«No alcanza»

«No alcanza»

El 20 de marzo se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Fue un viernes. El decreto implicaba el cierre de comercios, oficinas, cines, lugares de esparcimiento. Y también de las escuelas. El lunes, los niños, niñas y adolescentes que estudian en los establecimientos públicos de la Ciudad de Buenos Aires hicieron largas filas para retirar su almuerzo en los comedores, que consistía en un sandwich con una feta de queso y otra de jamón. “Bueno, ni siquiera era una feta de jamón”, aclara Alicia Navarro Palacios, directora de la Escuela N°7 del Polo Educativo de la Villa 20 en Lugano. “Uno le puede decir jamón y suena como demasiado. Era una feta de un fiambre de pollo con un color raro”, describe.

El Gobierno de la Ciudad había decidido, ante la imposibilidad de continuar con la modalidad de entrega de comida en el comedor, cambiar el almuerzo por unas “viandas” compuestas por dos sándwiches de jamón y queso, una barrita de cereal, dos paquetes de galletitas y, en algunos casos, un litro de leche o una fruta. Los alumnos recibieron ese magro almuerzo hasta el 1 de abril, cuando el Gobierno decidió cambiarlo por una “Canasta Escolar Nutritiva” de entrega quincenal, a partir de un amparo judicial presentado por las legisladoras del FITU-PTS Alejandrina Barry y Myriam Bregman.

“También junto a cooperadoras, muchas mamás y docentes interpusimos ese amparo colectivo para que se diera una comida de calidad para nuestros chicos”, relata Barry. “Con el fallo, el Gobierno tuvo que cambiar y empezar a dar bolsones alimenticios. Pero la comida que entregan no alcanza en cantidad y la calidad no cumple siquiera con la Ley de Alimentación, que habla de seis nutrientes: cereales, sus derivados y legumbres secas; hortalizas y frutas; leche, yogurt y quesos; carnes y huevos, o atún; aceites y grasas; azúcares y dulces”. Al mismo tiempo, desde la bancada se plantea que no puede entregarse un “bolsón universal”, ya que se debe contemplar las diferentes franjas etarias que tienen distintas necesidades calóricas: de 0 a 7 meses; de 7 a 12 meses; de 1 a 3 años; de 4 a 8 años; de 9 a 13 años y de 14 a 18 años. 

Los bolsones repartidos incluyen -según si la escuela es de jornada simple o completa- el desayuno, almuerzo y refrigerio. Para graficar el grado de precariedad de estas entregas sólo basta con leer que, en cuanto al desayuno, se entregan cinco saquitos de té y otros tantos de mate cocido. Se supone que debería también incluir dos litros de leche y diez unidades de alimento sólido, pero la leche va y viene y los sólidos se materializan en algunas barritas de cereal o galletitas de marca -por no hablar de la calidad- completamente desconocida. “Hay veces en que se entregan dos leches y otras en las que no se da nada. Además, dos leches para quince días no alcanzan. Con lo que comen los chicos, dura alrededor de dos días”, se lamenta Alicia. 

El virus, la cuarentena y la pobreza

Pero el trasfondo de esta triste realidad es el de una pandemia incontrolable, una crisis económica que oscurece el horizonte y la precariedad estructural de quienes viven en barrios con escasa infraestructura e ingresos informales. Según UNICEF, más del 60% de los menores en el país serán pobres para fin de año a causa del descalabro económico mundial producido por la Covid-19.

Federico Puy lleva diez años siendo maestro de primaria en el Normal N°5 de Barracas y tiene a su cargo dos quintos grados. “La mayoría de mis chicos son del barrio Zavaleta y de la 21-24. En estos meses sufrieron un montón de cortes de luz que, pobres, las únicas leches que les dábamos se les terminaban cortando. Muchos de ellos ya nacieron a la vera del Riachuelo y vienen con un montón de problemas de salud, además por vivir en forma hacinada. Aparte, por no tener agua se expandió mucho el contagio de Covid en barrio”, explica.

Algunos días estuvo soleado y la brisa del viento hacía la espera, en lo posible, agradable. Otros días llovió con furia, haciendo que las familias intentasen refugiarse bajo paraguas, telas o techitos. Aún así, en las escuelas la fila siempre fue numerosa los días en que llegaban los bolsones con comida. “Lo que hicimos fue diversificar horarios para que no haya acumulación de familias en la puerta y no tengan que estar esperando”, relata Federico. “Estas familias tienen una gran necesidad”, agrega Alicia y continúa: “la población de mi escuela trabaja en las ferias, en changas, por horas en las casas o en los talleres de costura. Todos empleos precarios. Entonces, cuando comenzó la cuarentena, no pudieron salir a trabajar. No entraba un peso en sus casas. Y el IFE no fue para todos, porque hubo gente que no lo pudo cobrar. Lo poco que les das te lo agradecen, pero te dicen que realmente no les alcanza y te preguntan por más: ‘¿No me podés dar dos?’. Si habrá necesidad que hacen largas filas para recibir esos saquitos de té, las dos leches, los paquetes de galletitas y la barrita de cereal. Pero no alcanza. No les alcanza”.

Alicia cuenta que en la Villa 20 de Lugano también hay varias manzanas que no tienen agua. “Allí va el camión y les entregan un poco, pero les dicen ‘no la tomen eh, que no es potable’. Por eso les dan unos sachet de agua apta para el consumo. Pero hace unas semanas en la Zavaleta salieron las familias a protestar porque también tenía feo gusto y olor”. 

Uso de tapabocas, distanciamiento social y constante lavado de manos: esas son las recomendaciones sanitarias para evitar el contagio. ¿Cómo puede sostenerse en cuarentena una familia que vive a partir de ingresos informales? “En los grupos de WhatsApp que tenemos con las familias incluso nos mandan su changa, para ver si alguno agarra”, continúa Alicia. ¿Cómo pueden higienizarse quienes no tienen agua? Uno de los reclamos también es el de la entrega de elementos básicos de higiene. El Gobierno de la Ciudad los oyó y envió: un jaboncito de hotel por bolsón. Fue Alicia quien subió la foto en las redes con varios de esos jaboncitos, que entraban todos juntos sin problema en la palma de su mano, donde se leía claramente que eran para “hotel”. El escándalo fue importante y el Gobierno decidió enviar un jabón algo más grande. Pero aún así se repite en eco esa frase, casi como una oración, de Alicia: “No alcanza”.

No alcanza y por eso los docentes encuentran, como pueden, soluciones parciales. “Como la canasta no tiene productos de limpieza, lavandina o detergente, eso lo donan nuestros profesores. Los docentes de nuestra escuela hacen colectas y lo compran de su bolsillo. Con eso agrandamos un poco esa canasta, con todo el esfuerzo del mundo porque cualquiera puede imaginar que a nadie le sobra ese dinero”, explica Federico.

Así, los docentes pivotean entre la pedagogía, la asistencia social, la militancia política, la contención humana. “Nosotros cumplimos muchos roles”, continúa Federico. “Más allá de que uno puede cuestionarlos, porque nuestra función debería ser pedagógica, creo también que la pedagogía es política. Tenemos un rol, si se quiere, ‘privilegiado’ por nuestra relación con las familias y los barrios que nos pone en un lugar para pensarnos como organizadores de sus demandas. Tenemos casos de gatillo fácil, de abuso policial, de chicas que desaparecen por las redes de trata, de despidos en las fábricas, y nosotros cumplimos un rol muy importante porque enseguida avisamos a todo el mundo, hacemos campañas y la solidaridad se puede acrecentar”.

Alicia también cree que su trabajo va más allá de lo estrictamente académico. Es docente de primaria desde hace más de 28 años y en todo ese tiempo vio los distintos rostros que fue tomando el país y su gente, las escuelas y sus chicos. “Yo viví el 2001, que fue terrible. Los pibes se nos desmayaban de hambre, literalmente. Recuerdo a un papá con varios hijos, excelente vestido, limpieza impecable, los chicos super educados, una famillia muy contenedora. Él se sentó y se puso a llorar contándome que estaba desocupado, que no podía salir a laburar mientras sus hijos y su mujer hacían changas. Tengo esa fotografía, ese recuerdo mejor dicho. Esta crisis de ahora es profunda, porque además uno sabe que es sanitaria, económica a nivel mundial y eso se ve reflejado en las tomas de tierras, en la desesperación de la gente que no puede pagar el alquiler. La escuela cumple un rol fundamental, haciendo visibles esas demandas, peleando junto a las familias y exigiendo lo que tiene que ser garantizado desde el Estado. Porque no trabajamos con máquinas, trabajamos con gente que conocemos: niños y adolescentes con los que cotidianamente nos vinculamos y esas familias que nos confían lo más importante que tienen”.

La vieja y conocida normalidad

Aunque el triste sandwich de marzo gatilló la bronca y las innumerables idas y vueltas durante estos últimos seis meses, la cuestión de la comida en los comedores escolares se remonta muy atrás, hacia los tiempos de la primavera neoliberal y su paradigma privatizador. El Servicio Público de Alimentación en las escuelas públicas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se encuentra cartelizado por unas 19 empresas concesionarias que ganan licitaciones sin esfuerzo y cambian de nombre cada cierto tiempo cuando el esquema se desequilibra un poco.

El 22 de junio de este año, la jueza a cargo de la causa abierta por las legisladoras del FITU-PTS, Romina Tesone, exigió al Gobierno de la Ciudad que informase el costo y la cantidad de las canastas entregadas, la suma pagada a las concesionarias -antes y durante la cuarentena-, el monto del presupuesto para el servicio de comedores y la cantidad ejecutada hasta el momento. El gobierno de Horacio Rodríguez Larreta se negó y, el 18 de agosto, la jueza le aplicó una multa de ocho mil pesos diarios al ministro interino de Educación Luis Bullrich hasta que no diera cuenta del pedido. También lo imputó penalmente por incumplimiento de los deberes de funcionario público. El 23 del mismo mes, el gobierno finalmente respondió, aunque no brindó información sobre cuánto era el monto pagado a las concesionarias.

El presupuesto para el servicio de comedores durante este año es de 5.031.358.533 pesos; hasta agosto se ejecutó el 69,86%, o sea, unos 3.531.129.891 pesos. En cuanto a la cantidad de canastas, el gobierno alegó que no conoce el número exacto pero que ejecutan una cantidad fija según el número de estudiantes matriculados; por lo tanto, hasta agosto se entregaron 133.557 almuerzos -1.400 pesos cada uno-, 78.001 refrigerios -529 pesos- y 222.687 desayunos -175 pesos-. Tomando en cuenta estos últimos dos datos, desde la bancada del FITU-PTS calcularon cuánto fue gastado efectivamente en comida y surgió el siguiente número: 2.672.125.540 pesos. 

