Por Hebe Barrios
Fotografía: Gentileza Telam

Las cámaras de la sala estaban apagadas pero, de pronto, Pablo Diaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices, apareció. “¿Se escucha?”, pregunta a cámara mientras se lo ve esperando ansioso para dar su testimonio. Le hacen el famoso juramento de verdad y comienza. Muestra un papel que los años lo dejaron amarillo “Buenos Aires 26 de junio de 1984. Señor Pablo Alejandro Diaz. Referencia legajo 4018. En mi carácter de secretario de Asuntos Legales de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, tengo el agrado de dirigirme a usted a fin de informarle que el día 22 del corriente mes, se me ha elevado a la justicia, la denuncia relacionada con los centros clandestinos de detención ubicado en la jurisdicción de la provincia de Bueno Aires, en la cual se ha incluido el testimonio que usted presentara ante esta Comisión. Dicha denuncia ha quedado radicada ante el Juzgado N° 1 de la ciudad de La Plata, secretaría a cargo del Dr, Roberto Luis Colombo. Certificando el original a cámara”. Hace 37 años había dado su primer testimonio. El martes pasado volvió a ratificarlo.

Pablo fue detenido y secuestrado el 29 de septiembre de 1976 en su domicilio de la ciudad de La Plata, a las cuatro de la madrugada, por un grupo de tareas dependientes de distintas fuerzas criminales. Esa noche estacionaron tres autos en su puerta. Se bajaron e intentaron abrir el grueso portón de entrada de su casa y como no podían, tocaron timbre.  El relato de Pablo estuvo cargado de emoción y de mucha memoria a pesar de los años. Cada recuerdo contenía documentos e incluso imágenes fotografías del horror que con la película La noche de los lápices pudo reconstruir.

“Mi hermano que estaba durmiendo en su pieza me despertó. Yo comprendí la situación rápidamente por los hechos que estaban sucediendo en la ciudad de La Plata. Le dije a mi que me venían a buscar. Hicieron tirar al piso a todos mis hermanos. Cuando estoy bajando las escaleras uno me señala. Estaban todos con las caras tapadas menos uno que estaba con traje, el comisario Héctor Vides. Inmediatamente me tiran al piso, y me preguntan por las armas”, recuerda Pablo. Él no tenía armas. Le ponen un buzo en la cabeza y lo secuestran. De allí, fue llevado a una estancia, que luego con los años pudo reconocer como el Regimiento N° 7, el llamado Campo de Arana, donde hoy funciona la Infantería.

“Llegamos y me dejaron parado contra la pared por más de 24 horas. Cuando yo me encontraba agotado, me golpeaban”. Luego lo llevaron a un cuarto. Puesto en un catre, atado de pies y manos con alambre y unas telas. Lo desnudaron. El buzo en su cabeza siempre lo mantuvieron. Le preguntaron qué participación había tenido en las organizaciones políticas secundarias, en la Unión de Estudiantes Secundarios, o en la Juventud Guevarista. Si era del Che o si era peronista, también le preguntaron por las pintadas de baños en los colegios secundarios y su participación en el Centro de Estudiantes. “Cuando les decía que no había tenido participación, me daban con picana eléctrica en los genitales o en las heridas. Se te cierran los puños por la corriente eléctrica. Luego de la sesión, cuando no aguantaba más y gritaba me decían que si tenía información de algún chico, que abriera las manos y ellos iban a parar la tortura. Por supuesto, abría las manos, pero no podía decir nada porque tenía los labios quemados por la tensión eléctrica”, describe.

 “¿Qué carajo tenían que hacer ustedes yendo a las villas si tenían todo en su casa?”, le reprochó un represor a Pablo mientras lo interrogaba.  Ya en otro cuarto le cambiaron el buzo de la cabeza por una venda de tela de color roja. “Siempre me acuerdo porque por la luz podía ver figuras. Era un hombre grande y me dice que empiece a contar desde la primaria”. Le preguntó qué pensaba de las villas miserias porque sabía que Pablo iba a dar clases de apoyo escolar con las agrupaciones, la UES y la Juventud Guevarista.  El odio de clase se reflejaba en las palabras del coronel quien, en realidad, le reprochaba a Pablo su preocupación por lo que socialmente no era, porque provenía de una clase media alta.

“La característica era que esta persona se diferenciaba mucho en el lenguaje con respecto a los que nos torturaban o eran represores directos. Los coroneles eran más ideológicos que los guardias y los policías de la provincia. Estaba claro que unos daban las órdenes y otros, los policías, eran los que pònían la mano de obra: las torturas, las violaciones”, expresó. “Ya vamos a ver qué hacemos con tu vida. Síganle dando el escarmiento”, le dijeron luego de haberle aplicado la famosa tenaza, el modus operandi de tortura que implicaba sacar la uña del pie.

