Sobrevivir dos veces para contarla

Sobrevivir dos veces para contarla

“Soy chiquitita, no alcanzo a la mesa, me subo a la silla y caigo, pum, de cabeza”. En un rincón del comedor Sara y su bisnieta recitan versos cortos. Caminan por la casa cantando y compartiendo secretos. “Sara, no te agaches, te puede hacer mal”, le señala su bisnieta de 4 años.

La edad nunca fue un impedimento para la ocupada agenda de Sara Laskier de Rus. Luego de su fiesta de 90 años, rodeada de sus seres queridos, sigue ocupándose de contar su historia en las escuelas. “Siempre hablo por la vida, ese es mi tema. Porque todo lo que sufrí en el Holocausto y con la desaparición de mi hijo en la última dictadura militar no se debe olvidar”.

 Es la primera en llegar y la última en irse de cada evento. Nadie se va sin una selfie con ella. Los momentos para preguntas nunca alcanzan. Los más curiosos se quedan hasta el final, consultando su historia y dónde pueden obtener su libro: Sobrevivir dos veces, en el que la madre de Plaza de Mayo relata sus vivencias en la búsqueda de su hijo Daniel, desaparecido a los 26 años, el 15 de Julio de 1977 junto con otros 19 compañeros mientras trabajaban en la Comisión Nacional de Energía Atómica de Buenos Aires.

“¿En qué creés Sara?” La pregunta llega a través de la voz de un adolescente que está en la sala. Ella escucha bien cada palabra y luego de un suspiro largo responde: “En la justicia”. Sus ojos azules claros parpadean rápido, su voz tiembla. Mira hacia un lado y hacia el otro. La sala está en silencio. “El que hizo todas estas cosas tiene que pagar. Yo creo en la justicia, pero tiene que llegar a tiempo. A veces tarda demasiado.”

Como testigo del capítulo más triste de la historia Argentina, la sobreviviente del Holocausto brindó su testimonio en innumerables causas contra militares. Esos ojos tristes, que recuerdan su paso por Comodoro Py, se sonríen cuando rememora como logró salir de cada juzgado por sus propios medios mientras que los militares estaban encadenados.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Sara llegó a la Argentina en 1948, casada con un jóven que había conocido en Europa. Hija única, nacida en Polonia en un pueblo llamado Lodz, sobrevivió al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau junto a su madre, siendo ellas las únicas sobrevivientes de su familia luego de la guerra. Acomodarse en Buenos Aires no fue tarea fácil para el reciente matrimonio, específicamente por el idioma. “Nunca dejamos de hablar entre nosotros tres de lo que pasamos. Pero nuestras historias de guerras permanecían en secreto para los otros”.

Construir una familia y tener hijos era su sueño. Su cuerpo no estaba enfermo pero si dañado de tanto sufrimiento. Por recomendación del médico, se dedicó a descansar para ponerse y poder tener hijos. Así fue como el 24 de julio de 1950 llegó Daniel y cinco años más tarde Natalia.

“Madre de Plaza de Mayo – Daniel Rus” son las letras cosidas a mano, en hilo celeste, que tiene el pañuelo blanco de Sara. Lo guarda en un cajón de su ropero junto con otros pañuelos y objetos especiales. “A nosotros nos llevaron hijos sanos que trabajaban. Las ciencias atómicas eran la vida de mi hijo. Desde chico soñaba con eso. Llegó a ser físico nuclear, desgraciadamente no logró terminar la tesis porque justo se lo llevaron cuando la estaba preparando”.

Atarse el pañuelo es todo un ritual. No necesita de espejo para guiarse. Entrelaza cada extremo con fuerza, buscando correr el cabello que se cuela entre su cara y moviendo sus anillos para que no se interpongan al nudo. Comenzó a usar el pañuelo cuando conoció a las madres que iban a la Plaza de Mayo. Juntas buscaban a sus hijos y llenaban los formularios de visitas para pedirle al Ministro de Interior, el general Albano Harguindeguy, que les dé explicaciones sobre sus paraderos. Sara recuerda la frase del Ministro: “Señora, su hijo se fue con una chica, ustedes no puede venir a preguntar acá donde está”. Daniel trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica, lugar donde fue secuestrado junto con Gerardo Strejilevich y Nélida Barroca. La familia nunca logró saber con exactitud su paradero. Según testimonios de otros detenidos, su hijo estuvo en la Ex-ESMA.