O sea, de este dato se desprende que entre el presupuesto y lo efectivamente gastado en los bolsones hay una diferencia de 859.004.351 pesos. “Un presupuesto de 800 millones de pesos que no se sabe a dónde fueron a parar”, sentencia Alejandrina Barry. “Muchas de estas concesionarias fueron aportantes de Cambiemos y, además, son empresas que reciben el ATP del Gobierno Nacional a la vez que el 35% de lo que el Gobierno de la Ciudad les otorga es justamente para el pago de salarios. Mientras tanto, a sus empleados o les habían bajado el sueldo o los mantienen en forma precarizada. Realmente una estafa, una estafa con algo que es realmente gravísimo porque estamos hablando de la alimentación de los chicos y las chicas del sector más vulnerable de la sociedad”.

 

Hecha la ley, hecha la trampa

Hecha la ley, hecha la trampa

“Despidos”, “suspensiones” y “rebajas salariales” son tres conceptos que desentonan en la retórica de ciencia ficción imperante. Sin embargo, son las categorías esenciales para comprender gran parte de lo que sucede tras las bambalinas de la pandemia. A la amenaza biológica contra la vida se le suma la amenaza social contra el trabajo.

Es en busca de esa realidad que surgió el Observatorio de Despidos Durante la Pandemia, una iniciativa de sociólogos y estudiantes de Sociología de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata agrupados en La Izquierda Diario. “La idea del Observatorio surge a partir de dos dimensiones: por un lado, cuando inicia la cuarentena aparecieron, en forma de aluvión, datos, gráficos, curvas y demás sobre los aspectos sanitarios, que desde ya son imprescindibles. Pero no se publicaba, ni en las esferas de gobierno ni en los espacios mediáticos, información respecto a la situación de los trabajadores. Esa ausencia empezó a volverse sintomática y, de hecho, se prolonga hasta hoy”, explica Mariano González, estudiante de Sociología de la UBA, y continúa: “Por otro lado, teníamos una prédica del oficialismo de protección a los trabajadores tanto a través de conferencias de prensa como a partir de varios decretos de necesidad y urgencia. Incluso Alberto Fernández llamó ‘miserable’ a Paolo Rocca por los 1.450 despidos de Techint. Sin embargo, esas cesantías se concretaron y los ataques al salario, despidos y suspensiones comenzaron a aparecer de manera muy fuerte. Por eso decidimos poner en pie el Observatorio, para brindar esos dato”.

El relevamiento se realiza semanalmente a partir de publicaciones en más de 40 medios periodísticos nacionales y regionales, a los que se agregan las cifras publicadas esporádicamente por distintos organismos y los resultados de los acuerdos a los que llega cada sindicato en particular. A partir de esa información, se realizan informes y análisis bajo la supervisión de Paula Varela, investigadora del Conicet y docente en la UBA.

El conteo comienza desde el 20 de marzo –el día en que se inició el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio- y, al 30 de mayo, se relevó el impactante número de 3.890.639 trabajadores afectados. El Observatorio desagrega esa cifra en tres categorías: “despidos”, unos 139.634; “suspensiones” (incluye a trabajadores que hayan sufrido el doble ataque de suspensión más rebaja salarial), que alcanza 1.786.987; y “ataques al salario”, que suben a 1.965.018.

De todas formas, este número es tan sólo una base, un indicio, más que una afirmación acabada. Los datos dependen de aquello que es considerado noticia por alguno de los medios relevados y, sobre todo, se impone la opacidad absoluta a la hora de registrar la situación del sector informal. “El porcentaje de precarización laboral en Argentina es del 40%”, analiza Clara Posse, socióloga. “Entonces, sabemos que hay muchos trabajadores informales, precarizados, contratados o con distintas relaciones laborales que no están pudiendo ser relevadas. Ese es un límite importante. Nosotros remarcamos que ésta es la cifra que pudimos abarcar, pero que en realidad es muchísimo más”. El llamado del Observatorio, en consecuencia, es que sean los y las propias trabajadoras quienes hagan su denuncia tanto al mail mapadedespidos@gmail.com como a La Izquierda Diario.

Según el informe del Observatorio, el sector más afectado es el del comercio.

El gobierno nacional -con el apoyo de todos los estratos gubernamentales- optó por una cuarentena estricta, con excepción de ciertos sectores denominados como esenciales. Para disipar incertidumbres sobre la situación a la que se verían expuestos las y los trabajadores, en el Artículo 8° del DNU 297/20 se dispone que “durante la vigencia del ‘aislamiento social, preventivo y obligatorio’, los trabajadores y trabajadoras del sector privado tendrán derecho al goce íntegro de sus ingresos habituales”. Más tarde, el 31 de marzo, tras el escandaloso episodio en Techint, se firmó el DNU 329/20. El Artículo 2° dispone: “prohíbense los despidos sin justa causa y por las causales de falta o disminución del trabajo y fuerza mayor por el plazo de sesenta (60) días” -se prorrogó por otros 60 días más desde su vencimiento-. Y el Artículo 3°: “prohíbense las suspensiones por las causales de fuerza mayor o falta o disminución de trabajo por el plazo de sesenta (60) días” -también prorrogado-. En resumen: se prohíben las rebajas salariales, los despidos y las suspensiones durante el aislamiento obligatorio. El devenir de los días terminó dictaminando algo totalmente diferente.

¿Qué sucedió entonces? El primer indicio puede encontrarse en un pequeño apartado del Artículo 3° del DNU 329/20. El mismo dice: “quedan exceptuadas de esta prohibición las suspensiones efectuadas en los términos del artículo 223 bis de la Ley de Contrato de Trabajo”. ¿Qué dice el artículo 223 bis de la Ley de Contrato de Trabajo? Establece la posibilidad de realizar suspensiones de tareas al trabajador en caso de fuerza mayor, abonándole una suma no remunerativa que es tan sólo un porcentaje de su salario habitual y teniendo que tributar únicamente aportes y contribuciones a la obra social y ART. Pero, antes este mecanismo debe ser pactado con el empleado de manera individual o colectiva -sindicatos-.

El 27 de abril, la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Unión Industrial Argentina (UIA) pactaron un acuerdo que sirve de marco para el resto de las negociaciones gremiales: el tope de descuento al salario de trabajadores suspendidos no puede superar el 25%. Aunque en realidad esto debe leerse con mayor detenimiento: la CGT y la UIA habilitaron que aquellas empresas que suspendan empleados tienen la posibilidad de reducir sus remuneraciones hasta un 25% en sus respectivas negociaciones con los sindicatos.

Muchas de las rebajas salariales y suspensiones fueron acordadas con los gremios.

El último informe del Observatorio muestra que el 76,1% (2.962.346 trabajadores) de los “ataques laborales” -despidos, suspensiones y ataques al salario- tienen como origen los acuerdos sectoriales. “El sector más afectado es el de Comercio, ya que allí trabajan alrededor de 1.200.000 personas. El que le sigue es Construcción: la Cámara Argentina de la Construcción anunció a principios de mayo que se habían perdido 100 mil puestos de trabajo entre marzo y abril. En conjunto con el resto de las modalidades de ataque al trabajo suman casi 500.000 casos y hay que tener en cuenta además que es un sector con una gran proporción de empleo informal, que no puede ser contemplado en el estudio. También representa el 25% de los despidos a nivel nacional. Tercero está el sector del Personal de Casas Particulares, las empleadas domésticas, que en un informe publicado por el sindicato se reveló que se vieron afectados 500.000 puestos. Y, en cuarto lugar, pelean cabeza a cabeza el sector estatal y el gastronómico”, explica Posse.

Efectivamente, el estatal se encuentra en el podio de los sectores que más ataques sufrieron con 438.927 afectados. Algunos casos se extienden desde mucho antes de la cuarentena, como las deudas salariales y paritarias a la baja en la provincia de Chubut.

“El ataque al salario es el principal mecanismo utilizado para transferir los costos de la crisis a los trabajadores”, se lee en el último informe del Observatorio. El total de trabajadores afectados por ataques al salario es de 3.685.515. Dentro de esta categoría se despliegan tres mecanismos: reducción salarial (2.880.626), postergación de paritarias (720.546) y adeudamiento salarial (84.343). González enfatiza: “Ante esto, el gobierno nacional no solamente no ve esos ataques sino que los convalida. Los acuerdos firmados por sector entre las direcciones sindicales y las cámaras empresarias son homologados por el Ministerio de Trabajo. Los decretos son papel mojado. Hay un gran consenso en todo el arco político y sindical en hacer de cuenta como que sigue en verdad la ficción de que éstos decretos tienen algún tipo de utilidad”.

El derrumbe de la economía tanto nacional como mundial, no obstante, es insoslayable. Las grandes potencias han impreso y desembolsado millones en papel moneda para rescatar a sus sistemas financieros y económicos. Menos grandilocuente, más lúgubre, es la realidad de los negocios barriales, de las empresas modestas que caen sin estruendo y dejan en la completa incertidumbre a miles de trabajadores y trabajadoras. Con ese argumento se firmó el DNU 332/20 del 1° de abril, que establecía las bases del Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP). Se trata de una serie de medidas que abarcan exenciones impositivas y, en especial, el pago por parte del Estado -Anses mediante- de una porción del salario de los trabajadores. Con las semanas comenzaron a aparecer situaciones completamente irregulares: aparecieron en la lista de beneficiarios grandes empresas, sin problemas financieros, y entre los salarios beneficiados con fondos públicos se encontraban sus propios CEOS.

“A partir del acuerdo de la CGT con la UIA se redujo un 25% el salario, el 50% es pagado por la Anses y empezamos a notar que ese 25% restante que queda a cargo de la empresa muchas veces es pagado en cuotas o directamente no se paga”, recalca Posee.

“Todo esto no es un simple desconocimiento. Lo mismo respecto al decreto que prohíbe despidos y suspensiones. Estas situaciones son públicas, se denuncian en las carteras del Ministerio de Trabajo. Sin embargo, el Gobierno nacional decide hacer la vista gorda. Enfatizamos el episodio de Techint, un caso emblemático. Sobre eso no hubo ningún tipo de represalia, sino que incluso fue premiado con el ATP. Incluso, al momento de recibir ese beneficio, despidió a otros 30 trabajadores de una contratista de Siderca, en Campana. Lo mismo sucede con Blaquier, que también accede al ATP y de todas formas suspende y recorta salarios. Al igual que otras empresas como Granja Tres Arroyos, que luego de recibir el ATP despidió a 50 trabajadores. Con todo este panorama, nosotros vemos que el ATP y otros tipos de programas en realidad son un gran subsidio millonario a las empresas para mantener el margen de rentabilidad a costa del ajuste y el recorte a los trabajadores”, denuncia Mariano González.

Madres y padres al borde de un ataque de nervios

Madres y padres al borde de un ataque de nervios

“Cuando estás con un niño todas las conversaciones son cortadas”, comenta Dinah mientras con una mano sostiene el teléfono y con la otra le alcanza reiteradas veces cosas distintas a su hija Mora. Desde la imposición del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, el 20 de marzo, las tareas de cuidado de varias madres y padres -ya de por sí extenuantes- se convirtieron en una actividad intensa, contínua y, para muchos, desgastante. Los jardines y colegios cerrados, los talleres y clubes impedidos de abrir sus puertas, y la restricción a la circulación por la vía pública a causa de la pandemia de COVID-19 suponen el encierro masivo de las familias. Pero la enfermedad y la cuarentena no afectan a todos por igual: la situación económica, social, demográfica decreta desde un reposo más distendido a aquellas familias de buen pasar hasta situaciones de hacinamiento y desesperación en los barrios más carenciados.

