“No hay filosofía sin práctica”

“No hay filosofía sin práctica”

Emilio Toshiro Yamauchi es argentino aunque su nombre es – casi – japonés. Su padre era nipón.  Medirá metro ochenta como mucho y es corpulento. Tiene mirada profunda, cejas pobladas, barba completa y la cabeza rapada. Toshiro es maestro zen y sensei del Dojo Zen de Buenos Aires. Fue el primer argentino en recibir la ordenación de Maestro en tierra argentina en 2016. Y es discípulo de Kosen Thibaut, el francés heredero de Taisen Deshimaru, el japonés que dio a conocer el zen fuera de Oriente.

El budismo zen es la rama del budismo más popular en Occidente. La ausencia de un dogma y la simpleza de la práctica permiten que sea relativamente fácil para los occidentales. El zen se muestra a sí mismo como una filosofía, un modo de entender el mundo, y no como una religión. En el zen no hay obligación ni exigencia. Su objetivo es alcanzar la sabiduría más allá del discurso racional. El hombre puede eliminar su sufrimiento si elimina su ego a través de la práctica del zazen, una técnica de meditación donde los practicantes se sientan sobre un almohadón en silencio durante una hora y media, en dos tramos y con un descanso en el medio.

El Dojo Zen de Buenos Aires es un local que bien podría ser otra cosa. La vidriera es de un vidrio gris opaco y tiene escrito el nombre en negro. Adentro, una recepción con un escritorio marrón antecede al espacio donde se hace la práctica: un biombo con kimonos colgados, una estantería con los almohadones – llamados zafu -, una mesa con sillas, y el tatami, donde el maestro se sube a saludar al Buda en la ceremonia final. Mientras los practicantes se sientan a meditar de cara a la pared.

Toshiro está sentado a la mesa vestido con sus atuendos tradicionales – un kimono blanco que proviene de Japón, uno negro de China y una tela cuadrada colgada sobre su pecho, un kesa especial, que usan sólo los maestros y procede de la India. Mientras habla toma del pico de una botella de Coca Cola. A su alrededor un par de discípulos se acomodan a escucharlo.

 ¿Qué es el zen?

La pregunta de “maestro, que es el zen” tiene muchas respuestas. Por ejemplo, el aplauso de una sola mano. El ciprés del patio. O una cachetada. Todas son buenas respuestas para responder qué es. Pero si bajamos a una dimensión más tangible podemos decir que el zen es la filosofía y que el zazen es la práctica. Para nosotros no hay filosofía sin práctica, porque la manera de acceder a la filosofía es a través de la repetición de la práctica. Entonces el zen es zazen.

 ¿Y en qué consiste esa práctica?

 El zazen es repetir, imitar, recrear la postura, la respiración y la actitud del espíritu que tuvo el Buda en el momento de despertarse. Eso es lo que se ha transmitido de maestro en maestro y de generación en generación.

 ¿Y cómo se realiza?

 El zazen tiene tres pilares fundamentales: la postura, la respiración y la actitud del espíritu. La postura es sentarse en loto o medio loto, con la pelvis basculada al nivel de la quinta vértebra lumbar, empujando la tierra con las rodillas y el cielo con la cabeza, alineando el perineo con la cabeza en una misma línea. Mentón adentro, nuca estirada, ojos a 45 grados, la parte superior de la espalda bien derecha como un precipicio. La palma izquierda sobre la palma derecha con los dedos sobre los dedos. Los pulgares que se cruzan en la mitad de la palma paralelos al suelo. Una vez que la postura está equilibrada, los hombros y las piernas relajados, uno se concentra en la respiración. La inspiración es corta, automática, y la exhalación es larga y suave. La actitud del espíritu es que no hay que moverse. El zazen no es sólo silencio auditivo sino también silencio de movimiento. Por una hora y media no nos movemos. Si se mueve le gritamos “¡No se mueva!”, porque nos parecemos más a un artista marcial que a un cura. La práctica es marcial. No estamos “Bueno, hermano, seamos todos hermanos y abracémonos…” sino que estamos “¡Hacé tu mayor esfuerzo para ajustarte a la postura!”

 ¿La práctica que se hace en nuestro continente difiere de la que se realiza en Oriente?

 Sí. En Oriente hay algunos templos que abren a los laicos, pero en general está circunscripta a los monjes. Nosotros somos esos profesionales, esos laburadores que hemos abrazado la práctica pero no vivimos en un templo. Vivimos donde la gente sufre. Para nosotros no hay nada más especial que la condición normal. No nos gustan las condiciones especiales. Tenemos Dojos en las ciudades, donde la gente tiene su familia, su sexualidad, su trabajo, su nivel cultural y todos nos juntamos a hacer una cosa que es practicar.

 ¿Cómo se aprende entonces la filosofía zen si no puede estudiarse?

 El zen no puede estudiarse con un libro. La transmisión es de espíritu a espíritu, de corazón a corazón, de maestro a discípulo. Y es más allá de las palabras. Había un maestro que retorcía las narices ante cualquier pregunta. Otro que daba bastonazos. En estas épocas tenemos maneras más inteligentes. Yo no ando golpeando a nadie, pero sí los maestros tienen la misión de sacudir el espíritu del practicante.

