qué está caduco y qué puede reusarse o reformularse.

En nuestro país, el hábito de clasificación de residuos sólidos urbanos (RSU) es practicado de manera desigual. Hacia 2017, el MAyDS estimaba que en promedio solo el 37% de todas las localidades de todas las provincias contaban con sistema de separación de residuos sólidos urbanos. Solo siete de las provincias poseían la mitad o más de sus jurisdicciones con sistemas de clasificación. Cuatro de ellas alcanzaban, como máximo, el seis por ciento.

De todas formas, e indistintamente de que cada casa separe los residuos según su tipo, hay un colectivo de trabajadores y trabajadoras que basan su actividad en la recolección y posterior discriminación de desechos. En 2019, existían  alrededor de 49 mil recuperadores urbanos, según la Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (FACCyR). Más de cien son las cooperativas que, a lo largo y ancho del país, nuclean a quienes trabajan en transformar lo indiscriminado en reciclable y no reciclable y dar un respiro a la tierra que sostiene y sufre los basurales a cielo abierto, esos espacios que reciben el 65% de esa tonelada generada cada dos segundos en nuestro país.

Alicia Montoya es responsable del equipo técnico de El Álamo, una cooperativa de recicladores urbanos de la Ciudad de Buenos Aires, y define a su organización como socio-laboral, ya que además de colaborar en la disminución la cantidad de residuos haciéndose cargo del reciclamiento de desechos, ofrece a quienes recogen y reciclan esos desechos la posibilidad de volver esa tarea una forma de trabajo digno y organizado. “Previamente a la cuarentena, en El Álamo procesábamos 400 toneladas diarias de residuos reciclables (papeles, cartones, plásticos tipo film y PET, latas de aluminio y vidrios) provenientes solo de los barrios porteños de Agronomía, Parque Chas, Villa Devoto y Villa Pueyrredón y los shoppings de la Ciudad”, explica Montoya. Es decir, las manos de El Álamo procesaban residuos reciclables diariamente, hasta la irrupción del Covid-19, casi cuatro veces el peso del avión más grande de la flota de Aerolíneas Argentinas (el Airbus A330-200).

Igualmente grande en tamaño y pesada debe ser la incertidumbre de los 197 trabajadores de la cooperativa por la disminución de basura procesada, debido a la imposibilidad y dificultad para circular y recolectar reciclables. El Álamo procesa hoy cien toneladas mensuales. Son estos últimos datos aplastantes. Por una parte, resulta asombroso que solo cuatro barrios y algunos centros comerciales de la Ciudad de Buenos Aires produzcan tamaña cantidad de residuos (y se cuenta únicamente aquellos reciclables). Por otra parte, la gran importancia que tienen los desechos, aunque sean indeseados, para un sector de la economía de nuestro país.

De dónde vienen 

La separación cumple dos funciones. Por un lado, permite que se sepa qué hacer con cada desecho generado (cómo tratarlo, si reutilizarlo o bien se busquen las condiciones para que perezca lo menos nocivamente para el medio ambiente) y, por otro, llevar adelante una estadística que permita conocer qué tipo de desechos ponderan de acuerdo al consumo de nuestra sociedad y cómo poder la vasta cantidad de basura que nos rodea. Discriminar permite saber que, por ejemplo, aproximadamente el 49% de los residuos generados en Argentina son orgánicos (comestibles, biodegradables, etc.), 14% papel y cartón (ampliamente reutilizables) y el 15% plásticos.

Según un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, el 41% de los desechos son comida. Eso representa entre 200 y 250 toneladas diarias. 

Clasificar para transformar

Mientras se genera conciencia, hay que pensar también sobre las diferentes maneras de aprovechar ese volumen de residuos generados por impresionante que resulte. Un ejemplo del potencial aprovechamiento puede encontrarse en CEAMSE, la empresa pública destinada a gestionar los residuos generados en el AMBA. En sus cinco estaciones de transferencia y tres rellenos sanitarios propios y dos más en calidad de contratista, mil quinientos trabajadores clasifican y procesan toneladas y toneladas de residuos diarios. Secos o húmedos, reciclables; papeles, cartón, vidrio o plásticos, todo sin metal. Lo que es reciclable se enfarda, lo no reciclable va a los rellenos; los orgánicos (comida y restos de podas) se estabilizan por tres semanas.