Dinah tiene 41 años. Es profesora de danza, traductora y community manager. Vive en Coghlan, zona norte de la Ciudad de Buenos Aires, junto a su hija Mora de 4 años en un departamento de tres ambientes: living-comedor, una habitación para cada una y un balcón francés, de esos que no son propiamente un balcón sino un ventanal con rejas a la calle. 

Cuando la amenaza del coronavirus empezó a acechar el imaginario de nuestro país, ya varios de sus alumnos habían decidido dejar de asistir a sus clases. Con la cuarentena decretada, el contacto físico se clausuró completamente. Una de las colegas de Dinah le recomendó la aplicación Zoom -que se ha vuelto muy conocida en estos tiempos de lejanía- y entonces comenzó a dar cinco clases semanales por ese medio. Para lograrlo, además, tuvo que hacer unos ajustes: “Desarrollé un formato de clases que se puede hacer en más o menos un metro cuadrado. Aunque es un poquito intenso, cualquiera lo puede hacer y desde el living de su casa. La necesidad de movimiento en este momento es grande. Y yo también tengo un departamento muy chiquito. Se armó un grupo lindo y eso de que la visualidad permite conectar y mover energía es muy loco. Sentir que estamos en la clase todos en una sintonía, en un estado físico y energético está muy bueno”.

Sin embargo, la necesidad de movimiento y actividad no afecta únicamente a los adultos. Mora y su infancia son demandantes, necesitan entretenerse, jugar, ser atendidos constantemente. “Cuando estoy trabajando con la compu, también estoy con Mora. No puedo separar el espacio de trabajo y el de mi hija. Lo que organicé es que ella se vaya unos días a lo del papá, y doy las clases en ese tiempo”, cuenta Dinah. Es que, a los 4 años, una nena necesita de sus amigas, maestros y espacios. El departamento de Dinah es pequeño. Por eso ella decide salir todos los días un rato a la vereda, para saciar un poco la necesidad de respirar aire fresco. “Cuando me enteré que el lunes no iba a ir al jardín, le dije: ‘Mirá, hay una enfermedad, un bicho que está dando vueltas y no se puede salir, no vas a poder ir al jardín’. Ella automáticamente tuvo como un ataque de enojo”, relata Dinah riéndose un poco y sigue: “Yo no sabía qué era. Después lo entendí: era su único espacio oficial y lo perdió”. 

Ricardo y Marcela son un matrimonio de Ramos Mejía. Ambos tienen 44 años y son empleados administrativos en distintas empresas. Desde el 20 de marzo, dedican sus semanas al aparentemente novedoso home-office. “En la empresa en que yo trabajo es una práctica habitual, nos dejan trabajar una vez por semana desde nuestra casa, incluso desde antes de la pandemia”, comenta Ricardo. En el caso de Marcela, la complicación se halla en la necesidad de firmar documentos con lapicera y en papel físico. Igualmente, cuenta Ricardo, “está con muchas actividades, con muchos clientes y proveedores, aunque estén parados por todo este tema”.

La pareja vive junto a su único hijo, Román, de 9 años. “En los trabajos saben que tenemos un nene -relata Ricardo- y ellos son flexibles con nosotros. Nosotros, a su vez, tenemos que ser flexibles hacia ellos. Si en algún momento necesito parar de trabajar para hacer alguna tarea que a él le llega, se entiende. Lo mismo en el trabajo de Marcela. Y bueno, entonces quizás en lugar de terminar el horario laboral a las 18, quizás lo hacemos a las 19”. 

Román pasa sus días haciendo la tarea que le envía la escuela a través de una plataforma virtual, mirando televisión y jugando a la play por la noche y siguiendo sus entrenamientos de fútbol. Es que, a pesar de vivir, como Dinah, en un departamento pequeño de tres ambientes, disponen de un bondadoso balcón a la calle. “Ahí él puede hacer esa actividad dos veces a la semana, mirando al profesor a través de Zoom. También le sirve para descargar energía y, sobre todo, no perder el contacto con sus compañeros del club”, agrega Ricardo. Es que mientras el mayor problema de Dinah es la constante necesidad de atención por parte de Mora -mucho más pequeña-, los padres de Román están preocupados por la sociabilización de su hijo. Si bien, cuentan, se contacta con sus compañeros a través de los videojuegos o de manera virtual, no es lo mismo. “El otro día nos comentaba que estaba triste porque extrañaba tener a los compañeros”, se lamenta. “Cuando hubo un cumpleaños, los padres organizamos una reunión por Zoom donde le cantamos el ‘feliz cumpleaños’ al nene”.

Despertarse al mediodía, hacer primero la tarea, luego quizás el entrenamiento, charlas con sus padres tomando aire en el balcón y PlayStation a la noche: esa sería aproximadamente la rutina que pudieron construirle a Román. Distinto es el caso de Mora, a quien Dinah no encuentra forma de establecerle una: la niña se despierta 7 y media, todos los días, y con ella se tiene que levantar Dinah. “Hoy 7 y media de la mañana me robó el teléfono y entonces yo dormí hasta más tarde, pero fue la primera vez que duermo un poco más en estos días”, se ríe. Juegan entonces hasta el mediodía como siempre, hora del almuerzo. “Yo así siempre tuve la mañana organizada y a la tarde estaba el jardín. Pero al desaparecer el jardín, se esfumaron esos horarios, genera un caos, hay un limbo ahí hasta las 18 o 19”. A esa hora ya Dinah no tiene más recursos. Las tardes se sobrellevan como se puede, organizando el trabajo y sus clases, haciendo difusión y entregas mientras inventa actividades para Mora. “A la vez tengo que hacer la comida, limpiar, lavar la ropa. Es mucho, es muy difícil y creo que le pasa a un montón de mujeres. Y termino sintiendo culpa porque digo: ‘Estoy pero no estoy con ella’”. 

Como apoyo logístico dentro del departamento está su gata, Lola: “Decí que colabora un poco con la crianza…pobre gata, está agotada ella también”. Mientras tanto, Dinah echa mano de las actividades que mandan desde el jardín: “Entro al portal, abro los ejercicios y si a ella le copan los hacemos. Ellos estaban trabajando con un cuento que se llama La Casa Interminable y propusieron que armen una casa. Desde entonces Mora se copó en hacer casitas”. Y así se empezaron a erigir casitas armadas con almohadas y colchas, bajo las estructuras de mesas y sillas: “El otro día hizo una casita abajo de la mesa y se tiró a ahí. Así que le puse un colchón chiquitito que tengo y se quedó a dormir. Para ella es un montón: no dormir en su cama es como una aventura”.

Tanto Ricardo y Marcela como Dinah se preocupan de no exponer a sus hijos ante la tentación de las pantallas. Román tiene permitida la televisión o los videojuegos a la tarde-noche, luego de hacer sus tareas escolares. Eso no parece ser un problema, Ricardo habla muy bien de su hijo en cuanto a la responsabilidad en los estudios. También suelen disfrutar de las jornadas apacibles: “Hubo unos días que estuvo lindo, que estuvimos en el balcón hablando, escuchando música, charlamos con parientes”. A Mora se le permiten las pantallas sólo como “último recurso”: “Me parece que la tecnología no está buena para los pibes porque es muy adictiva. Es lo mismo que nos pasa a los adultos. Después de que deja el teléfono -que yo y el papá tratamos de que no lo use- queda muy nerviosa, muy adicta y bajarla de ese estado no es fácil. Por eso la dejo conectarse con una amiga solamente cuando ya no encuentro forma de que salga del embole”, lamenta Dinah.

“Al principio se tomó un poco a risa que no iba a ir a la escuela. Nos sentamos con él y le explicamos lo que está pasando. En algún punto compensa esa limitación de no ver a sus compañeros con el hecho de tener a sus padres todo el día alrededor suyo”, reflexiona con cierto optimismo Ricardo. El tiempo libre junto a Marcela lo aprovechan cuando Román se encuentra jugando o mirando televisión. Ricardo recalca que siempre busca estar cerca de su hijo y esposa.

Mara es Licenciada en Terapia Ocupacional. Se encarga de la rehabilitación de niños y niñas con discapacidad, con el objetivo de que ellos puedan participar de las actividades de la vida cotidiana de manera independiente. La terapia se centra en sus fortalezas, busca desarrollar sus habilidades para poder, por ejemplo, vestirse, sentarse, comer, asistir y mantener un buen desempeño escolar. El encierro, sostiene, “afecta a todos los nenes, con o sin discapacidad”. La respuestas que las niñas o los niños dan ante esta situación tienen más que ver con su propia personalidad: los hay más inquietos o más calmos, independientemente de si poséen una patología o no. Sin embargo, existen diagnósticos que quizás puedan afectar particularmente: “El Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad puede desarrollar, como su nombre lo dice, una tendencia a la hiperactividad. Nenes con autismo pueden necesitar que los padres tengan que pensar las actividades por él, ya que implica algunos problemas en la ideación de, por ejemplo, los juegos. Pero, recalco, no va por el diagnóstico en sí, sino por la persona. Cada persona es distinta”.

Por lo tanto, el impacto del encierro afecta a todos los niños y niñas de una manera particular. Y esas reacciones se amalgaman con las diferentes realidades que viven, ellos y sus padres: un departamento de tres ambientes o una casilla en un asentamiento de emergencia; un cuidado por parte de una pareja o la crianza en soledad, entre muchas otras causas. Mara intenta visualizar el lado positivo de esta situación: “También puede ser una oportunidad para conocerse más, para hacer actividades. Al no tener el reloj corriéndolos, quizás se pueda disfrutar de otra manera”. Es una oportunidad abierta para algunos, mientras que otros “están colapsados porque son demasiadas horas, ya no saben qué actividad hacer, están cansados. Les mandan tarea del colegio para la que los padres por ahí no tienen las herramientas con las que explicarles”.

“Yo no encuentro una regularidad, no hay una dinámica todavía. Es todo muy día a día. Siento que ella está un poco nerviosa. Y yo también. El otro día puse un incienso en la casa como para bajar un poquito los decibeles”, confiesa Dinah. 

Con o sin cuarentena, la maternidad no es sencilla. “Hay que armarse de paciencia y tratar de dar lo mejor. Pedir ayuda a los maestros si es necesario. Y, sobre todo, no sentirse frustrados. Esa es la clave: están tratando de hacer lo mejor, hacen lo que pueden. No hay que juzgarse de cómo lo están haciendo sino saber que están dando todo de sí”, explica Mara.

El ojo que juzga y vigila no es sólo exterior, sino que normalmente está interiorizado. La maternidad como imposición social, como destino, como responsabilidad última. Algo que en otras épocas era implícito y que, en tiempos de feminismos, empezó a cuestionarse. Pero sigue allí, agazapado, latente. “Yo amo a mi hija y estoy feliz de ser mamá. Igualmente, es agotador. Ellos no tienen la culpa, pero la realidad es que se aburren, necesitan atención. Esta cuestión de que la mujer exponga que la maternidad no es rosa no está tan aceptado todavía”, reflexiona Dinah e insiste: “Además, una no es mamá solamente. Una es mujer, que quiere tener proyectos, que quiere laburar, que quiere salir, que necesita divertirse y que, también, quiere ser mamá. Es difícil, empezás a salirte de un mundo que era tuyo, que no está más y que tenés que rearmar después a partir de la maternidad”. 

