Buenos Aires a mano alzada

Buenos Aires a mano alzada

 

Más de cien dibujantes, amateurs y profesionales y de todas las edades, se reúnen para dibujar la Ciudad.

Es un sábado atípico en el Instituto de Oncología Ángel H. Roffo. Hacia las 14, un nutrido grupo de personas se reúne frente al auditorio: son los Croquiseros Urbanos de la Ciudad de Buenos Aires que dan inicio a su salida número 102. Luego de un breve saludo, cada integrante sale a buscar una perspectiva que capte su atención, despliega su silla portátil o se sienta donde encuentra lugar y se pone manos a la obra.

Croquiseros Urbanos es un colectivo de más de cien dibujantes, en su mayoría profesionales de la arquitectura, que se juntan una vez por mes, desde hace casi una década, para bosquejar los escenarios urbanos porteños. En ocasiones han asistido a salidas especiales en lugares fuera de la Capital, incluso internacionales, como Montevideo o La Habana. Generalmente eligen ellos mismos los espacios a visitar, pero en otras oportunidades son invitados por instituciones o grupos, tal como en el caso del Instituto Roffo.

Los miembros de Croquiseros ponen en juego una percepción poética y personal en la observación de espacios y edificios. “Hay lugares muy lindos de Buenos Aires que no tienen una arquitectura de estilo, son más marginales o al borde del Riachuelo. Son lugares interesantes para dibujar, pintorescos”, cuenta Sandro Borghini, uno de los que conforma el grupo organizador y referente del dibujo arquitectónico.  “Nos pasa de ir a sitios que transitamos a diario a veces y recién cuando nos detenemos y nos ponemos a mirar ahí encontramos algo interesante. Muchas veces nos invitan instituciones, agrupaciones que se dedican a tratar de rescatar arquitectura patrimonial y visibilizarla. Entonces vamos y ahí sí hacemos un trabajo de ‘rescate’”, continúa, aunque resalta que ese no es el objetivo principal sino algo eventual. Borghini señala que la actividad les da la oportunidad de conocer la urbe de otra manera y tener acceso a lugares que no se podrían visitar de otra forma.

“Lo nuestro es más bien como una escuela. Vienen a probar y empiezan ahí a aprender», dice Adhemar Orellana Rioja.

Uno de los valores que sostienen los croquiseros es la creación de un ambiente democrático y abierto. “A partir de la movida de Buenos Aires se fueron generando agrupaciones con la misma idea, abiertas, que participen los que quieran. No es elitista como otros grupos que son con invitación cerrada a gente que dibuja muy bien”, destaca Adhemar Orellana Rioja, miembro a cargo de la organización de las salidas. “Lo nuestro es más bien como una escuela. Que vengan a probar y empiezan ahí a aprender. Hemos visto muchos avances de gente que al principio no dibujaba bien y ahora se suelta”, asegura. Orellana es profesor  de Diseño en la UBA en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) y siempre invita a sus alumnos a sumarse, convencido de que Croquiseros es un buen espacio para tender puentes entre generaciones. De hecho, algunos niños traídos por sus familias también participan con entusiasmo del encuentro.

Cada croquisero elige libremente a qué salidas sumarse, algunos se incorporaron recientemente, otros se fueron y volvieron. Pero coinciden en el gusto por encontrarse con otras personas para compartir un arte del que todos disfrutan. La compañía convive con la soledad y la introspección.  Algunos charlan con quien tienen al lado, otros prefieren el silencio. “Te pasás horas encontrándote con vos mismo, en el estado más placentero que es estar dibujando. Para nosotros es más una terapia que otra cosa, no hay un objetivo de vender lo que hacés, a lo sumo publicamos y hacemos las muestras”, afirma Oscar Hernández, mientras termina su trabajo de una perspectiva de la parte trasera de uno de los edificios del Roffo.

Tres horas más tarde, hacia el final del encuentro, todos los integrantes, dispersos por el predio, se reúnen nuevamente para compartir sus trabajos. Cada uno deja en el piso sus hojas y cuadernos  de diversos tamaños y de pronto se crea una larga fila.  Obras hechas en acuarela, lápiz o tinta muestran un costado bello y multifacético del Instituto. Los presentes recorren la muestra improvisada, comentan, señalan, preguntan de quién es tal o cual obra y se felicitan entre sí. Se despiden hasta el próximo mes, que los encontrará en otro sitio, pero siempre dibujando.

