Por Sofía Monzón y Julia Hirschovski
Fotografía: Diario El Tribuno

Una de las calles principales de la ciudad de Formosa lleva el nombre de Julio Argentino Roca. A 296 kilómetros, en el paraje de la Bomba, fueron masacrados por Gendarmería, en 1947, más de 500 miembros de la comunidad Pilagá. En la actualidad, los hijos de los sobrevivientes conviven con las familias de los asesinos, cerca de Las Lomitas, la localidad con más gendarmes per cápita de la Argentina.

Noolé Cipriana Palomo vive en Pozo del Tigre, uno de los tantos territorios donde los Pilagá habitan. Quienes la conocen hablan de ella como una referente política. Ocupa la Presidencia de la Federación Pilagá y actúa como su principal vocera. Cuenta que se debatió mucho para que la mujer pueda estar incluida. 

“Soy hija de una sobreviviente de la masacre. Mi mamá estuvo ahí pero nunca habló del tema. Recién cuando empezaron a hablar los ancianos, contó lo que pasó”, relata Noolé y agrega: “Nos sorprendió, no teníamos idea. Ella tenía mucho miedo de los gendarmes y nosotros no sabíamos por qué. Los ancianos que vivieron esa masacre siguen teniendo ese miedo. Lo comprobé cuando fuimos a declarar, fue impactante verlos tan asustados”.

El miedo cala hondo

Las “reducciones de indios” eran la moda del momento. Ninguna empresa quería perder la oportunidad de poseer la mano de obra más barata del país. Los pueblos originarios eran sectorizados como reservorios que el Ministerio del Interior organizaba para enviar a la industria que los precisara. Este proceso comenzó con la llegada de los españoles, se amplió con las campañas de Roca y se profundizó con los gobiernos que le siguieron.

En octubre de 1947, diversas comunidades pilagá se reunieron en Rincón Bomba, a pocos metros de Las Lomitas. Fueron convocados por la presencia de Luciano Córdoba o Tonkiet, su referente religioso, para un encuentro ritual. A pesar de que el evento veneraba al Evangelio, los vecinos del poblado cercano no pudieron tolerar los ruidos de la liturgia. Tampoco los gendarmes que trabajaban a pocos metros.

Ante el “conflicto”, el Ministro de Guerra y Marina, Humberto Sosa Molina, ordenó el desalojo. El 10 de octubre, por la tarde, alrededor de 400 gendarmes atacaron con ametralladoras a los pilagás completamente desarmados. Murieron al menos 500 en el acto. Otros 500, aproximadamente, escaparon en diferentes direcciones.

Para el 12 de octubre, ya se habían quemado la mayoría de las tolderías abandonadas en Rincón Bomba, junto con los cuerpos de cientos de pilagás. Al mismo tiempo, el presidente Juan Domingo Perón recordaba en la Academia de Letras el “valor de los conquistadores en el descubrimiento de América”. 

Los días subsiguientes al ataque, Gendarmería persiguió por el monte a los grupos que lograron escapar. “Cometieron violaciones de niñas y jóvenes indígenas como método de tortura, como parte de la estrategia de avanzada de las fuerzas cívico-militares. No sólo participó Gendarmería, sino también el empresariado y la Iglesia”, subraya Luciana Mignoli, periodista y miembro de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena. El relato de estas acciones, aportó la perspectiva de género a la causa judicial que se iniciaría seis décadas después.

«Acá las mujeres de las comunidades protagonizan muchos trabajos que no son visibles. Pero, en estos tiempos nuevos, se van empoderando. Son las que se convocan más rápido y tienen un rol fundamental en estos procesos», comenta Noolé. 

Gracias a la valentía de los más adultos de la comunidad Pilagá, pudo comenzar la causa. Además, fue de mucha ayuda la información que Valeria Mapelman pudo registrar en “Octubre Pilagá”, documentando las declaraciones sobre la tortura y la violencia sexual, en conjunto con el hallazgo de 27 cuerpos entre las cenizas del descampado de Rincón Bomba.

Dirigentes de la comunidad pilagá, el día de los alegatos judiciales.

Genocidios de segunda

Desde 1977, todos los jueves a las 15.30, la Plaza de Mayo se puebla de pies que avanzan. La pirámide central se ve rodeada por la caminata circular de la memoria. Se encuentran las cabezas con pañuelos, los torsos trajeados, los morrales cosidos. También se encuentran las luchas. En una de las tantas rondas, Valeria Mapelman interceptó a Paula Alvarado para pedirle ayuda con el proceso judicial de los pilagá, lo que acabaría por unirlas a lo largo de los años.

Alvarado vive en La Matanza, en el oeste del conurbano bonaerense. Integra la comunidad multiétnica de Tres Ombúes, parte del pueblo Kolla. Es abogada y decide enfocar su trabajo en los pueblos indígenas que habitan el actual territorio argentino. En 2014, cuando conoció a Valeria, pertenecía a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y formaba parte de la Comisión de Pueblos Originarios.

En 2005, se inició la causa del Pueblo Pilagá contra el Estado nacional por daños y perjuicios. Sin embargo, la responsabilidad se atribuía en mayor parte a Gendarmería y a algunas reparticiones nacionales. A lo largo de los años, los abogados no se acercaban a hablar con sus representados, y ni siquiera mantenían una comunicación fluida a la distancia. Por estas razones, en 2017, la Federación Pilagá se presentó en la causa con el patrocinio de Alvarado. 

