2 de mayo de 1982. Este día no empezó como cualquier otro. El rumor de que iban a ser atacados recorría el General Belgrano. A diferencia de lo que finalmente sucedió, se esperaba un ataque aéreo. “A las seis de la mañana tocó combate real, teníamos que cubrir los puestos de combate y estuvimos así hasta el mediodía. Luego de eso, se levantó la alarma, almorzamos y continuamos con la vida normal en crucero de guerra”. Mariano tomó su guardia que finalizaba a las cuatro de la tarde. Faltando unos minutos para el horario de cambio y encontrándose en el comedor de tropa, decidió quedarse allí para tomar unos mates antes de ir a descansar.
A las cuatro y un minuto, la historia del General Belgrano y de toda su tripulación cambiaba para siempre. “Me elevé en el aire y sentí como si una persona me agarrara del pecho y de la espalda y me apretara con todas sus fuerzas hacia adentro. Los oídos me quedaron zumbando del estruendo, del ruido del hierro rompiéndose. La luz se cortó”. Mariano se encontraba en el centro del barco, en un local cerrado por lo que el fuego que pasó por todos los pasillos no pudo encontrarlo. “Si hubiera decidido irme a descansar, me hubiera agarrado el fuego. Mi compañero de cucheta vio el fuego venir, se tapó con las frazadas y se descubrió los pies. Las medias de nylon se le fundieron en la piel”.
Mariano aún estaba recuperándose, solo había llegado a tomar un matafuegos cuando el segundo impacto volvió a sacudir la nave. Sobre su cabeza, colgados en el techo del comedor, unos corta caños resistieron ambos torpedos y se mantuvieron en su lugar, “si se caían me partían la cabeza”. Abandonó el comedor y vio al suboficial que se encontraba tomando mate unos minutos atrás. Viéndolo un poco aturdido, lo apuntó con una linterna y le gritó: “¿Qué hace acá? Váyase”. Enseguida se escucharon gritos provenientes de atrás del hombre, de la zona de las máquinas de proa, lugar en el que había pegado el primer torpedo. “Era un tripulante, y lo llamo así porque no tengo idea si era conscripto, cabo primero o segundo. Estaba bañado en petróleo y venía gritando”.
En el camino lo agarró y comenzaron a salir, o mejor dicho, a intentar salir en la oscuridad total. El suboficial con su linterna quedó atrás revisando el lugar. Mariano lo llevaba pero el camino se hacía imposible: “Nos resbalábamos por el petróleo. No se veía nada, no sabíamos a dónde ir. Sabía que estábamos cerca de una escalera y podíamos caer ahí dentro. El aire se consumió”. Fue entonces cuando el entrenamiento y los saberes adquiridos durante esos interminables meses les salvaron a ambos la vida. “Levanté la mano y fui tanteando el mapa, como me habían enseñado. Supe dónde estábamos y fuimos a la escalera de subida”. Cuando estaban llegando, ya sin aire, el tripulante le dijo:
-Dejame acá, no doy más.
-No, de acá salimos los dos -contestó Mariano.
Milagrosamente, la puerta se abrió y apareció una mano. Mariano agarró a su compañero y lo empujó hacia afuera. En el proceso sacó la cabeza y volvió a respirar. “Nunca supe si se salvó o no, ni siquiera quién era”. Salió a cubierta y se tiró a un costado, aún no sabía que había sucedido pero creía que los habían atacado por aire. Al no ver movimiento de cañones, ni del personal cargándolos y ante el grito de “¡vayan a las balsas!”, se levantó y fue hasta la popa. Recibida la orden de desembarco, Mariano junto a los 26 que compartieron con él la balsa, abandonaron el General Belgrano que se hundía lentamente.
La situación era caótica. El barco continuaba inclinándose, muchas balsas se rompían. Las que estaban en el agua quedaban pegadas a la nave empujadas por la corriente de un lado y el viento del otro. Aquellas que iban llegando a la popa, si podían pasar, eran empujadas por el viento y las alejaba del lugar. Mariano y sus compañeros pudieron rescatar a tres personas más, un oficial y dos cabos que se hicieron cargo de la balsa. En el medio de toda esa escena, vio en cubierta a uno de sus amigos: “Éramos tres compinches que siempre estábamos juntos. Lo vi a uno de ellos: Osvaldo ‘negro’ Galvarne y dije ‘bueno, zafó’”. Lamentablemente, unos días más tarde y por medio de su otro amigo en común, se enteraría de su fallecimiento cuando el ancla del barco caía y arrastraba consigo la balsa en la que se encontraba.