Ricardo, entre el trabajo, la crianza y el mantenimiento del hogar, logra encontrar momentos positivos. Ya sea viendo una serie con su esposa mientras Román se entretiene con los videojuegos, buscando videos en internet para realizar un poco de ejercicio o disfrutando un rato en el balcón. “Si bien la situación es un poco incómoda, tenemos la oportunidad de estar en contacto más cercano con Román”, considera. Su mayor miedo es el colapso del sistema de salud y no poder ser atendidos en caso de contraer el virus: “Con un tratamiento se puede salir adelante, no es que todas las personas que tienen el virus mueren. Es poco ese porcentaje, pero es mucho el de gente que se contagia y podemos llegar a tener un pico en invierno”.

En ciertos lugares del país la cuarentena se fleibilizó y se pueden realizar salidas según algún esquema que propone cada gobierno local, pero sólo parecen paliativos para afrontar la tensión del encierro. El virus circula con las personas y las personas, todavía, son vulnerables. Una responsabilidad más sobre los hombros de todas las madres y padres, que se suma a los derroteros de la crianza. Ante la pregunta sobre cómo piensa llegar hasta el final de la cuarentena, Dinah suspira: “No sé ni cómo voy a llegar al sábado a la noche. Esto es día a día, no puedo pensar mucho más adelante”. Sin embargo, ella tiene muy clara su responsabilidad: “En la posibilidad de construir una vida más rica para mí también le estoy brindando a mi hija un modelo más rico para ella. De que pueda conocer y experimentar que ser mujer y ser mamá puede implicar también ser profesional, ser bailarina o lo que ella quiera ser en la vida. Por eso me interesa sostener mis deseos, es la posibilidad de que ella pueda sostener los suyos. Un poco esto es lo que me mantiene en el rumbo”.

Los rostros golpeados de la cuarentena

Las luces del discurso público iluminan y ensombrecen. Las cifras, tasas y porcentajes focalizan contagiados, fallecidos y recuperados de COVID-19. Otros números gritan el rojo de la economía doméstica. Unos cuantos se empeñan en aullar por puro oportunismo político. Pero poco se toma en cuenta la cuestión de la crianza: no hay tablas que reflejen la tensión en la convivencia, el cansancio de progenitores, la ansiedad en las niñas y niños. Menos aún el número de cachetazos que muchos de ellos reciben en sus hogares. Dicho en forma más directa: el maltrato infantil.

“Si bien en el país aún no se cuenta con evidencia validada respecto al aumento de casos de violencia intrafamiliar en el contexto COVID-19, se estima que el marco de emergencia y aislamiento aumenta los riesgos de violencia contra mujeres, niñas y niños, especialmente en lo referido a la violencia intrafamiliar, la sobrecarga de actividades domésticas, el abuso sexual y la violencia de género”, explica Hernán Monath, Especialista en Protección de Derechos y Acceso a la Justicia de UNICEF. 

En abril de 2016, UNICEF elaboró el informe “La violencia contra niños, niñas y adolescentes en el ámbito del hogar”, basado en la información brindada por madres, padres o personas a cargo del cuidado de niñas, niños y adolescentes de entre 2 y 17 años. Los resultados indicaron que en 7 de cada 10 hogares se utilizan al menos un método de disciplina violenta en la crianza y que en el 40% de ellos se recurre a la violencia física. Estos números sirven de base para inferir las diferentes situaciones que podrían manifestarse durante el confinamiento social: “Las causas pueden ser las incertidumbres generadas por la crisis del mercado de trabajo y fuentes de ingreso, que generan mayor angustia y estrés en adultos y cuidadores, y que podrían alterar los buenos tratos y la crianza libre de violencia”, agrega Monath. De todas formas, el elemento central se encuentra en que la cuarentena implica una mayor cantidad de horas de convivencia con aquellos adultos que ya cometían actos de violencia dentro de los hogares. 

Con la libre circulación prohibida y el miedo al contacto social, muchos niños, niñas y adolescentes pueden verse impedidos de acudir ante los servicios de justicia y organismos especializados en el acompañamiento a las víctimas. Monath resalta un punto que genera escalofríos: “A nivel violencia de género, los riesgos en este contexto son que aumente la explotación sexual de los niños y las niñas, y el matrimonio precoz forzado e infantil”. Aquellas situaciones previas toman una intensidad mucho mayor en estos tiempos excepcionales.

“La violencia, en muchos casos, se encuentra naturalizada y socialmente justificada”, remarca Monath. Es la popularmente denominada “cultura del cachetazo”, aquella que insiste en una crianza basada en un esquema de violencias que van desde el maltrato verbal hasta el físico. Varios estudios, como “Disciplina violenta en América Latina y el Caribe” (UNICEF), muestran que las agresiones como forma de aprendizaje y crianza se encuentran todavía ampliamente extendidas, a pesar de que 10 países de la región cuentan con una prohibición total del castigo físico. La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por Argentina en 1990 y con jerarquía constitucional, proclama que “la infancia tiene derecho a cuidados y asistencia especiales”, a la vez que considera que “el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión”. Además, en 2015, el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación en su artículo 647 prohibió “el castigo corporal en cualquiera de sus formas, los malos tratos y cualquier otro hecho que lesione o menoscabe física o psíquicamente a los niños o adolescentes”. Sin embargo, “se estima que al menos el 51% de los niños y niñas dicen haber sido víctimas de maltrato en el hogar y hasta un 82% de adultos admiten haber usado alguna forma de violencia física o psicológica”, advierte Monath.

La violencia trae aparejadas múltiples consecuencias sobre aquellos que la padecen, en este caso los más jóvenes. Perjudica su salud física y emocional, su autoestima y sus relaciones con los otros. Puede dañar su desarrollo cognitivo y, “en el largo plazo, se asocia con la depresión, el abuso de alcohol y drogas, la obesidad y los problemas crónicos de salud. En sus formas más extremas, la violencia puede provocar discapacidades, lesiones físicas graves o incluso la muerte”.

El papel del Estado, según Monath, es esencial y urgente: “Los Estados deben dar prioridad a la prevención de la violencia abordando sus causas subyacentes y asignar los recursos adecuados para prevenirla antes de que ocurra. Para erradicarla eficazmente, es necesario impulsar iniciativas orientadas a visibilizar y prevenir toda forma de violencia contra niñas, niños y adolescentes, y propiciar normas sociales y culturales que la condenen. A su vez, es imprescindible contar con recursos financieros y humanos suficientes para implementar políticas institucionales integrales que den atención primordial a esta problemática”. No es excepcional apuntar esto último con un gran signo de interrogación frente a Estados altamente endeudados, de economías concentradas y recursos fiscales escasos. Así como las intenciones no alteran los resultados, las palabras no son garantía de acción alguna.

UNICEF, junto a la Alianza para la Protección de la Infancia en la Acción Humanitaria, publicó una serie de guías de ayuda para autoridades y organizaciones que participan en la respuesta al COVID-19. Allí se hace hincapié en numerosas dimensiones a tener en cuenta: la educación, infraestructura, nutrición, abordajes psicopedagógicos, entre otros. También desarrolló un Plan de Respuesta que, entre sus objetivos, insiste en el fortalecimiento de la capacidad en las líneas telefónicas de atención frente a la violencia en la niñez: líneas 137 y 102; además, apunta Monath, de “apoyar a organizaciones de la sociedad civil en la respuesta alimentaria con foco en niñas, niños y adolescentes en los momentos de contacto con las familias durante la entrega de las viandas, para acercar esta información y recursos”.

Cada sociedad y sus culturas establecen sus prioridades y la manera en que las significa. Se puede pensar que estos ya son otros tiempos, que el devenir del siglo informático y globalizado barrió con los vestigios de lo indeseable. Los chasquidos de la “cultura del cachetazo”, sin embargo, se siguen oyendo. “La violencia contra niños, niñas y adolescentes es siempre prevenible. Y es responsabilidad del Estado apoyar a las familias, a las comunidades y a las instituciones para sensibilizar sobre una crianza basada en el buen trato, el respeto, el diálogo y la adquisición de recursos y habilidades para lograrlo”, sostiene Monath.

Atragantarse con una UVA

Atragantarse con una UVA

En la cuarentena, el Gobierno decretó el congelamiento de las cuotas UVA y la suspensión de remates por 180 días.

Marisol mira su heladera con resignación: más allá de algunos tuppers, está completamente vacía. Cristina se sienta a su computadora y lee los diarios: ninguna noticia todavía, más allá de lo que ya sabía. La cuarentena cubre todo el país, así que deben quedarse en sus hogares. Pero, ¿cuánto tiempo podrán llamarlo ‘su hogar’? Tres cuotas impagas y el remate es inminente. Tres meses malos y se derrumba todo el esfuerzo descomunal que sobrepasaron para llegar hasta aquí, pagando sus créditos UVA. 

Son escenas que se repiten a todo lo largo y ancho del país, pero raramente se habla de ello en los medios de comunicación. Se organizan y dan a publicidad su martirio, pero la avalancha de noticias siempre logra taparlos. Pasan los años y una montaña de deuda se eleva sobre ellos, cada vez más alta. Pero por alta que sea, el árbol siempre acapara la atención. Por eso, para explicar cada uno de esos relatos hay que contar una primera historia: la de un Estado y una política habitacional.

El 7 de abril de 2017, por la mañana, el entonces presidente Mauricio Macri cruzaba a pie la Avenida Rivadavia desde la Casa Rosada hasta la sede central del Banco Nación. Allí, en la Galería de Arte Alejandro Bustillo, lo esperaban variopintos funcionarios junto a la entonces gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y el vicejefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Diego Santilli. Tomando con ambas manos el atril y desbordado de euforia, Macri anunció: Hoy estamos acá, en nuestro querido Banco Nación para anunciar créditos hipotecarios a 30 años”. La noticia se expandió por meses en periódicos, noticieros y programas radiales. Días enteros estuvieron dedicados a explicar los beneficios que traería y a aconsejar en forma pedagógica cuál sería el mejor préstamo según la necesidad particular de cada uno. “¿Cuántos todavía siguen alquilando, con la frustración de que ese alquiler es un esfuerzo que no construye ese futuro que ellos quieren’?, remarcaba Macri en su discurso. 

Se trataba de los créditos hipotecarios ajustados por UVA (Unidad de Valor Adquisitivo). Aún hoy en la página del Banco Nación se encuentra la publicidad que explica detalladamente los destinos y composición del préstamo: para adquisición o cambio de vivienda única permanente; para construcción de vivienda única y de ocupación permanente, en terreno propio; para ampliación, refacción o terminación de vivienda única y de ocupación permanente. Son “préstamos en Unidades de Valor Adquisitivo actualizables por Coeficiente de Estabilización de Referencia”, un índice de ajuste diario que refleja la evolución de la inflación. 