Un simulacro de fusilamiento fue otra de las cosas que le tocó vivir a Pablo con 17 años, en sus días en Arana. Siempre, previo al simulacro, llegaba un capellán que les ofrecía confesarse para “librarse de los pecados”. “Cuando nos ponían en el paredón, los más chicos pedíamos a nuestras madres. No queríamos ser asesinados, empezábamos a tener un ataque de histeria, de nervios”. Eran sacados y pasados a un descampado donde podían escuchar los ladridos de muchos perros. Podían olerlos. Los sentían. También escuchaban cómo cargaban las armas. “Éramos aproximadamente seis o siete personas. Ellos hablaban y volvía a pasar el capellán, pero esta vez decían: `Tiren´”, expresa Pablo y continúa: “Nosotros sentíamos los disparos. En un momento que tiran, un compañero dijo: ´Viva los Montoneros´. No puedo reconocer quién, porque se mezclaban con mis gritos y el de muchos de nosotros”. Pablo sintió la muerte. Realmente sintió que lo habían matado en vida. “Uno estaba esperando a ver cómo era la muerte, esperando si era dolorosa, si los agujeros estaban en el cuerpo. Esto es un segundo, pero es muy prolongado. Uno dice ya está ya pasó, pero siente agonizar al otro”.

Una noche empieza a ver un movimiento de micros. Fue el momento del traslado al Pozo de Banfield. Allí lo dejaron en un calabozo inundado, a solas, desnudo, tan solo en ropa interior. Ya no recordaba dónde había quedado su ropa. Una característica del Pozo de Banfield era que estaba lleno de adolescentes y de embarazadas en estado muy avanzado, como el de Gabriela Carriquiriborde que estuvo con él los días que empezó con trabajo de parto o Cristina Santucho quien también estaba embarazada y estaba casi en fecha de parto. Pablo pensaba que las chicas embarazadas eran adultas, las veía así porque iban a ser madres. Pero eran muy jóvenes. “Cuando me enteré que Gabriela tenía 22 años no lo podía creer. Yo creí que era más adulta, creo que porque me calmaba más a mí. A veces me hacía apoyar la cabeza de su panza para escuchar los latidos de su bebé. Era un juego”.

En la celda contigua, se encontraba María Claudia Falcone, de 16 años. Ahí la encuentra, así como también a Osvaldo Buseto y Alicia Calinati que estaba con su padre. Pablo hizo un dibujo donde describe cómo era el pozo de Banfield. Una especie de plano que mostraba la organización de calabozos pequeños.

No abrieron las celdas por una semana. “Dormíamos en el piso y hacíamos nuestras propias necesidades allí porque no nos abrían.  Yo a veces tenía sed y llegué a tomar mi pis. No sé, el hombre es un animal de costumbre. El olor era muy profundo. Luego de esa semana nos sacaron y nos dieron de comer. Y nos trataban de sucios por los que habíamos hecho”, expresa Pablo quien además recuerda que uno de los problemas de las chicas eran los períodos de menstruación con lo cual los guardias les decían que se sacaran la ropa interior. “Eso no era un hotel. No tenían por qué cuidarnos”, recordó Pablo que dijo un guardia.

En el Pozo de Banfield Pablo escucha por primera vez el nombre de Jorge Antonio Bergés, allí lo conoce, ya que estaba permanente. Bergés era un médico de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y era quien se ocupaba específicamente de las embarazadas. “Para él, ellas eran una joya a la que tenían que cuidar. Él tenía mucho interés en que tuvieran familia. No les importaba la madre sino el chico.  El médico llegó a decirle a los guardias que con ellas no se metan que si querían algo que agarren a las chicas”.  Y fue así, tanto a Claudia como a María Clara las agarraron. “Recuerdo que cuando volvimos del baño, a las chicas las dejaron últimas, las empezaron a manosear. Especialmente a María Clara Ceochili. Le dio un ataque de nervios y cuando regresó a la celda se empezó a dar la cabeza con la pared y a gritar. Pedía que la maten”, declara con la voz quebrada y recuerda: “Nosotros empezamos a gritarle que parara. La particularidad de Clara es que rezaba mucho. Su familia era muy católica, en alguna oportunidad nos dijo que Dios nos había puesto a prueba. Yo no lo podía entender”.

Para diciembre de 1976, su estado mental y el de sus compañeros y compañeras era totalmente depresivo. “Pensábamos que estábamos muertos. En un momento dado mirábamos una soga para ver si nos podíamos colgar para terminar con el calvario”.