 ¿Cómo es esa relación entre un discípulo y su maestro?

– Normalmente el discípulo está dormido y el maestro lo ayuda a que se despierte por las suyas. El maestro puede ser un idiota. ¡Sino yo no sería maestro!

 ¿Cualquier persona puede practicar y enseñar?

 No. De cien personas que hacen zazen por primera vez, si tres continúan yo me pongo contento. No es algo fácil. Al principio es doloroso. El cuerpo se resiste porque no está acostumbrado. El espíritu también. Al principio no es fácil, pero si repetís, a los diez años ya no es tan difícil. A los veinte menos. A los treinta un poquito menos. Pero difícil es siempre.

¿El zen tiene una utilidad o una función en la vida de las personas?

 No. El zazen se hace para nada. Sin objetivos. Yo lo que le digo a los principiantes es que si al principio tienen que tener un objetivo que sea “bueno, voy a practicar esto porque este gordo me dijo que era la mejor manera de ayudar a los demás” o “voy a practicar esto para ayudar a mi país, a mi familia”. Pero no “para mí, para mí, quiero una novia linda y rubia, quiero plata, quiero ser inteligente”. La práctica sí tiene beneficios. La respiración hace como un masaje al corazón. Los monjes zen tienen un umbral de dolor mucho más alto y largo que cualquier persona que no practica. Se desarrolla un montón la capacidad de concentración. Se desarrolla la intuición. Pero si uno lo hace con un objetivo, no es zazen.

Toshiro habla claro, contundente, sin tapujos. Lenguaje coloquial, poco místico. De no ser por la túnica y el lugar en el que está se lo podría confundir con otro argentino más. Nació en 1962. A los ocho años viajó a Japón y conoció los templos zen. Los edificios lo impresionaron, lo marcaron. Hizo el primario y secundario en un colegio católico. Incluso se recibió de catequista. Cuando tenía dieciocho le tocó hacer el Servicio Militar Obligatorio, la colimba, y en el ´82 se lo llevaron a Malvinas. Toshiro es excombatiente de aquella guerra del final de la dictadura.

¿Cómo llegó usted a la práctica del zazen?

 Yo tengo una formación católica. Pero en la Guerra de Malvinas vi curas que bendecían armas y que instaban a matar al enemigo. Curas vestidos de milicos. Ahí dije “a esto no quiero pertenecer”. Durante diez años fui totalmente agnóstico.

 ¿Qué recuerda de la guerra?

 El olor a carne quemada. Muchas veces sueño con eso. Tengo trastorno de estrés postraumático. La guerra nos superó a todos. No estamos preparados para vivir una cosa así. Me tocó ver cosas muy feas.

 No tenía planes de entrar en el Ejército…

 ¡Ni a palos! Era rockero, estaba a favor de la paz. Pero había que hacer la conscripción. Igual con gusto hubiéramos dado la vida no por los milicos sino la vieja de él, por el almacenero de acá a la vuelta. Por los argentinos hubiésemos dado la vida con gusto.

¿Cree que esa experiencia en parte lo llevó a buscar el zen?

 Seguro que tuvo una influencia, sí. Por lo menos me llevó a abandonar el catolicismo y a ser agnóstico por un montón de años antes de conocer a mi maestro en Francia.

Toshiro tiene dos nombres más: Taigen, que significa “gran origen” y que se lo dieron en el ´94 cuando se ordenó de bodhisattva – persona comprometida con alcanzar la iluminación – y Toshi, que se lo dio su maestro en el ´97, cuando lo ordenó monje porque así le decían en su casa de chiquito.  Habla con tono firme pero suave. Hace silencios, mide las palabras, no se sobresalta. No hace gestos. Cruza sus piernas y las descruza. De tanto en tanto deja sacar una metáfora, una parábola, una alegoría. Su Coca Cola se vacía, trago a trago.

 ¿El zen cree en Dios?

 No cree en un Dios con barba que te dice que te portaste mal y ahora te vas a ir al infierno. Es más natural. Se habla del “poder cósmico fundamental” o del “ki universal”, la “energía que mueve todo”. El zen nos hace más responsables como seres humanos. Nos hace asumirnos como seres humanos. Nos hace asumir nuestra parte de Dios.

¿Entonces se cree en el bien y el mal?

 Sí. Pero se va más allá. Más allá del bien y el mal, lo justo y lo injusto, más allá. En el zen no se afirma blanco o negro. Se afirma blanco y negro a la vez. El buda dijo “todas las verdades son refutables”. O sea que toda afirmación tiene su negación también válida.

 El zen habla mucho sobre el ego y la necesidad de romperlo. ¿Es posible?

 Un error muy común de la gente es creer que abandonar el ego es “¡ego, te voy a abandonar!” Y no es así. Zazen es abandonar el ego y se da de manera natural, automática e inconsciente. No es que decís “ahora voy a abandonar el ego” sino que es una práctica que hace que el ego se abandone.