La abogada cuenta la primera vez que vio los expedientes: “No era normal que fueran tan chiquitos después de todo ese tiempo. Las causas estaban sin moverse”. Las acciones que se llevan a cabo por la masacre, son dos: una penal y otra civil. La primera, contra los gendarmes que participaron de la matanza, por homicidio. La segunda, contra el Estado nacional, por una indemnización de daños y perjuicios, lucro cesante, daño emergente, daño moral y determinación de verdad histórica.

Desde que inició la causa hasta hoy, los gendarmes imputados fueron falleciendo, sin pena alguna por su accionar. También los cuatro querellantes que se habían presentado a la causa penal. El último, Julio Quiroga, murió a principios de 2020. “Ningún juez se disponía a avanzar. Desde que conocí el expediente, pasaron seis jueces federales que no tenían la valentía de llevar adelante una sentencia”, comenta Alvarado.

El expediente penal se encuentra en pausa, esperando por la resolución acerca del pedido de juicio por la verdad que realizó la Federación Pilagá. Además, forma parte de la prueba documental de la causa civil, que en 2019 comenzó a avanzar. Sobre esta última, a cargo del juez Fernando Carbajal, en 2020 se dictó la sentencia que aclara que la masacre fue un genocidio y contempla reparaciones económicas para la comunidad. 

Actualmente, la parte representada por Alvarado en la causa civil decidió apelar, considerando que las reparaciones económicas son discriminatorias, solicitando el perdón del Estado y pidiendo una compensación territorial. “Hay genocidios de primera generación y genocidios de segunda generación. Hay causas que importan más, y causas que importan menos”, concluye la abogada.

Las voces que valen menos

El Registro Nacional de Comunidades Indígenas reconoce 36 naciones dentro del país, aunque aún hay más esquivando las trabas de acceso que plantea la burocracia estatal. De ese colectivo heterogéneo, en los medios se nombra esporádicamente a los mapuches, los qom y los wichis. Pero cuando se trata del pueblo pilagá, silencio, como señala Luciana Mignoli.

En la prensa, los indígenas no tienen lugar para contar sus historias, sin embargo, desarrollaron sus propias estrategias de comunicación comunitaria y popular. Los obstáculos no se limitan a lo simbólico sino que están presentes en las diferencias de conectividad. La Federación Pilagá apenas puede acceder a una buena señal de internet para comunicarse con Alvarado, cuando los apremian los tiempos de las apelaciones judiciales. 

Las comunidades son contadas por otros e históricamente los discursos las criminalizan y recurren a estereotipos racistas y extranjerizantes, cuenta Mapelman. Ella misma, en su documental, hace un recorrido por las tapas de los diarios de aquel 11 de octubre de 1947 que hablaban de “malón”, “levantamiento” y “rebelión”.

Marcelo Musante, sociólogo de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indigena, se refiere a la instalación de un nuevo actor en la prensa después de las campañas militares: “El indígena pobrecito” que requiere del paternalismo del Estado. Mignoli agrega que el periodismo los presenta cómo carentes de toda potencialidad, estrategias, organizaciones políticas y formas de producción únicamente pudiendo ocupar el lugar de víctimas pasivas: “Hay  un problema epistémico ideológico en la idea que tiene el periodismo de dar voz a los que no la tienen, los pueblos indígenas tienen su propia voz, en todo caso el rol debería ser hacer esas voces más audibles”.

La naturalización de los discursos dadivosos hacia los indígenas o de los que los representan como una amenaza son los mismos que denuncia la Red de Investigadores como legitimación del genocidio en sus distintas formas. Una es que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) no tenga ni un miembro de comunidades originarias en los espacios de decisión, sino que ocupan otros roles. 

Uno de los reclamos centrales de las comunidades es la propiedad comunitaria de la tierra, que permite que las parcelas queden a nombre de una asociación civil y no puedan ser vendidas ni alquiladas. El Estado, sin embargo, en Formosa, las entrega individualmente y en la situación de subalternidad económica y de poder, los indígenas las terminan vendiendo a los grandes nombres que se quieren instalar en ellas para producir, señala Musante.

Existe una ley de 2006, la 26.610, que prohíbe los desalojos y obliga al INAI a hacer una delimitación territorial, pero no otorga títulos y muy pocas provincias se adhirieron (el organismo tampoco incidió para que se aplique). Así se siguen sucediendo desalojos y represiones, en el marco de un sistema de agronegocio que avanza en el corrimiento de la frontera agropecuaria sobre tierras indígenas. 

“El Estado es responsable de lo que pasó y estamos abiertos al diálogo siempre y cuando sea beneficioso para la comunidad”, dice Noolé. Después de años de lucha, la Federación Pilagá logró ser reconocida a nivel nacional con personería jurídica en 2010, pero el espacio de interlocución del Estado con dirigentes indígenas es muy limitado. Noolé cuenta que las tierras que tienen no son suficientes para todos, solo en la comunidad en la que vive hay 315 familias. “Queremos recuperar nuestros territorios. No toda la tierra, algo, en donde los jóvenes después puedan avanzar, vivir”. Los mismos jóvenes en los que la dirigente confía para continuar la lucha con nuevas formas de relacionarse, más abiertos, sin sumisión y con nuevas herramientas para defender sus derechos.

Noolé Cipriana Palomo demanda que los blancos reflexionen: “Nacimos en Argentina. Mi mamá me contaba que vivía en el monte de la caza, la pesca y la recolección. No había hombres blancos, alambrados ni perimetrales (…) No puedo decir que no soy argentina si mis antepasados ya vivían en esta tierra. Eso es lo tiene que aceptar el Estado y es lo que le cuesta, reconocernos como argentinos”.