Sara nunca apartó la ilusión en cada ronda. Los pañuelos los comenzaron a usar para distinguirse. Para que alguien las escuche. Primero utilizaban pañales de tela en la cabeza, después se transformaron en pañuelos, en rebeldía.

“Todo el sufrimiento que vivimos nunca lo vamos a sacar de nuestras vidas. Hicieron el sistema de Hitler, el que yo pasé personalmente, del cual sobreviví; y me tenía que tocar una situación tan similar, perder un hijo que creo que es lo más terrible”.

Es hora del té. La bisnieta tira del pantalón de Sara. Quiere seguir jugando. Ambas sonríen y entre secretos comienzan con otro versito. Tener nietas fue su recompensa. El sol cae, las masitas dulces llegan a la mesa. Sara acaricia sus plantas y se funde en el sillón para sostener en brazos a sus nuevos bisnietos, mellizos.

 

Actualizado 22/03/2017

 

Una heladera con mucho calor humano

Una heladera con mucho calor humano

Siete calles lo separan de la heladera. La autopista General Paz en el medio y cuatro semáforos. Lleva los hombros marcados a rojo fuego por la fuerza que hace al levantar su carro. José es cartonero desde hace quince años. Trabaja con la salida del primer rayo de sol hasta que ya no queda luz. A partir de 2011, cuando se organizó en una cooperativa de recolección, logra un mejor precio por kilo basura reciclable. “Gane lo que gane, nunca me alcanza para comer. Mientras junto los cartones agarro comida en los tachos”, dice. El kilo de cartón está 2,40 pesos enfardado o 1,90 pesos suelto. Con sus 48 años entrega parte de su colecta a “La cooperativa del Abasto” y otra porción la guarda para el mercado clandestino.

“El día que encontré la heladera el cielo era todo gris. Paso siempre por esta calle y siempre hay cartón bueno. Antes hacía una parada de descanso por la zona del Abasto que es cerca de donde dejo el cartón. Ahora cambié un poco el recorrido y paro acá”, comenta José. El electrodoméstico se instaló el 30 de octubre sobre la Av. Mosconi 2534 en Villa Pueyrredón por iniciativa de Lupita Gutierrez. «La idea surgió un día con mi mamá, buscando la manera de ayudar a quienes más lo necesitan», recuerda Lupita, de 20 años, vecina del barrio. El artefacto está atado a un poste de luz, a mitad de cuadra, frente a la casa de Lupita. «Cuando terminamos de almorzar no queríamos tirar lo que había sobrado, fue ahí cuando propuse ponerlo en una cajita y dejarlo en la calle. Publiqué en Facebook si alguien podía donar una heladera, ropero o similar y a las cuatro horas ya había conseguido una».

Botellas de agua y jugo, pan en bolsas de supermercado, bandejas descartables con fideos, un tupper con albóndigas y naranjas sueltas. José elige los fideos y una bolsa con pan. El sol le pega en la nunca y se refresca con agua que lleva en su carro. “Llevo toda la plata que junto a la madre de mis hijos y si sobra me quedo con algo”, relata. Sueña con que sus hijos logren terminar el secundario y sigan estudiando. No sabe si después de los fideos le va a alcanzar para comer a la noche. Cada día es una nueva historia en su vida.

La iniciativa de Lupita forma parte de una cadena solidaria que comenzó en febrero de 2016 y ya se expande por todo el país. La primera heladera social fue instalada en Tucumán por Fernando Ríos Kissner, un empresario gastronómico que hizo realidad su idea luego del impacto que le generó ver a un padre meter a su hijo dentro de un contenedor de basura para buscar comida. La aceptación fue tan grande que rápidamente tuvo réplicas en Córdoba, San Juan, Jujuy, Salta, Neuquén y en la Provincia de Buenos Aires. El proyecto también se transformó en un perchero social que integra la campaña «Frío Cero», de la Red Solidaria.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), un tercio de los comestibles producidos en el mundo se pierde o desperdicia anualmente. En la Argentina se derrochan 38 kilos por habitante cada año, generando un residuo de 1,5 millones de toneladas, ya sea debido a una deficitaria planificación de las compras por los consumidores o a descuidos en la conservación. La situación implica, a nivel mundial, una pérdida de 1.300 millones de toneladas anuales de alimentos.