Cuando la Luna no dejó dormir a los argentinos

Cuando la Luna no dejó dormir a los argentinos

Vista de la Tierra, tomada desde la nave espacial Apolo 11. (Foto: NASA)

El 20 de julio de 1969 dos hombres pisaron por primera vez el polvoroso e inhóspito suelo lunar, hasta entonces visitado sólo en sueños por poetas, músicos, enamorados y científicos. Ese domingo, unas 530 millones de personas de todo el mundo vieron, a través de las pantallas de sus televisores, cómo los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin plantaban allí la bandera estadounidense.

Corrían los años de la Guerra Fría y la carrera espacial entre yanquis y soviéticos estaba en su punto más alto. La URSS llevaba la delantera: en 1957 había colocado con éxito el primer satélite artificial, el Sputnik; en 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre que orbitó alrededor de la Tierra, y en 1963 Valentina Tereshkova sería la primera cosmonauta mujer. Sin embargo, con el programa Apolo –lanzado en 1961–, los norteamericanos lograrían ocho años después el triunfo más espectacular en la contienda contra los rusos.

Los astronautas del Apolo XI instalaron aquel día un sismógrafo, un reflector láser que permitía medir la distancia exacta con nuestro planeta y recogieron muestras de rocas, algunas de las cuales se pueden ver hoy en el Planetario Galileo Galilei de la Ciudad de Buenos Aires. Otras cinco expediciones repetirían la hazaña hasta que, en 1972, la NASA puso fin al programa Apolo. En ese lapso, doce hombres pudieron saltar por los cráteres y observar la Tierra desde la Luna, antes de que decayera el interés del público y cambiaran las prioridades del gobierno de los Estados Unidos.

Aldrin carga el equipamiento de los experimentos que realizaron en la luna. (Foto: NASA)

En una Argentina que vivía bajo el último aliento del “onganiato”, la llegada del hombre a la Luna se pudo seguir gracias a que poco tiempo antes se había instalado la primera estación satelital en la ciudad bonaerense de Balcarce. Todavía no había televisores en todas las casas, pero muchos recuerdan la transmisión. Además, el país fue una de las paradas del tour promocional que realizaron Armstrong y Michael Collins –el tercer integrante de la misión– meses más tarde.

Una imagen de la superficie de la Luna con la Tierra emergiendo por detrás es el fondo de pantalla de la computadora del físico y doctor en Astronomía Daniel Golombek, quien participó, entre decenas de proyectos, del desarrollo del telescopio Hubble. Aunque hace muchos años que vive en los Estados Unidos, recuerda con exactitud dónde estaba hace 50 años. “Con el grupo juvenil al que pertenecía hicimos nuestro primer campamento en Benavídez, salimos todos juntos a dormir en carpas e íbamos escuchando por la radio todo lo que pasaba. El domingo, apenas volvimos, pusimos la televisión en casa. Era de noche, tarde”, rememora.

El contacto de Golombek con los astronautas no fue sólo en dos dimensiones. En ocasión del 30 aniversario del alunizaje, trabajando en la NASA, tuvo la oportunidad de estar frente a frente con Neil Armstrong. “Dio una charlita de diez minutos y después la gente le hizo preguntas. Yo estaba tan obnubilado de tenerlo a diez metros que hasta me olvidé la cámara de fotos. Fue una experiencia surreal. Estaba ahí, haciendo chistes y diciendo ‘yo soy uno de ustedes, no se olviden de eso’”, cuenta.

Rodolfo Di Peppe, jefe del Departamento de Astronomía del Colegio Nacional de Buenos Aires, tenía cuatro años cuando su papá lo sentó frente a la pantalla “como a las tres de la mañana”. “Blanco y negro, televisor de tubo, se veía mal. Fue un acontecimiento. Hasta mi viejo, visitador médico, mi mamá –un ama de casa que no había terminado el primario-, todos maravillados estábamos. Esa sensación, que después me motivó a estudiar, fue un hito que movilizó a un montón de gente. En esa época todos cambiamos de querer ser bombero a astronauta”, reflexiona.

