Por Inés Mazzara
Fotografía: ANCCOM, Sofia Genovese

La “cancelación” es una práctica que ha cobrado popularidad en los últimos años. Consiste en acosar virtualmente a figuras públicas luego de que hayan hecho o dicho algo considerado objetable u ofensivo por un grupo específico de personas. Es, por ejemplo, lo que le ocurrió en estos días a la escritora Claudia Piñeiro, “cancelada” y acusada recientemente por la Alianza Cristiana de las Iglesias Evangélicas de la República Argentina de tener un «encono» contra la cultura evangélica a raíz de su «militancia feminista durante el debate por la ley del aborto». La disputa ocurrió a raíz del estreno de El Reino, una miniserie producida por Netflix y coguionada por Piñeiro, que aborda los vínculos entre la Iglesia y la política. La respuesta de la escritora fue contundente: «La censura es censura, la quieras disfrazar de lo que la quieras disfrazar», twitteó.

Claudia Piñeiro.

La cancelación, que se ha instalado como estrategia de sabotaje o “boicot” en el marco de discusiones públicas online, fue inicialmente impulsada por la comunidad afroamericana en signo de rechazo a las reproducciones de estereotipos racistas en Estados Unidos. Pero, ¿qué pasa cuando estos métodos utilizados por las luchas anticoloniales, feministas, de derechos humanos, entre otras, son puestos al servicio de violentar y acallar discursos críticos? Recientemente, la Asociación Civil Comunicación para la Igualdad publicó un informe que se denominó: “¿Es posible discutir en medio de discursos de odio?”. La investigación está motivada por el empeoramiento en la calidad del debate público de los feminismos a partir de la irrupción de discursos violentos de los antiderechos. A través de la manipulación de la información, insultos, descalificaciones, amenazas y violencias, estos grupos se han encargado de acallar a los ciberactivismos.

En diálogo con ANCCOM Sandra Chaher, presidenta de la Asociación Civil, comunicóloga especializada en Derecho y Género, y parte del equipo de investigadores, asegura que estas acciones “afectan a la libertad de expresión de las mujeres y a la presencia del feminismo como sujeto político en el debate público”. Acorde con el informe, el 100% de las activistas feministas consultadas fue violentada en algún momento por los grupos antiderechos. Como respuesta, entre el 30 y el 60% de ellas dejó de leer notificaciones.

Florencia Alcaraz, periodista, feminista y co-directora de LatFem, quien asegura que “internet es un espacio más donde operan las violencias machistas” y que “las periodistas feministas estamos doblemente expuestas por el rol que ocupamos en la sociedad”. Alcaraz fue blanco de un gran hostigamiento a partir de una investigación que buscaba trazar un mapa de la reacción conservadora argentina. El trabajo consistió en una serie de notas acerca del crecimiento de la nueva derecha y un cartografía de las interacciones entre cuentas vinculadas.

Las tecnoviolencias machistas son agresiones por razones de género cometidas, asistidas o agravadas por el uso de las TICS. Alcaraz cuenta que, “a veces se centran en el aspecto físico, otras tiene que ver con algo más coordinado, vinculado a instalar campañas de desprestigio personal o colectivo; y en otros casos hay amenazas explícitas de muerte, de agresiones sexuales”. Como resultado tienen a la “autocensura, el ataque a nuestra visibilidad y a nuestra presencia en el espacio público, produce un impacto psíquico, emocional e, inclusive, físico”, declara la periodista. Por otro lado, puede producir pérdidas económicas, en tanto su trabajo muchas veces se basa en generar contenidos. Para Alcaraz, el objetivo de las mismas es el disciplinamiento y el silenciamiento.

Son múltiples las razones que podrían explicar la proliferación de los discursos de odio. Chaher propone como hipótesis una conjunción entre las posibilidades de amplificación o viralización que suponen las redes sociales y el anonimato. Con respecto a lo primero, el informe retoma teorías previas que proponen que aquellos discursos que despiertan alguna conexión emocional negativa logran mayor alcance. En cuanto al anonimato, la investigadora advierte que “desde un punto de vista feminista es defendido porque una persona que está siendo agredida, puede encontrar una forma de participar a través de un perfil anónimo”. Entonces, su crítica se basa en “la posibilidad que te dan algunas redes de participar sin muchos requerimientos, lo que facilita que las personas que se esconden detrás de esos perfiles puedan tener también actitudes odiantes”.

Frente a estos hechos se abre otro debate: ¿hasta dónde llega la libertad de expresión? Chaher, explica que “desde el punto de vista de lo que es la jurisprudencia o el planteo jurídico vinculado a la libertad de expresión, la tendencia es que un discurso no debería ser prohibido por más agraviante que fuera”. Mientras no exista una incitación directa a la violencia “lo que te dicen los sistemas de derechos humanos es que lo que tienes que hacer es oponer más y mejor discurso”.