La esquina de Mosconi y Artigas “es muy transcurrida en todo momento del día”, dice Carolina, encargada del puesto de diarios. Farmacity, el puesto de revistas, la panadería Lemon, el Kiosko de Katy, la casa de una vecina, el negocio de arreglo de computadoras, la casa de Lupita, la papelería, la ferretería y en la esquina un salón de fiestas, conviven con la heladera en ese orden. Pocas familias habitan en esa cuadra. “Está el que pone comida, el que se lleva y el que se queja porque le molesta. Lo que más veo es gente que se acerca a poner alimentos. Es impresionante la solidaridad”, relata Katy, dueña del kiosko “La vecindad”, y añade: “Muchos padres con sus hijos compran galletitas, alfajores o bebidas para poner”. El artefacto no está enchufado, con lo cual los alimentos que más se conservan son los no perecederos o los que se retiran en el día. “Está siempre llena con comida diferente”, comenta Lupita. La aceptación de los vecinos la sorprendió y agradece a cada ciudadano que se acerca a poner algo. “Gracias a ella y su familia muchas personas hoy tienen algo para comer”, reflexiona Graciela, vecina del barrio, quien deja tres veces a la semana un par de facturas del desayuno de sus hijos.

“Tomá lo que necesites, aportá lo que puedas”, indican los carteles que tiene el electrodoméstico. Santiago, de 28 años, no sabe leer muy bien pero Gonzalo, su hijo de 8 años, lo ayuda. “Papá, mirá esa heladera. ¿La llevamos?”, le dijo el nene a su padre el lunes a la mañana mientras caminaban por Mosconi buscando cartón. “Nos acercamos a ver si la podíamos levantar. Cuando la estábamos moviendo vino un pibe y nos frenó el carro”, relata Santiago, que además trabaja los fines de semana en la guardia de un almacén en el Bajo Flores. Padre e hijo viven en la villa 1-11-14 junto con su esposa y tres hijos más. Adrián Pérez fue el encargado de impedir que se lleven el artefacto. “Estaba arreglando la computadora de un cliente y cuando levanto la vista veo a los chicos. Salí corriendo a explicarles que sólo podían llevarse la comida”. La primera vez que Santiago y su hijo Gonzalo se alimentaron de la heladera social optaron por una bandeja con una tarta entera, unos fideos y manzanas. “Ese día le di a Gonzalo y a mis otros cuatro hijos de comer. Ahora pasamos siempre y todas las noches tengo algo para darles”.

Desde el negocio de computación, Adrián y sus compañeros ven toda la secuencia. Los que más utilizan la heladera son los cartoneros, de a una o dos bandejas. La situación está muy dura. La desigualdad cada vez es más grande. Cuando vi lo que estaba haciendo Lupita, que es una piba joven, me emocioné e inmediatamente la ayudé”, confiesa Adrián. Santiago también ayudó a los suyos. Después de aquella mañana que encontraron la heladera volvió al barrio y le contó sólo a los de su cuadra que podían retirar comida gratis.

Muchos vecinos que se acercan a poner comida entran al negocio de computación o al local de Katy para felicitar por la iniciativa. Agradecidos, les explican que el proyecto fue de Lupita y le pasan su Facebook para que se contacten. «La idea es que los que tienen bares por acá o cualquiera en su casa, pueda separar algo de su comida y traerla, para que quienes están en situación de calle no tengan que revolver la basura», explica Lupita. Está esperanzada con que la propuesta crezca al igual que Katy, quien dice: “Ojalá no tuvieran que existir estas iniciativas. Ese es mi deseo, pero estamos en cambiemos, todo puede pasar. Sería bueno que estemos mejor”.