Bergés le dejaba trapitos a Pablo por si una embarazada tenía problemas. Le había dejado instrucciones de golpear la reja si algo llegaba a suceder y ese día llegó. Gabriela Carriquiborde había empezado con dolores y entró en trabajo de parto.  “Me agarró la mano y me dijo: Pablo me viene, me viene, ya está. Empezó a tener pérdidas y yo mojaba los trapos entre sus piernas y gritaba: ¡Claudia va a tener!”. Pablo recuerda sentir como el compañero de Claudia le gritaba y que todos le gritaban. “¡Fijate las contracciones, fíjate el pulso! y no hice nada de eso”, cuenta Pablo. “Me tiré sobre la puerta y empecé a golpear que era lo que Bergés me había dicho. Gabi me decía que lo quería tener y que venía su hijo. Cuando viene la guardia, me dice: “Tenela, tenela” y se empiezan a pelear entre ellos. Vienen con una chapa y empiezan a decirse que llamen a Bergés y que preparen todo”.  A la hora escucharon el llanto del bebé. Todos gritaron. El guardia dijo que había sido un varón y que se la llevaban a ella y al bebé a una chacra para que lo pueda criar, que iban a estar bien. “Nosotros nos pusimos contentos. Les creímos”, lamenta Pablo.

Llegó finales de diciembre y por los estruendos y festejos de los guardias, se enteraron que era Navidad. Ese día todos recordaron a sus familias y volvieron a sucederse escenas de depresión porque sentían tan cerca la pirotecnia. Por esos días llevaban a Pablo a un primer piso y lo dejan en una silla. Un mayor del ejército tenía que decirle algo: “Al final se decidió que vas a vivir. Vengo a decirte que te pasamos al PEN”.

“Antes de salir le pido al guardia ver a Claudia, le pido por favor que acceda. En ese momento ella empieza a gritar que sí y los que me llevan me dicen que sea rápido. Claudia estaba apoyada sobre la pared del fondo. Trato de correrle la venda de los ojos, pero le dolía el cuerpo y los ojos por el mismo estado que tenía yo. Me pide que vaya a la casa de la madre y le diga que está bien. Yo le digo que iba a salir y que nos íbamos a encontrar afuera”, confiesa Pablo entre lágrimas y continúa “Ella me dice que había sido violada por delante y por detrás, que nunca más iba a poder ser mujer y me pidió que todos los 31 de diciembre brinde por ellos”. Cuando lo vienen a buscar, escucha voces que empiezan a saludar y despedirlo.

Pablo dice que en estas 20 veces que declaró durante todos estos años, cuando contaba cómo había sido violada Claudia, nunca nadie lo paró para contar este delito. “Pensé que, porque era anecdótico lo que Claudia decía, no me interesaba, pero con el correr del tiempo y de los años supe que no era el hambre, la tortura, la picana eléctrica, los golpes y el encierro el dolor de Claudia, sino que lo más preciado que tiene una mujer, hoy entiendo por muchas adolescentes y por mi hija, es la decisión de con quien hace el amor, lo más preciado que tiene una mujer es su cuerpo. ¡Qué bárbaro! Recién hace dos años, dos fiscales me preguntaron si había tenido violencia de género o abusos”.

“Tengo particularmente las voces de los chicos, de Claudia, Horacio, Panchito que me empiezan a saludar y yo les digo que van a salir”, dice Pablo. Esa fue la última vez que los vio. Esta vez, el nuevo lugar era la Brigada de Investigaciones de Quilmes. A fines de enero, luego de estar allí un mes, lo fueron a buscar y fue trasladado a la Comisaría tercera de Valentín Alsina de Lanús. Allí no lo querían recibir por la cantidad de golpes que tenía y su estado deteriorado, pero lo bañaron, le cortaron el pelo, lo curaron y quedó allí como un detenido legal. Además, también recibió la visita de su familia, después de tanto tiempo y llegó a decirle a su hermana que fuera a la casa de Claudia Falcone con la esperanza de que podría estar allí. En la siguiente visita, Pablo recibió la noticia de que a Claudia no se la vio nunca más.  Debía amigarse con el concepto de desaparecida.  Una terrible palabra, un concepto que persigue y no deja nunca despedirse de los seres queridos, que no permite el duelo ni un lugar para ir a llorar.

Pablo se refirió además a las discusiones banales de si fueron 30 mil o nueve mil desaparecidos “Ruego por una sola persona, por un solo ser humano, y piensen en 9 mil en fila, si quieren cuantitativamente obviar 20 mil más. Nunca le saquen al ser humano la responsabilidad de lo que es capaz de ser y pregúntense para qué es la justicia. Es para ordenar al ser humano en su debilidad de poder hacer el bien y el mal constantemente”, expresa y finaliza: “Qué horror, qué dolor. Sáquenles la prisión domiciliaria a los genocidas por favor, entiendan que el crimen de lesa humanidad es el peor crimen en el mundo. No tengo más. Ojalá no haya otros 37 años de espera. Gracias señor presidente”. 

La lucha de Pablo Diaz y sus compañeros y compañeras ha dejado grandes conquistas como el boleto estudiantil gratuito; y su testimonio ha dejado grabado en la memoria colectiva el horror de lo que significó la última dictadura cívico-militar en nuestro país.