En otras palabras: aquello que el banco presta a los usuarios no es un monto en moneda corriente, sino una cierta cantidad de UVAs, que tienen un valor al momento de la transacción. Esas UVAs suben su precio según el índice de inflación. Los deudores pagan todos los meses una cuota en UVAs, siempre la misma, a la cual se aplica además una tasa de interés. La particularidad radica en que el “índice UVA” afecta no sólo la cuota a pagar, sino el capital total adeudado, o sea, mientras aumenta la inflación -y, en consecuencia, la UVA-, aumenta la cuota mensual y también el total de la deuda. Aún así, se promete un reaseguro para los deudores: la página explica que “para estimar la capacidad de pago del usuario […] el valor de la cuota calculada para 30 días no deberá superar el 20% del ingreso neto calculado para el destino construcción y del 25% para los restantes destinos” y, además, “se verificará […] que luego de descontada la parte proporcional de la cuota […], el ingreso remanente sea superior al salario mínimo, vital y móvil”. En teoría, la calidad de vida de quien tomase el crédito no se vería fuertemente afectada.

A pesar de que pagan la cuota, a Cristina y Santiago la deuda les aumenta entre 120.000 y 140 pesos por mes.

El día en que los “créditos UVA” fueron anunciados, el dólar cotizaba hacia alrededor de 15 pesos. Ese año, sin embargo, cerró con un dólar a 20 pesos y la sensación de que ese no sería su techo. Lentamente, con el discurrir del 2018, el dólar siguió aumentando hasta el fatídico 30 de agosto, cuando la divisa se desbocó completamente: a los pocos minutos de abierto del mercado de cambios, pasó de 35 pesos hasta tocar los 41. El Banco Central decidió subir la tasa se interés de referencia al 60% y el riesgo país se ubicaba en los 800 puntos. La UVA, que al momento de su anuncio se encontraba a 18,16 pesos, ahora valía 25,85, representando un aumento del 42%.

A mediados de aquel año, entonces, quienes habían ingresado al sistema UVA se encontraban en una situación delicada. A través de las redes sociales comenzaron a generarse contactos: familias que contaban sus historias y otras que en la misma situación las leían, y lentamente fueron formando lo que hoy se conoce como el Colectivo Hipotecados UVA Autoconvocados. Su presentación y objetivos son claros: “[somos] familias que nos juntamos para demandar una solución al problema de los créditos UVA. Queremos #PagarNuestrasCasas, por lo que demandamos, como primera medida, una #LeyDeEmergenciaUVA”. Reclaman lisa y llanamente poder salir del sistema de indexación por inflación y pasar a un sistema de créditos tradicional, o sea, pagable.

“El colectivo está conformado en todo el país. En cada provincia hay integrantes, que son alrededor de 12.000 personas, más o menos”, cuenta Marcelo Mercere, abogado e hipotecado UVA. Las cifras sobre la cantidad de afectados, de todas formas, es incierta. “El gobierno anterior llegó a decir que eran 150.000 personas. En una reunión que tuvimos hace poco con el presidente del Banco Central -Miguel Ángel Pesce- y la ministra de Vivienda y Hábitat -María Eugenia Bielsa- nos dijeron que eran 105.000. Pero no sabemos si dentro de ese número están los del programa Pro.Cre.Ar., que son alrededor de 34.000”. 

Marisol comenzó pagando cuotas de 5.600 pesos mensuales, en febrero pagó 12.000.

Llegada la campaña electoral por las presidenciales en 2019, las promesas revoloteaban por el aire. Luego de la estrepitosa derrota oficialista en las PASO de agosto, el gobierno decidió congelar las cuotas hasta fin de año para aquellos créditos menores a las 140.000 UVAs, beneficiando a poco más de 90.000 personas. 

 Hasta los últimos días, a pesar de la medida tomada por puro oportunismo electoral, el gobierno de Cambiemos sostuvo el éxito de los créditos UVA amparándose en la baja tasa de morosidad. “Lo que pasa – explica Mercere- es que nosotros siempre sostuvimos que no se debe tomar simplemente el índice de mora. En primer lugar, porque muchos de esos créditos están atados a cuentas sueldo. El banco automáticamente debita la cuota al depositar el salario. En otros casos, las cuotas se debitan de la tarjeta de crédito, con lo cual, si el deudor no paga, los intereses son los que equivalen a cuando financiás con la tarjeta: altísimos. Y hay algo más que no refleja ese índice, que dicen que es del 0,6% más allá de que se duplicó en los últimos tres meses: muchos de los hipotecados tomaron deuda, préstamos personales o préstamos familiares para pagarla”. Vuelven siempre las palabras de Macri en aquel discurso inicial: Eso es generar confianza. Porque cada vez que resolvemos algo, ganamos confianza en nosotros mismos, en nuestra capacidad de hacer y resolver nuestros problemas. Y confianza en el otro, en el que me prometió y me cumplió”.

Finalmente, Mauricio Macri perdió las elecciones de octubre frente a Alberto Fernández. A comienzos de 2020, el nuevo gobierno decidió extender por otro mes el congelamiento de las cuotas. Llegó febrero y, sin más, se descongelaron. La decisión gubernamental fue cobrar ese 26% de inflación suspendida, repartida en las 12 cuotas siguientes. La decepción en el Colectivo de Autoconvocados fue absoluta. “Además, lo que se fijó ahora es que la cuota no pueda superar el 35% del ingreso. Pero en el caso de que suceda, manda al deudor a que negocie con el banco. ¿Bajo qué condiciones? No está estipulado”, puntualiza Mercere. 

A partir de entonces, los hipotecados cayeron en otro tobogán vertiginoso y, al parecer, sin fin. La inflación, aunque desacelerada, sigue haciendo aumentar el valor de las UVAs. Abriéndose paso a través del discurso mediático que se cerraba alrededor de la discusión sobre la reestructuración de la deuda, el Colectivo intentó mostrar que existían todavía otras deudas pendientes. A principios de febrero marcharon a la sede del Banco Central, con réplicas en distintos pueblos y ciudades del país.  Pero a mediados de marzo hizo su aparición un evento que nadie pudo prever: el COVID-19. Los sistemas sanitarios europeos volaron por los aires y, junto a ellos, las bolsas de comercio de todo el mundo. Los grandes estados representantes del neoliberalismo anunciaron paquetes de medidas inéditos para rescatar sus economías. El Estado argentino hizo lo suyo, pero los hipotecados quedaron fuera de la discusión. 

Rige ahora una cuarentena nacional para evitar el contacto entre personas y la consecuente propagación del virus, lo que está provocando una parálisis en la economía local. Día a día, el Ministerio de Salud da a publicidad el nuevo número de infectados y de fallecimientos. No obstante, poco se sabe del número de empleos perdidos, trabajadores suspendidos y mucho menos el impacto que el cese de actividades provoca en los monotributistas y la economía informal.

El 18 de marzo, el Colectivo publicó un comunicado -muy poco difundido- intentando delinear el panorama actual y reclamando una medida de fondo: la “condonación en el pago de los intereses de nuestros créditos mientras dure esta crisis mundial, de forma tal de abonar únicamente el capital adeudado. Es hora de que los bancos asuman su cuota de responsabilidad social, [y que] han obtenido ganancias extraordinarias en los últimos cuatro años”, remarca. El gobierno, por ahora, congeló las cuotas y suspendió los remates por 180 días, a la espera que termine la pandemia.

Unos días antes, en otro comunicado anunciaron que las propias familias habían enviado decenas de cartas al presidente Alberto Fernández “para interiorizarlo personalmente de la situación que estamos padeciendo”. Porque más allá de los números y discursos que circulan, de las promesas y las puestas en escena, hay una realidad concreta. Hay nombres y rostros que viven cada día de sus vidas con la mirada fija en un índice imprevisible y escurridizo. Sus historias son diferentes, cada una tiene sus propios sueños, sus propios esfuerzos y su propia tristeza, pero están atadas por esta política habitacional fallida, fraudulenta. Aquí presentamos dos de ellas.

Vivir para pagar la cuota

Cristina y Santiago, de 46 y 41 años respectivamente, son un matrimonio que vive en San Martín, a unas cuadras de la estación de trenes. Es un barrio tranquilo, donde el centro comercial se mezcla rápidamente con calles más añejas, de veredas elevadas con plantas sembradas sobre los cordones y árboles que cubren apacibles del Sol. Con el crédito UVA lograron instalarse en una casa remodelada y vendida a estrenar. El frente está pintado de un naranja agradable, la numeración de la vivienda expuesta con un elegante metalizado dispuesto en vertical y, más allá, un enorme cartel de inmobiliaria colgado con la leyenda “VENDE”.

“Sacamos nuestro crédito hace dos años, en 2018. Veníamos de tener un departamento y, por unas cuestiones de salud mías, queríamos poder tener una casa en planta baja”, relata Cristina. Ella es médica y trabaja en el Hospital Sirio Libanés, que posee la particularidad de tener tanto una parte pública como una privada. “En el medio de todo esto, con el tema de la crisis de 2018, nos redujeron las horas de trabajo: nos sacaron todas las horas de la parte privada y nos quedamos con la parte pública, con lo cual bajaron ampliamente mis ingresos”.

Cristina había sido diagnósticada de lupus, una enfermedad autoinmune que se le manifestó en la parte vascular y articular, desatado por un cuadro de estrés. Por lo tanto, tiene dificultades a la hora de movilizarse. Cuando decidió, junto a su marido, dejar el departamento -por lo que implica en cuanto a subir y bajar escaleras- la única línea crediticia disponible eran las hipotecas en UVA. “La verdad es que nos cerraba bastante bien el tema de los números”, cuenta Cristina. “Nos habían explicado que, más allá de que se iba a indexar por inflación, nunca iba a superar el 30% de nuestros ingresos [no es ocioso recordar que en el sitio web del Banco Nación se habla de un 25%]. Y bueno, los trámites fueron bastante fáciles, fue presentar la documentación de nuestros ingresos. Ya habíamos vendido el departamento y pusimos esa plata para cubrir el 30% del valor del inmueble que nos pedían para acceder. A los tres meses teníamos prácticamente todo resuelto”.

Es una casa espaciosa, con mucha iluminación. Allí tienen tres perros inquietos, que saludan e inspeccionan a todos los visitantes. Detrás, hay un jardín con una pequeña vid que da uvas blancas, sembrada y cuidada por el padre de Cristina, un italiano de 90 años que vino a la Argentina en los  50 y ahora vive también con ellos. “Soy más argentino que italiano”, comenta riéndose y en un acento cargado de huellas que revelan su procedencia con tan sólo oírlo.