Todo eso significa la producción de residuos del 36% de la población del país que se sitúa en el conurbano bonaerense, un promedio de 20.400 toneladas aproximadas de procesamiento diarias en 2019 y un acumulado de casi tres millones y medio de toneladas procesadas en lo que va del 2020.

Lo novedoso es la utilización del biogás resultante de la descomposición de los residuos en los rellenos sanitarios para la generación de energía eléctrica. Marcelo Rosso es ingeniero y gerente en el Área de Nuevas Tecnologías y Control Ambiental de CEAMSE y explica a ANCCOM el proceso: «Dispuestos los residuos en los rellenos sanitarios generan una emisión gaseosa (biogás), una mezcla de metano, dióxido de carbono y otros oligogases. Si a esa mezcla se la depura de humedad y material particulado y se traslada hacia motores a combustión que generan movimiento, tenemos energía eléctrica. Esa energía se estabiliza en media tensión y se brinda, mediante un electroducto, al sistema interconectado nacional de distribución de electricidad. Producimos 20 megavatios por hora, lo suficiente para abastecer a una población de doscientos mil habitantes en el mismo período de tiempo».

 

Tanto el dióxido de carbono como el metano generados por la descomposición de los residuos sin tratar, por ejemplo en un basural a cielo abierto, son altamente inflamables y contaminantes. Pero por otro lado, en CEAMSE no solo tratan esos residuos con estrictas maneras de seguridad, que evita esa contaminación, sino que además generan una energía verde. Es decir, poblaciones como las de Gran San Luis, San Fernando del Valle de Catamarca o José C. Paz podrían ser abastecidas solamente con la energía eléctrica generada, aprovechando la descomposición de ciertos residuos. Lo más importante, de todos modos, es reducir. Y cuando se habla de políticas de Estado sobre la generación de residuos se habla de medidas destinadas a los productores de bienes materiales a reflexionar sobre la nocividad que supone adornar cada bien que producen. Es decir, si vale la pena usar tanto plástico, tanto papel, tanto cartón, tanto vidrio, tanta tinta.

Otros usos 

En 2019, entró en la Cámara de Diputados de la Nación el proyecto de Ley de Responsabilidad Extendida del Productor (o Ley de Envases), que centra la responsabilidad del manejo de residuos y su financiación del manejo  en los productores y que, de aprobarse, disminuiría los aportes de la ciudadanía para la gestión de residuos. Rosso argumenta sobre la importancia de este proyecto de ley. “Sería de gran valor una ley semejante -que se aplica en países vecinos como Brasil, Chile o Uruguay- por dos motivos principales. Por un lado, porque los productores o importadores costearían parte de la logística de captación, tratamiento y reciclaje o reutilización de los embalajes introducidos en el mercado. Pero, además del financiamiento, también eso contribuye a evitar la disposición final de esos embalajes en rellenos sanitarios”. Por su parte, Montoya, concluye: “Es un proyecto de ley fundamental para avanzar en materia de reciclaje. En nuestro país se está discutiendo desde 2005, pero siempre queda en propuesta”. Paradójicamente, es un proyecto que nunca se aprueba pero siempre se recicla.

Otro proyecto es el presentado también en Diputados en 2018 sobre Educación Ambiental que busca unificar criterios en torno a una ley y estrategia federal sobre los residuos, la creación de espacios de formación, intercambio y producción de enfoques tanto de concientización como, principalmente, de acción. El objetivo es evitar la disparidad en la implementación de sistemas de separación de residuos sólidos urbanos en los distintos departamentos a lo largo y ancho de cada una de las provincias y generar el hábito de reciclaje en aquellos lugares donde es casi inexistente.

Por último, en septiembre el presidente Alberto Fernández acompañado del ministro de Ambiente y Desarrollo Sustentable, Juan Cabandié, anunció un Plan Federal de Erradicación de Basurales a Cielo Abierto, que se estiman en cinco mil en todo el país y suponen la forma en que los municipios eliminen su basura, que generalmente carecen de medidas mínimas de seguridad que eviten la contaminación del agua, la tierra o el agua. Este proyecto busca, como solución, la construcción de más complejos socioambientales para tratar diferenciada y eficientemente a los residuos dependiendo de su naturaleza, así como también la provisión de equipamiento de protección para los recuperadores y recicladores urbanos de todo el país. Este proyecto demandará, aproximadamente, 250 millones de dólares para su concreción. Desde el MAyDS aseguran que es el primer intento de un gobierno nacional de encarar una problemática que, como se expuso, hasta hoy se concibe como de competencia municipal.