El barco fue recostándose hasta que se hundió por completo. Unidos por la situación vivida y por el cariño a la patria, los tripulantes de la balsa comenzaron a cantar el Himno Nacional. Al finalizar, nuevos ruidos de explosiones los sorprendieron. Las calderas del Belgrano se hacían escuchar desde los 4200 metros del fondo del mar y los puntales, maderas largas de seis metros que se encontraban debajo del techo del barco, salían disparados del agua. Entre los presentes había dos o tres heridos por quemaduras que fueron atendidos rápidamente. Uno tenía una radio y logró sintonizar Radio Colonia donde decían que el barco había sido atacado y averiado. “Si piensan que está averiado no nos van a venir a rescatar”. El miedo y la incertidumbre iban en aumento.
La noche los sorprendió con una fuerte tormenta, con olas de hasta diez metros de altura. Por más que intentaran mantener las puertas de la balsa cerradas, el agua helada ingresaba a borbotones. “Nos turnábamos para tenerla cerrada con las manos. Cuando terminó mi turno tuve que pedir que me sacaran de ahí, que me abrieran las manos a la fuerza porque no podía salir”. Sentados con las espaldas alrededor del habitáculo se encontraban mitad de los presentes de un lado y mitad del otro con las piernas cruzadas, unas encima de las otras. “El que quedaba con las piernas abajo hacía fuerza y las pasaba hacia arriba y así continuamente. Con el frío teníamos que orinarnos encima”.
Cuando Mariano sucumbió al cansancio y cuando despertó la noche estaba quedando atrás, la tormenta había calmado. Organizaron los víveres que tenían para repartirlos entre los presentes. El agua fue reservada en su mayoría para los heridos y el resto tomó solo un trago. “Había caramelos de gelatina. Nosotros habremos comido un cuarto de caramelo y luego les dimos uno a cada herido. Por suerte estábamos bien alimentados”. Las horas pasaron y todos permanecían allí sentados sin hacer nada. Cerca de la una de la tarde algunas miradas comenzaron a cruzarse pero nadie se animaba a decir nada. Intentando agudizar el oído, miraban a los costados y buscaban la aprobación de los demás hasta que alguien se animó a romper el silencio.
“¿Ustedes escuchan? ¿Están escuchando?! ¡Un avión!”
El motor de un avión se acercaba, los estaban buscando. Pasó varias veces pero no había suerte, hasta que por fin, los del cielo y los del mar, se encontraron. El avión se movió ligeramente de un lado a otro, los estaban saludando. “¡Nos vio!” El ánimo cambió completamente y para levantar aún más a los presentes, el oficial les contó la historia de una gitana quién al leerle la mano le advirtió que luego de pasar la etapa más feliz de su vida tendría la prueba más dura. Pero que saldría adelante, que la pasaría. “Así que yo tengo confianza”, les dijo mientras les mostraba las fotos de su señora e hijos.
Tras 29 horas y cerca de las cinco de la tarde se encontraron a lo lejos con las luces de un buque que se acercaba. No comprendían el por qué de la tardanza pero luego supieron que no muy lejos de dónde ellos se encontraban había un conjunto de balsas diseminadas por la zona. El momento de abordar el Aviso Gurruchaga llegó. “Nunca pasé tanto frío en mi vida como en esos minutos”, recuerda Mariano. Tiritando y con el agua congelada que salpicaba cada vez que la balsa y el buque chocaban, hizo lo posible para tomar la escalera de soga que le habían tirado. “Por suerte no me caí, yo no sé nadar. Igual no me hubiese servido de nada porque me hubiera muerto congelado”.
El Gurruchaga era un barco pequeño, de poca tripulación pero todos allí brindaron hasta lo que no tenían para ayudar a los sobrevivientes. “Nos duchamos y nos dieron toda su ropa. Vaciaron hasta el último cajón para que nos pudiéramos cambiar la ropa orinada y vomitada. Después nos dieron sus jarritos y pasó un colimba con chocolate que nos advirtió que ‘no estaba caliente sino hirviendo’”. A medida que iban llegando los rescatados, los ponían en la cama, les hacían masajes para que entren en calor y cuando estaban mejor, iban con el siguiente. Sobrevivieron 770 personas pero aquel 2 de mayo murieron la mitad de los argentinos fallecidos en Malvinas.