Sin embargo, con la escritura casi firmada, el dólar pega su primer salto de 17 a 22 pesos en una semana. “Ya entonces nos faltaba plata para costear el escribano. Mi papá nos la dió en ese momento, porque sino no hubiésemos podido cerrar la operación”, explica Cristina. “Dijimos ‘bueno, ¿qué hacemos?’ Esa semana fue caótica, la verdad es que teníamos miedo. Pensábamos que tal vez nos daba la pauta de que no estaría bueno que sucedan estos saltos y empezamos a ver los primeros debacles e inconvenientes económicos”. Pero ellos ya habían dejado una seña que, en caso de desistir, perderían, a lo que se sumaba que ya habían vendido su departamento. Tuvieron que seguir adelante. “Nos dimos cuenta que a medida que iban pasando los meses el tope del 30% no se tenía en cuenta y, cuando fuimos a averiguar al banco, nos dijeron que ese porcentaje en realidad era para poder definir si nosotros éramos aptos de obtener el crédito, pero que no había tope para las cuotas”. Obviamente, tampoco se cumplió la condición de que lo que reste de sus haberes llegue a cubrir el salario mínimo, vital y móvil. A partir de entonces, ellos esperan la cotización que publica el Banco Central el 15 de cada mes y, así, se enteran cuánto tendrán que pagar, con una inflación completamente desbocada. El único número que saben con claridad son las 911 UVAs mensuales que implica la cuota.

Para fines del 2018, la relación cuota/ingreso del crédito ya había alcanzado el 60%. Al año siguiente, Cristina se vió obligada a tomar licencia por su estado de salud. En septiembre entró en reserva de puesto, por lo que dejó de cobrar su salario y comenzaron a depender únicamente de los 32.000 pesos que cobra Sebastián como enfermero. “Nos ayuda mi papá y el padre de Santiago, que vive en el exterior y nos manda plata. Pero más allá de la cuota, también nos aumenta la deuda total indexada. En nuestro caso, son entre 120.000 y 140.000 pesos más todos los meses”, manifiesta Cristina.

“Una de las cláusulas dice que te podés atrasar un mes y te podés atrasar dos meses. Pero una vez que te atrasás tres meses, el banco tiene la libre potestad de rematarte”, explica con crudeza Santiago. Por ese motivo, supeditan toda su vida al pago de esa cuota siempre inalcanzable. Para lograrlo, tuvieron que cambiar completamente su modo de vida. “Salir a comer afuera es una rareza, aunque sea un pancho. El gasto de supermercado lo planeamos cuidadosamente: antes, por ahí uno elegía entre alguna marca u otra por cuestión de gusto, calidad, lo que fuera. Hoy elegimos comprar lo más barato. Antes comprábamos una variedad de frutas y verduras, aunque sea fuera de estación. Hoy, estrictamente lo que está en oferta”. Las vacaciones son, por lo demás, un lujo imposible de darse, aunque sea una salida de dos días. El gasto en el auto se mantiene para Cristina por su salud, pero Santiago elije caminar siempre que sea posible. Los domingos de reunión en familia ya quedaron en el pasado. “Socialmente estamos acostumbrados a que el ladrillo es lo más importante. Con lo cual, prescindís de todo lo demás para llegar al ladrillo”.

Un comentario de Santiago puede dimensionar el tipo de cálculos que realizan alrededor del peso inaguantable de esta deuda: “Como ella tuvo una serie de operaciones y demás, se le considera con enfermedad preexistente. Entonces el seguro de vida cae solamente sobre mí. Con lo cual, si me pasa algo a mí, queda todo saldado. Si le pasa algo a ella, no.” 

Una deuda con tufillo a estafa, recortes de personal y salarios que aumentan muy por debajo de la inflación son algunos de los avatares de la crisis en la que está sumergida el país desde hace más de dos años y que se manifiestan muy concretamente en las vidas de Santiago y Cristina.

El congelamiento de las cuotas dispuesto por Macri no los alcanzó, ya que su crédito supera las 140.000 UVAs. Sin embargo, el nuevo gobierno insufló esperanzas en ellos y en todo el Colectivo, que rápidamente se deshilacharon en estos cuatro meses de gestión. “A mí me generaron mucha tristeza y bronca las últimas declaraciones que hizo Fernández con respecto a los hipotecados. Fuimos para él un slogan de campaña. Él decía que las UVAs eran una estafa y que tenía que ser solucionado. Tres meses después, da una entrevista en la que dice que las UVAs son un problema entre particulares y que cada hipotecado tiene que resolver su situación con el banco que le otorgó el crédito”, lamenta Cristina.

La suba indiscriminada en el precio de los medicamentos es probablemente el punto más apremiante con el que deben lidiar: “Yo tengo medicación reglada mensual, que son muchos medicamentos. Se me va de farmacia entre 10.000 y 12.000 pesos, con el descuento de la prepaga. A veces decimos ‘bueno, este mes pagamos el crédito y compramos los remedios que nos alcance comprar’. El resto, voy viendo si los puedo conseguir o no. Hacemos trueque con gente que tiene mi misma enfermedad. Si a mí me quedan comprimidos de algo que necesite otra persona, los vamos cambiando. Con lo cual, a veces uno lo ve como que decís ‘yo esto no lo tendría que estar pasando’”, lamenta Cristina.

Parte de lo que suele llamarse “la opinión pública” ha decidido apuntar con el dedo hacia los hipotecados: en redes sociales, fundamentalmente, pero hasta incluso políticos los condenan por izquierda o por derecha: que fueron muy ingenuos en creerle a Macri y sus políticas, que el resto de la ciudadanía no tiene por qué cargar con el costo de pagar estos créditos y una larga lista de prejuicios caen sobre ellos, por puro desconocimiento o por descarada perversidad. “Al momento de firmar, nos leyeron punto por punto y la realidad es que en ese momento estás tan metido con el tema de que tenés que firmar, tenés que pagar…estás tan eufórico, porque tenés la llave ahí y bueno, algunas cosas se te escapan. 

Releímos la escritura y no había nada. En ninguna escritura está contemplado el tope del 30%”, recuerda Cristina. Santiago agrega, incisivo: “Hay una realidad: el crédito no es que lo ofreció el banco. El crédito fue arreglado de forma verticalista desde el Estado: Estado, Banco Central, resto de los bancos, públicos y privados. En ese orden. De hecho, fue el Estado mismo el que salió a publicarlo con bombos y platillos: ‘Créditos UVA, la salvación, la panacea, tu casa propia, pagás lo que vale un alquiler’, como si fuera una ganga. El Estado prometió una inflación interanual de 10 puntos, más/menos dos. ¿Ingenuos por creerle al Estado? ¿Por qué no debería creerle al Estado?”.

En 2018 ya el crédito era insostenible. Un día, mirando la televisión, Cristina ve una entrevista a otra hipotecada, Claudia Pilo -una de las primeras impulsoras de lo que sería el Colectivo de Hipotecados UVA-. La buscaron en las redes sociales y les contó sobre una reunión, la primera, que se haría en diciembre, en la Facultad de Ciencias Económicas. “Éramos 50 familias, muy pocas. Pero pudimos hablar y darnos cuenta de que no estábamos solos”, relata Cristina y continúa: “En 2019 fueron las primeras reuniones en el Senado. Santi ahí expuso nuestra situación, porque yo estaba internada y no pude asistir. También expusieron otros hipotecados y ahí empezó a hacerse toda la movida, yendo a distintas reuniones en diputados y pidiendo que por favor salga algún tipo de ley como para que nos amparen de alguna manera. Igualmente, todos los proyectos quedaron cajoneados porque nunca se abrió el debate en la Comisión de Finanzas, que estaba dirigida por Eduardo Amadeo -diputado de Cambiemos-”.

El absoluto destrato por parte de la gestión anterior puede encarnarse perfectamente en un episodio relatado por Santiago: en los comienzos del Colectivo, fueron recibidos por el entonces presidente del Banco Provincia, Juan Ernesto Curuchet. “Nos dijo ‘a nosotros su casa no nos interesa. Si se nos complica mucho, vendemos la cartera de clientes y recuperamos nuestra pérdida’.  Nuestra carpeta no la tiene el banco, la compró alguien que ejecuta lo que se le cante en función a lo firmado. Si estás moroso, va y te remata el inmueble. Además, decía: ‘Ustedes ya son dueños de la casa’. Pero yo soy dueño cuando pague la última cuota. Mientras tanto, el dueño es el banco. Yo soy dueño de una deuda, nada más”.

“Nuestro proyecto hoy es vender la casa. Desgraciadamente, no nos queda otra salida. De hecho, la tenemos en venta desde mayo del año pasado. Queremos saldar la deuda y, con lo que nos queda, hasta pensamos en irnos del país. Cuando yo me recibí, tuve la posibilidad de irme a formarme al exterior y sabía que me podía quedar allá teniendo un buen pasar económico y una buena vida. Sin embargo, volví porque seguí eligiendo Argentina para trabajar. Pero hoy nos sentimos como que no estamos protegidos en ningún aspecto. Sentimos que el ciudadano está completamente desvalido”, razonó Cristina y concluyó: “La verdad es que digo ‘nos tenemos que reinventar, nos tenemos que rearmar’. Pero yo ya estoy en una edad y en una etapa de mi profesión en la que no quiero seguir reinventándome. Quiero decir de una vez por todas: ‘Bueno, ya estoy estable’”.

Así hubiese terminado esta crónica, pero en tan sólo un mes el mundo y su mundo cambió completamente. La enfermedad de Cristina empeoró y está con tratamiento inmunodepresor por vía endovenosa. Eso le produce una baja en las defensas y, por lo tanto, la vuelve más vulnerable al coronavirus. Santiago sigue trabajando como monotributista, pero continúa “a prueba” sin saber si el mes que viene por fin estará en blanco. Como enfermero, se encuentra “en la trinchera” frente al Covid-19. Su salario, de todas formas, no mejoró. Y aunque decidieron dejar de pagar algunos impuestos, la tarjeta y hasta incluso la obra social, por primera vez no pudieron llegar a cubrir la cuota de la hipoteca. 

Ellos habían recibido en mano, hace dos años, 2.200.000 pesos y ahora le deben al banco casi 6.000.000. Ellos pagaban de cuota, hace dos años, 17.800 pesos. Hoy pagan 43.000.

Ser inquilina del banco

Marisol tiene 43 años, es cosmetóloga y vive junto a su hija de 15 en un departamento ubicado en los alrededores de Plaza Flores. Había hasta hace no mucho un cambio brusco entre la zona que comprende la estación del Tren Sarmiento y la Avenida Rivadavia, atestada de colectivos y automóviles que aceleraban, pegaban bocinazos y frenaban entre la cantidad de gente que se cruzaba de manera impredecible, y las calles internas del barrio, de veredas angostas y un paisaje más residencial, donde Marisol encontró el lugar que se convertiría en su primer vivienda. Se trata de un edificio antiguo, con esas entradas clásicas de mármol blanco por fuera y a colores grisáceos por dentro.

El anuncio de la salida al mercado de los créditos UVA fue para Marisol la posibilidad de cumplir el anhelado sueño de la casa propia. A mediados de 2017 comenzó a buscar opciones por Flores: allí vive su madre, está el colegio de su hija y, relativamente, se trata de un barrio no tan caro. En ese tiempo, trabajaba en un laboratorio de cosmética. El departamento costaba 85.000 dólares, que pudo finalmente bajar a 83.000. “Yo no tenía un peso. Alquilé siempre. Cuando ví el departamento, una amiga me prestó 1.000 dólares para señarlo”, recuerda Marisol. 