El problema es que en la práctica se presentan ciertas limitaciones. “Si la plataforma no te garantiza una mínima seguridad o una mínima confortabilidad para moverte, no tenés manera de oponer más y mejor el discurso”, agrega la investigadora. En tal sentido, las activistas entrevistadas expresaron una disconformidad con respecto a la respuesta de las plataformas: en el 44% de los casos de Twitter, el 29,2% de Facebook y el 28% de Instagram.

 

Hackear al mensajero

Irina Sternik, periodista con una larga trayectoria en distintos medios, luego de revelar un hackeo al Ministerio de Seguridad en un artículo de la Nación en 2017, fue víctima de una oleada de ataques sistemáticos durante más de un mes. Sternik cuenta que sufrió “intentos de hackeos a todas las cuentas de correo o redes sociales; si mencionaba a una persona en redes, las atacaban a ellas; recibí mails intimidatorios, amenazas, difamaciones y todo lo que se te ocurra. A veces tenían un trasfondo político, otras misógino o religioso. El único fin era atacar y amedrentarme, que parara de hablar. A pesar de que fue una sola vez, una sola nota”. El ataque sólo cesó cuando se le ofreció custodia policial. Llegaron a intervenir organismos como Amnistía Internacional y el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Contó, además, con el asesoramiento del Foro de Periodismo Argentino (Fopea) y del Sindicato de Prensa de Buenos Aires (Sipreba).

Sin embargo, la respuesta de las plataformas fue insuficiente, por no decir nula: “En ese momento ninguna red social me ofreció demasiada ayuda”, cuenta Sternik. Tuvo que denunciar muchas veces a cada cuenta para que la dieran de baja. Decidió cerrar su perfil y dejar de hablar del tema por un período. Acorde con Sternik, el objetivo era asustarla y evitar que hablara del tema.  “Lo lograron”, dice.

Respecto a qué actitud debería tenerse frente a los discursos de odio en redes sociales, el informe arroja tres tendencias entre las entrevistadas: el 66,7% propone moderarlos, el 25% prohibirlos, mientras que sólo el 8,3% sugiere no intervenir. Chaher afirma que lo más democrático sería hablar de una co-regulación entre Estado, empresas y la sociedad civil. Por un lado, esto implicaría que “las empresas no actúen solas porque no está claro cómo regulan”, explica la investigadora. Y agrega que el riesgo reside en que, de otra manera, podrían prohibirse cuentas de forma infundada como ocurre con, por ejemplo, posteos sobre lactancia por el mero hecho de que aparezca una teta. Por otro lado, “siempre está el riesgo de que el Estado tenga una excesiva injerencia”. Sin embargo, de forma paralela señala la necesidad de apelar a una transformación cultural que concientice sobre la importancia de cuidar el debate público.

 

Por último, Chaher sugiere que “sería muy interesante que toda la población como usuaria de redes tuviéramos un mayor conocimiento de, por ejemplo, de cómo se hacen las operaciones concertadas, de cómo funcionan; porque evidentemente los sectores que son quienes agreden saben perfectamente cómo armar este tipo de campaña, de acciones coordinadas, que afectan a una persona”.

 

Un problema regional

Florencia Alcaraz cuenta que desde LatFem identificaron estas situaciones a partir de conversaciones que tuvieron con otras colegas de la región. A partir del intercambio con mujeres de la Red de periodistas feministas de América Latina y el Caribe, pudieron identificar que esas violencias digitales se relacionaban con la reacción conservadora que hoy está en marcha en todo el mundo. De esta manera, empezaron a pensar en un Kit de Cuidados Digitales, que hoy se encuentra también en formato radial.

Este material propone una serie de recomendaciones para hacerle frente a los hostigamientos: propone identificar las agresiones, registrar la evidencia a través de capturas de pantalla, reportarlas a las redes, bloquear a los agresores, denunciar de manera formal o informal. Al mismo tiempo, incentiva a brindar apoyo a quienes estén sufriendo acoso a través de la creación de espacios seguros de escucha, ayudarles a registrar los detalles del ataque y los perfiles de los agresores.

“Es realmente grave y creo que el primer paso es dejar de subestimar este tipo de ataques y empezar a ponerlos en valor, a hablarnos entre nosotras”, declara Alcaraz. Para la periodista se trata de un problema estructural, que exige pensar en procesos colectivos y dar respuestas en términos de organización. “En ese camino estamos, reforzando nuestra seguridad y pensando estratégicamente cómo abordar estos ataques porque, lamentablemente, las plataformas no brindan soluciones. Quienes sí lo hacen son otras redes feministas y compañeras que saben mucho sobre estos temas”, concluye Alcaraz.