Visita de los astronautas estadounidenses Neil Armstrong y Michael Collins a la Casa Rosada, en 1969, para reunirse con el dictador Juan Carlos Onganía. (Foto: Presidencia de la Nación)

Pablo Capanna, filósofo, ensayista y especialista en ciencia ficción, vio la transmisión en la casa de una vecina. “No me sorprendió tanto porque había leído mucho al respecto y era un tema agotado. En 1950, cuando se estrenó la película Con destino a la Luna, de Irving Pichel, las revistas populares ya no querían cuentos sobre viajes a la Luna porque era una cosa vieja”. En efecto, desde el siglo II d.C. con la Historia verdadera de Luciano de Samósata, pasando por un relato de Cyrano de Bergerac en el que el método imaginado para llegar a la Luna era la propulsión vía botellas llenas de rocío, hasta la célebre novela de Julio Verne, De la Tierra a la Luna, publicada en 1865, algunas narraciones se servían de nuestro satélite natural para satirizar a la sociedad de su tiempo, otras para imaginarlo como un espacio idílico habitado por seres extraños y otras simplemente jugaban a adivinar cómo se viajaría hasta allí.

La llegada a la Luna fue un hecho de relevancia científico y también televisivo. El documental Alunizar de Pepa Astelarra y Lucas Larriera, estrenado en el BAFICI en 2013, lo aborda desde ese ángulo. “De chico siempre me gustó ese material, me parecía algo medio fantástico”, recuerda Larriera. Más tarde, como estudiante de cine, junto a su compañera se plantearon el desafío de recrear aquel icónico primer paso. Pero advirtieron un brillo en la imagen fílmada que no podían explicar y lo que había empezado como un ejercicio técnico, acabó siendo un largometraje.

“La película es un falso documental que trabaja con la teoría de la conspiración en lo audiovisual. Piensa cómo es el discurso en torno a eso, cómo construye verdad o argumenta o genera ciertas sospechas sobre imágenes”, señala Larriera. Durante el rodaje, se encontraron con que el archivo fílmico de semejante hito había sido escasamente conservado. Unos coleccionistas canadienses que conservaban la trasmisión de principio a fin se la hicieron llegar y en el film incluyeron algunos fragmentos. “Es frustrante que sea tan azaroso lo que queda y lo que no. De repente veíamos que se conservaba una publicidad del reloj Omega, que era el que llevaban los astronautas, pero nada del primer paso. Era ilógico. Nos enteramos cómo fue históricamente el tratamiento del archivo en Argentina. Y también los incendios y las inundaciones de canales, que son imponderables. Nunca hubo una política de preservación”, afirma Larriera.

El presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, le habla a la tripulación del Apolo 11 a través de un intercomunicador luego del alunizaje.  (Foto: NASA)

Hoy, a medio siglo de la llegada a la Luna, hay quienes piensan en volver. China y Estados Unidos han lanzado sus programas para hacerlo y también magnates privados como el dueño de Amazon, Jeff Bezos, o Elon Musk, director de SpaceX. No los atrae la Luna en sí misma sino la posibilidad de utilizarla como base para seguir explorando el espacio. “La terrificación de Marte, por ejemplo, es una de las ideas que más está circulando porque es el planeta ‘más fácil’. Es titánico el trabajo. Pero en siglos -sabemos lo que avanzó la tecnología en los últimos cuarenta o cincuenta años-, va a ser posible”, se entusiasma el profesor Di Peppe.

“Hay muchas cosas para preparar, no es tan fácil, no se puede ir encima de un cohete y llegar a Marte. Entonces ir a la Luna es el primer paso para aprender cómo ir al planeta rojo. Recién ahora se está sabiendo, con la estación espacial, qué le pasa al cuerpo de un ser humano si pasa un año o dos en órbita”, puntualiza Golombek y opina: “Ir a Marte no es algo que ningún país pueda hacer solo. Tiene que darse una colaboración entre países muy grande. Entonces es un buen objetivo internacional”.

Di Peppe cree que los programas espaciales continuarán: “Es normal que todo termine, en cuyo caso la humanidad no puede durar para siempre –razona–. Claro que nos negamos. Y vamos a hacer todo lo posible para durar lo más que podamos. Por eso hay que salir, investigar los planetas”.

Foto: NASA