Logró sacar la línea crediticia de Pro.Cre.Ar UVA. El Estado le otorgó un subsidio de 300.000 pesos, mientras que 780.000 corrían como deuda con el banco, en la forma de 38.000 UVAs. “Igualmente, me faltaban 600.000 pesos, que para mí era un montón de plata. Mi mamá y el marido sacaron un crédito cada uno, varias amigas me prestaron guita, clientas de donde yo trabajaba y que me adoraban me prestaron dólares. Fue todo así. Y el día de escriturar, me faltaban 10.000 pesos. El padre de mi hija, entonces, me los prestó y fuimos con esa última moneda a firmar”, cuenta. 

Es un departamento pequeño pero realmente encantador, con una cocina modesta al costado, un living comedor amplio, ventana al pulmón del edificio y una habitación para cada una. “Es re lindo el departamento. Aparte tengo habitación para mi hija, que es así -comenta acercando las manos entre sí hasta dejar un espacio estrecho, pero con un entusiasmo que contagia-. Entra la cama y nada más, pero podés decir: ‘tiene su cuarto’. Fue una locura. Cuando lo ví, dije ‘es este’”.

Finalmente firmó su contrato el 26 de septiembre, justamente el Día del Empleado de Comercio. “ Yo estaba feliz. El día que escrituré, lloramos. No lo podíamos creer”.

Cinco meses después, Marisol sería despedida de su trabajo. “Fue por reducción de personal, justo al comienzo de la crisis del 2018. Yo era encargada de un local. Sin mucha explicación, desvincularon a varias personas, sobre todo a las más antiguas. Fuimos tres las encargadas despedidas ese año”, relata. Llevaba 10 años trabajando allí. Apenas cobró la indemnización, creó un plazo fijo en dólares para resguardarla. Al tiempo se dió el primer salto del dólar, cuando subió a 22 pesos. “Saqué esa guita y le pagué a toda la gente que le debía. Mis clientas me habían prestado 5.000 dólares una y 3.000 la otra, no quiero imaginarme si hoy tuviera esa deuda. Así que nunca vi la plata de la indemnización. Yo hubiera soñado con poner un local a la calle en lo mío”. Con lo que le sobró, se compró un aparato y empezó a trabajar su oficio, a la vez que se perfeccionó haciendo algunos cursos. “Me quedaron las deudas de mi mamá y su marido nada más…nada más ni nada menos, porque de acá a que las pueda pagar”, explica resignada.

Al mismo tiempo, la cuota del crédito UVA comenzó a incrementarse y, con ella, el capital. Los 5.600 pesos mensuales se convirtieron lentamente en 12.000 en febrero. A su vez, el capital adeudado ya llegó a 1.700.000 pesos. 

Marisol expresa en carne viva los efectos de la crisis: hace más de un año que no consigue trabajo y, con ello, sus deudas se vuelven inabarcables. “Además, yo no consigo un laburo porque no estudié, no soy universitaria. Tengo casi 44 años, no es sencillo para alguien tan grande y sin muchas herramientas conseguir un trabajo. Entonces no tengo salida, porque además no tengo ningún tipo de ayuda social. Si uno va y la pide, te ven como si fueras una privilegiada. Quizás lo soy, porque si esto lo pago, algún día será para mi hija. Pero mientras tanto, vos no podés pedir esa ayuda porque no se condice con que estés pagando una casa. Sin embargo, abrís mi heladera y está vacía”. 

En cuanto perdió su empleo, Marisol se acercó al banco a intentar negociar una reestructuración: “pero fue peor. Yo pedí hablar con el gerente y la chica que me atendió me dijo que tenga en cuenta que si no tengo trabajo el banco me va a exigir que demuestre cómo voy a pagar. No es que te apoya dándote unos meses de gracia para ver si te podés ubicar en algún laburo. Así que yo nunca le avisé al banco”, dice tras un largo suspiro.

Con ese único aparato que pudo comprarse, Marisol trabaja en su casa y así intenta llegar a cubrir la cuota. Muestra su agenda y señala con el dedo la cantidad de clientas de cada semana. Algunas hojas están saturadas de nombres. Otras, en cambio, quedan completamente vacías. “Si yo tuviera el doble de trabajo del que tengo ahora, podría vivir tranquila. Pero no. La verdad es que cuesta mucho llegar afuera cuando vos estás acá. Yo no sé manejar muy bien las redes, hay una edad en la que…”, comenta riéndose y sigue: “Entonces más bien la gente que viene es por el boca a boca. Estamos en un barrio, además, en el que no podés cobrar muy caro, con lo cual hay que remarla mucho para juntar la guita”.

El Colectivo de Autoconvocados, por su parte, le da una mano. A veces ella publica sus promociones o alguna otra compañera va como clienta. “No te sentís tan sola, eso está bueno. Me parece que, más que nada, te contiene”. Los conoció por Facebook, se contactó y fue a un par de asambleas. Allí se dió cuenta de que no estaba sola. Colabora con las “twitteadas” y todas las acciones que proponen para poder darle visibilidad al reclamo.

“Yo del gobierno anterior pienso que todo fue una estafa en general. Ellos copiaron este sistema de Chile, pero en Chile tienen una inflación anual del 2% mientras que acá es del 50%. No sé si ellos realmente se creyeron capaces de manejar la inflación o si fue todo deliberado. Lo que sí creo que fue una estafa es cómo lo vendieron, con mucha alegría diciendo que era la oportunidad para que los pobres pudiesen tener su propia casa. Y fue una estafa porque ellos lo propusieron como una política de acceso público a la vivienda, por lo que no te iba a aumentar más de un porcentaje de tu sueldo. Eso no sucedió”, reflexiona Marisol. “Todo el mundo me dice ‘sos una boluda porque le creíste a Macri”…y sí, por ahí sí. Pero fue tanto el afán de pensar que los que menos teníamos podíamos tener una casa, que no pensaste en leer punto por punto el contrato. Lo que no entienden es que fue un momento en el que uno soñó por un segundo. Ahora que lo pensás…”, y se detiene por la emoción, una completamente inversa a la que sintió cuando vió el departamento por primera vez.

Cada peso que cobra por su trabajo va directamente a la caja de ahorro para cubrir la cuota. Una vez que cree haber llegado al monto -que cambia mes a mes y es impredecible-, se permite hacer algunas compras en el supermercado. Su hija de 15 de vez en cuando le pide cosas, propias de su edad, que Marisol no puede ofrecerle. La tuvo que cambiar de una escuela privada a una pública. No tienen prepaga ni obra social.

¿Son unas privilegiadas por tener un hogar casi imposible de pagar? “La gente no lo entiende, aún somos inquilinos. El banco puede venir en cualquier momento y darse una vuelta para ver cómo está el departamento. Porque vos se lo estás alquilando a ellos. No me molesta, de todas formas. Yo vivo acá, no lo subalquilo ni nada. Pero la cuestión es que no somos dueños. Incluso es peor, porque cuando alquilaba la cuota me aumentaba cada seis meses o un año, o cuando renovás. Acá es todos los meses”.

El congelamiento y descongelamiento ayudó y, finalmente, complicó aún más su situación. La opción, leonina, de poder ir al banco a negociar si supera el 30% de su salario le está negada a Marisol. A eso se le suman los dos préstamos de su madre y su padrastro, que directamente no puede pagar. Quedan, por tanto dos opciones: aguantar hasta donde se pueda, a la espera de que el gobierno actual decida poner en marcha alguna medida o, simplemente, vender la casa.

“Todo el mundo te dice que lo ponga en venta y pague la deuda. Pero tampoco se puede vender así nomás, porque basta mirar un poco las noticias para entender que no hay mercado. Aparte todos hicimos un sacrificio muy grande para llegar hasta acá, están los otros préstamos que aún seguimos pagando. Perderíamos todo eso. ¿Qué hago? ¿Me voy a vivir a lo de mi vieja con mi hija, a los 43 años? Es retroceder mil pasos para atrás”. Son preguntas que Marisol se hace todos los días, pero que no conciernen únicamente a ella: “Tampoco creo que sea una opción para aquellos que sueñan con una casa propia mañana. Los que vienen ahora, los pibes de 20 y 25, quieren soñar con tener su propiedad. ¡Y no pueden! Porque después de todo esto, ¿qué? No sé, pienso en mi hija también. Si no hay una política pública, no hay chance”.

Las calles de Flores ahora están desiertas. Casi todos sus negocios tienen las persianas bajas. Por Rivadavia pasan algunos colectivos y muchos patrulleros, que vigilan el cumplimiento de la cuarentena obligatoria. Sólo queda, como una memoria residual, la campana del paso a nivel que retumba sobre los árboles de la plaza que da a la iglesia.

“La gente no quiere salir”, cuenta Marisol. Las clientas tendrán que esperar a que se levante la cuarentena. Ella, por su parte, volvió a pedirle al consorcio que le den un mes de gracia en las expensas. Su cuota UVA volvió a subir otros 900 pesos en marzo.

Marisol muestra orgullosa su hogar, a pesar de todo. Allí están el aparato con el que trabaja en el living, un gran armario repleto de discos, recuerdos, libros y un televisor de tubo, las luces cálidas y amarillentas del vestíbulo. “Siento que la voy a perder”, sentencia. “Si la cuota me sigue aumentando así todos los meses, no la voy a poder pagar. O voy a ir a juicio con el banco. A menos que consiga un laburo, porque no hay manera de sostener esto. Yo soñé con tener mi casa propia como empleada. Y te duele decir: ‘loco, la pierdo, no la puedo seguir pagando”.

El tango es resistencia

El tango es resistencia

Llevaba un vestido negro, corto, que contrastaba fuertemente con su piel blanca y su tímida cabellera rubia. La buscó con la mirada y se rió un poco, levantando apenas el hombro derecho. Ella la entendió y aceptó, sin dudar, mientras se corría apenas el mechón castaño que le tapaba el rostro. Una mano reposando sobre la otra en lo alto, una palma sosteniendo su espalda, un suave apretón en el hombro. Comenzó el compás violento de D’Arienzo y aquella marcó la salida. Ella la siguió de la forma en que acompañan quienes bailan como se respira. Sus dos piernas delicadas y pálidas, descubiertas apenas por su pollera suelta, se mezclaban con las de su pareja y trazaban un camino propio entre abrazos ajenos. Un vestido negro y un vestido amarillo, yendo y viniendo, florituras de un zapato sutil en el aire, un ocho elegante con la mirada serena un poco agacha.

Así pueden moverse los cuerpos, ese es el sonido que suele acariciar las paredes en este edificio que desde el 2008 se convirtió en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Nadie olvida, de todas formas, donde está parado: pabellón de armas, Centro de Estudios Estratégicos, Escuela de Guerra Naval  fue este edificio dentro del predio de lo que supo ser la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). “Discépolo decía que el tango es un pensamiento triste que se baila. Si uno se pone a pensar en todo lo que pasó acá, bueno, es una gran tristeza colectiva. Y el hecho de poder juntarse, encontrarse y reconstruir esos lazos que rompió la dictadura a través del baile es una forma, entiendo yo, de sanar esa herida colectiva”, razona Tito Bertellotti, quien organizó el cierre de su taller anual de tango con una clase abierta a todo el público. Allí donde supo enseñarse la guerra, donde repiqueteaban los tacazos de botas furiosas, esa noche se aprendió la evocadora caminata porteña.

