Por Nicolás Palermo
Fotografía: Rocío Forte

La violencia política es parte de nuestra historia desde sus comienzos. El problema es cuando algunas de sus prácticas, como los discursos de odio, son aceptadas y legitimadas. Un viaje al pasado para tratar de entender el presente.

“La violencia política es un elemento constitutivo de la Argentina”, afirma el historiador, docente de la Universidad Nacional de Rafaela (UNRaf) y becario del CONICET, Mario Russo, quien explica que esto tiene su origen en la importancia que tuvo el Ejército como actor político en la formación del Estado Argentino, en su consolidación a fines del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX.

Según Russo, las Fuerzas Armadas desarrollaron sus propios criterios institucionales de lo que se entendía por el poder, la democracia y la forma de hacer política, y que tales concepciones todavía pesan en la actualidad. Sin ir más lejos, frases como “habría que fusilarlos a todos” –de la jerga castrense– todavía circulan en la sociedad.

Es fundamental saber quiénes son los actores que han ejercido la violencia política a lo largo de los años, cómo ha ido cambiando y con qué fines. Por ejemplo, no se pueden comparar las primeras revoluciones radicales, impulsadas por un grupo organizado dentro de un partido con el fin político de promover reformas electorales, con el bombardeo a la Plaza de Mayo de 1955, donde un sector de la Armada ejerció la violencia contra el propio Estado. “Hay que tener en cuenta qué actor social ejerce la violencia y con qué finalidad”, subraya Russo.

Por su parte, Walter Koppmann, doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires y becario postdoctoral del CONICET, sitúa el inicio de la violencia política en el país alrededor de 1880 con la persecución y represión estatal al movimiento anarquista.

La utilización de la violencia no tiene una explicación monocausal y siempre depende de qué clase social la ejerza. “Es incomparable la que ejercen los de abajo contra los de arriba, con la de los de arriba contra los de abajo”, señala Koppmann, quien remarca que la clase empresarial en la Argentina, así como en todo el mundo, se vale de los resortes del aparato represivo del Estado y de la presión sobre la opinión pública para generar una legitimación de esa violencia contra el pueblo o, en particular, contra el sector de la clase trabajadora organizada.

Koppmann rememora la Semana Trágica de enero de 1919 como uno de los casos más emblemáticos de esa violencia estatal-empresarial, cuando se reprimió una huelga metalúrgica en el barrio porteño de Nueva Pompeya, que luego se convirtió en un pogromo contra poblaciones judías en los zonas aledañas, en lo que fue una de las peores masacres sufridas por el movimiento obrero argentino.

Para entender la política argentina, asevera Russo, se debe comprender que no se construyó dentro de las instituciones democráticas tradicionales, característica presente en los demás países de América latina. En su lugar, la democracia argentina se piensa “a través del desconocimiento del otro, la negación del adversario y la forma de confrontación directa como un medio válido dentro de las prácticas políticas particulares”, y agrega que estas situaciones se han repetido a lo largo de la historia.

La recurrencia de las prácticas violentas en la política tiene que ver con “la fragilidad de la democracia argentina –dice Russo– de crear instituciones que sean capaces de garantizar y articular las demandas sociales”. Para él, estas fallas del sistema democrático, que “muchas veces no es capaz de articular prácticas institucionales y discursivas con formas intermedias de acción política”, generan estallidos o sucesos particulares de violencia política que, si bien no son legítimos, terminan legitimándose, una vez que suceden, para un sector de la población.

Y esto explica por qué determinados discursos de odio, que se escuchan en la calle, en las redes y en los medios, se trasladan a las formas de acción política directa como algo que es propio del sistema. “Por eso circulan tanto y son tan efectivos: porque son aceptados y legitimados”, concluye Russo.