Cuando el artefacto cumplió una semana, una vecina de la cuadra se acercó a pegarle stickers naranjas con el símbolo de riesgo y la leyenda “Peligro biolóco”. La mujer -que no permite publicar su nombre – vive desde hace 30 años en la misma casa. “Me parece un desastre esta situación. Hay otros lugares para que la gente coma y no necesariamente este que está frente a mi casa. La heladera junta bichos y larga mal olor”, se queja.

Graciela, encargada de la panadería Lemon, reconoce que ésta no es la mejor solución para el problema pero asegura: “Es mentira que tira bichos u olor. Entre algunos vecinos se ocupan de que esté limpia y cuidada. El problema grande es en el verano con el encierro y las altas temperaturas”. Claudia, empleada de la panadería, le cuenta a su encargada que hace dos días un cliente compró una tarta de calabaza y puso la otra mitad. “Debería tener electricidad pero es un peligro para los chicos. La gente se tiene que ganar la comida con dignidad y no deberían sacar ni de un tacho ni de una heladera de la calle”, opina Claudia mientras lleva un café a un cliente. Ramón, que escuchaba la conversación, intercede: “La idea está bárbara pero no sé si está bien hecha. Igual tampoco vamos a comparar con lo que debe ser para alguien sacar comida de un contenedor o de cualquier otro lado”.

La vecina hizo la denuncia al Gobierno de la Ciudad el lunes 8 de noviembre para que la remuevan. Está esperanzada con que lo harán pronto. Adrián, empleado del negocio de computación, no logra comprender lo que la vecina plantea y dice: “La gente ve una simple heladera, pero no se dan cuenta que es mucho más que eso, sirve para que un pibe coma algo y que quizás sea lo único que ingiera en el día”.

La llamada de la vecina al Centro de Gestión y Participación Comunales (CGPC) a través del 147, para que remuevan la heladera, se hizo efectiva el viernes 11 de noviembre. Sebastián, que trabaja para el CGPC de la Comuna 12 (el cual agrupa los barrios de Villa Pueyrredón, Villa Urquiza, Saavedra y Coghlan), fue el encargado de tomar el caso. “Trabajo desde hace 19 años y siempre levantamos escombros, piedras pero nunca me tocó una cosa así”. Vecinos del barrio se asomaron a ver qué pasaba. El equipo de investigación de esta nota se acercó a Sebastián y su equipo para hacerle unas preguntas. Poco a poco los residentes iban volviendo a sus puestos de trabajo mientras los reporteros intentaban contactarse con Lupita para impedir que removieran la heladera.

“Yo no tengo problema de que esté. Nosotros sólo cumplimos órdenes. Ustedes me tienen que firmar la planilla y poner que es de uso particular y que no quieren que la llevemos y listo.” Este equipo de investigación intercedió firmando en la planilla. La heladera se quedó en su lugar.

Adimiro no tiene hogar. Pasa las noches con su colchón en la puerta de la sucursal del banco Santander Río que está a dos cuadras de la casa de Lupita. Deambulando por el barrio de noche encontró el artefacto. “Agarré unas botellas de jugo, pan y unos tomates”, confiesa el hombre de 40 años que padece de problemas auditivos. “Al no comer, no tengo fuerza y eso hace que esté enfermo seguido. La comida que saco me sirve para no enfermarme. No siempre como durante el día, voy cuando está oscuro para que nadie me vea”.

La noche cae, son las 19 y Coco entra a su turno de trabajo en el kiosko de Katy. Espera a que la cola de colectivos disminuya, agarra el trapo naranja y junto con una botella de detergente y unas cajas sale del negocio. “Yo soy el encargado de limpiar la heladera”, dice inflando el pecho. Todos los días destina veinte minutos al tratamiento de lavado mientras mira de reojo la vidriera por si alguien se acerca. Trabaja desde hace 20 años en el mismo local y se siente orgulloso de su barrio. “Los días que tengo franco le pido a otro vecino si lo puede hacer por mí. Si entre todos nos ayudamos el país va a salir adelante”, añade.

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/01/2017