Sin embargo, los últimos cuatro fueron años muy duros para “El Conti”. A eso de las 19 se corrieron las mesas del pequeño buffet y se encendieron dos reflectores de luz amarillosa. Lentamente iba llegando la gente. “Yo si vienen veinte personas, estoy contento”, comentaba Tito con prudente emoción. Fueron muchos más, pero el número no importaba. Había una sensación de desahogo, de haber sobrevivido. Antes de comenzar la clase, reunió a todos en un círculo, tomó el micrófono y abrió con un breve discurso: “Hace cuatro años que venimos haciendo el taller de tango en la Esma. Fueron cuatro años muy difíciles para todos, para todos los trabajadores del espacio y para el pueblo argentino en general. Y bueno, ahora ya lo estamos haciendo en otro marco, en otro contexto, y creo que un poco más felices todos. Así que espero un buen augurio y un buen comienzo para otros cuatro años de tango y de baile en el Conti”.

Dejó el micrófono a un lado y cambió de semblante: era hora de empezar con la clase. El musicalizador, un trabajador del centro cultural, puso un tango con el volumen bajo y Tito propuso un par de ejercicios de relajación. Mujeres y muchachas, hombres mayores y jóvenes descontracturaban el cuello y relajaban los hombros, elongaban con los dedos de las manos tocando la punta de los pies -en la medida de lo posible- y aspiraban hondo para despabilarse de todo mal pensamiento.

Se trataba, a no olvidar, de otra clase, así que al principio repasaron lo aprendido durante el año. Primero, la caminata: las rodillas tienen que rozarse entre sí, los pasos uno pegado al otro, en una circulación que siga el sentido de las agujas del reloj. Tito marcaba con las palmas el tiempo de la canción para guiar el ritmo de sus alumnos. “Miramos hacia adelante, no miramos hacia el piso”, indicaba.

Luego llegó el momento de las primeras parejas. Tomados de los codos, chica y chico, chica y chica, chico y chico, calibraban el peso de cada pierna y dieron sus primeros pasos. Obviando la música, el silencio reinaba. Todos estaban concentrados en establecer su conexión con el otro, con los otros y con el espacio. Lentamente, la luz color humedad iba convirtiendo ese círculo de ¿15 metros? ¿20 metros? en una cálida milonga. “El que se choque o se pierda, la idea es que empiece otra vez”, alentaba Tito y, sin darse cuenta quizás, develaba esas enseñanzas que atraviesan el tango y la vida, si es que no son casi lo mismo.

Es un nuevo comienzo. La victoria de Alberto Fernández sobre Mauricio Macri en las elecciones presidenciales insufla una bocanada de aire fresco incluso en los más escépticos. Aquella declaración de principios dicha hace ya cuatro años, “conmigo se acaban los curros en derechos humanos”, anunciaba en forma descarnada a lo que habría que enfrentarse. “Nosotros pensamos que nos iban a echar a todos”, cuenta Luis Nacht, trabajador del centro cultural, mientras iba de una esquina a otra organizando el sonido, las luces, las mesas o lo que sea preciso. “Al final no echaron a nadie, no sé si por el qué dirán o por vergüenza. Pero desfinanciarnos fue una manera de intentar que el espacio desaparezca. Lo que pasa es que no tuvieron en cuenta que nosotros somos unos trabajadores conscientes, muy organizados, muy profesionales, que supimos hacer el trabajo sin un centavo”.

Las parejas ya habían pasado al abrazo propiamente dicho. Tito pidió a su compañera, de a ratos profesora y de a ratos visitante, que lo ayude a mostrar algunos pasos. Los demás observaban atentos y con ansias de poder balancearse de esa misma manera en la pista. Igualmente, más de uno se perdió confianza en lograr el último ejemplo: Tito estirando hacia atrás su pierna derecha mientras su compañera colgaba con una rodilla en el aire, la punta del zapato como sostén y la falda amarilla cayendo suavemente. “El taller lo arrancamos justo cuando fue el cambio de gestión. Al principio lo daba con ella y durante todo el año pasado no cobró por su trabajo”, había contado Tito. -¿Por qué pasó eso, por qué no cobró?

-No sé, no habrá querido- respondió Luis riéndose y siguió, ya en un tono más serio -No, bueno, todo el Conti depende de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que tenía un tipo…una persona completamente despreciable como [Claudio] Avruj. Él había sido el primero del gobierno en salir a defender el fallo del ‘2×1’ en su momento. Venía acá y decía: ‘el museo es el pasado, el Conti es el futuro’. Con ese slogan estúpido nos desfinanció durante cuatro años, no pusieron un centavo. Sólo el sueldo de los trabajadores, que viene del Ministerio de Justicia. Todo se hace a la gorra. Los artistas y los talleristas vienen a trabajar de esa forma para sostener el espacio, en solidaridad con nosotros, con el centro cultural y con la gente”.

Mientras las parejas seguían girando, iban acomodándose los integrantes del “Trío Aguafuertes Porteñas” en un pequeño escenario al costado del bufet. La propuesta era música en vivo para escuchar o bailar. No eran pocos quienes se sentaban en las mesas desacomodadas con una cerveza en la mano o tomando pequeños sorbos de un tinto de propiedad colectiva, mirando la complicidad creada entre los bailarines poco dotados, que se excusaban con risitas por sus propios pisotones, o aquella otra reservada a los más diestros, que sonreían con una seguridad casi divina. “¡Cambio de pareja, cambio de roles!”, ordenó Tito. “El que conducía, acompaña; el que acompañaba, conduce…como en el peronismo”, remató. Y todos hicieron caso.

Sólo los organizadores debían saber la hora, aquella en que se dio por terminada la clase. De algún lugar surgió un “¡Vamos!” y la milonga amarillosa se llenó de aplausos. “Vino mucha gente al final, eh”. “Yyyy…la perseverancia de Tito”, respondió Luis con una media sonrisa cómplice.

Los músicos ya estaban preparados. Otro de los empleados del Conti, que cumplió funciones imposibles de enumerar, se acercó al mismo micrófono por el que había hablado Tito un rato antes para presentar al trío: “Al centro cultural le ha pasado un poco lo que le pasó al país. En este momento estamos esperando el nombramiento de nuevas autoridades, que nos permitan volver a la normalidad. Nosotros, los trabajadores del Conti, apostamos a que esto sea nuevamente un lugar donde los artistas tengan un espacio donde ser reconocidos, donde sean valorados por lo que hacen, cosa que durante estos años no ha podido ser. En ese sentido, hemos convocado al Trío Aguafuertes Porteñas para que vengan y nos acompañen. Y, como hemos hecho durante todo este último año, financiamos las actividades culturales en forma solidaria, es decir, con el aporte del público. El que pueda, el que lo considere valioso, allí hay una caja para dejar los aportes”.

Una guitarra, un bandoneón y un contrabajo dibujaban esas melodías que invitan a marcar el tiempo con el pie, a agitar un poco la cabeza, a mirar con ojos de ensueño. Y a bailar, pero la pista era amplia y solamente los expertos o los desvergonzados pueden animarse a la inevitable lluvia de miradas. Tito y su compañera rompieron el hielo. Dos o tres parejas se lanzaron enseguida y los más tímidos iban y venían según los invitaran, ya sea un conocido o el propio Tito.

“Que sea en el Conti, que estemos tocando mientras bailan y sean todos compañeros…yo, por lo pronto, tengo una relación con la Universidad de las Madres, laburé un tiempo ahí, y siempre me imaginé tocando acá. De alguna manera, es un sueño cumplido”, diría un rato después Federico Arabia, el bandoneonista, con cara de orgullo y un Phillips Morris en los labios. Estaba esa inquietante, ineludible, necesaria tensión: el sitio recuperado al terror, la barricada contra el ajuste, los tangos más blandos que el agua, el amor de vieja arboleda. Un alumno, un hombre mayor de camisa a mangas cortas y rayas, ya había bailado lo suficiente y se sentó a una mesa. Este cronista desconoce de qué canción se trataba, pero él comenzó a silbar la melodía del tema que golpeaba el trío sobre el escenario. “Como había dicho alguna vez algún escritor, el tango es una de las pocas cosas que no le consultamos a Europa. Es un producto cultural absolutamente genuino, para sentirnos orgullosos. Nos interpela. Nos interpela en cuanto a nuestra identidad”, reflexionará Miguel Barci, el guitarrista.

Las últimas canciones se tocaron con una intensidad que pasmaba. Incluso cansados, casi todos siguieron bailando hasta el definitivo y universal “chan-chan”. Aplausos, risas, comentarios y los primeros “¿qué hacemos ahora?” surgieron inmediatamente. Miguel tocó, en forma de chiste, las primeras e inconfundibles cuatro notas de la marcha peronista y provocó varias carcajadas. Federico se apropió de la broma y continuó la canción. El bajista se le unió y Miguel terminó por acoplarse. Más de uno bailó “Los muchachos peronistas” en clave tanguera. Así, en lo espontáneo, parece que se manifiesta la complicidad. Riéndose, más tarde, Miguel recordaría a Alfredo Carlino: “un gran poeta compañero que decía ‘pibe, el tango está prohibido’. Para alguna gente parece que tocar la marcha es peligroso, como lo ha sido tocarla en otros momentos”.

“Creo que hay dos políticas -reflexiona a su vez Federico-: una tiene que ver con el cierre de los locales. Cromañón marcó un antes y un después y está bien que haya políticas de seguridad e higiene. Pero eso lo llevaron a un extremo que se ve en cualquier tipo de proyecto que se quiera hacer en la calle. Lo que hay ahí es una excusa para evitar que la gente se junte, que hable y fomente nuestra ideología, que se da a través de la música. Incentivan el tango for export, para vender afuera y desincentivan lo que realmente es el tango: una forma de pensamiento crítico”.

Tito caminó la pista más que nadie. Ya eran casi las diez de la noche, le caían gotas de sudor a borbotones pero no perdía la sonrisa. Hablaba con el musicalizador, sacaba a bailar a alguna alumna, recorría mesas con una copa de vino en la mano. Se dio un segundo y reflexionó, medio al paso: “este era un lugar de disciplina, de cuerpos ordenados, y ahora está esto” mientras apuntaba el movimiento impredecible de la milonga.

El flyer que invitaba al evento tenía el hashtag #ElContiNoSeAchica, frase que adoptaron sus trabajadores a finales de 2016 para denunciar el vaciamiento del espacio cultural y de la memoria. Como el Pichuco que hace mucho describió Goyeneche, los trabajadores, los militantes y los artistas que dan vida al Conti supieron caminar derecho por atriles torcidos y, ahora que las aguas quizás vayan más calmas, buscarán recuperar parte de lo perdido y, en especial, construir nuevos tiempos.