Por Lila Bendersky
Fotografía: Gustavo Muñoz

En el grupo de WhatsApp del secundario, una compañera manda un PDF de recomendaciones que emitió la Facultad de Psicología para afrontar la pandemia, un amigo me avisa que Drexler escribió una canción, mis hermanos quieren coordinar una videollamada para la tarde del domingo, mi mamá dispara un sinfín de audios de ya no sé qué médico extranjero que explica cómo se vive el coronavirus en el exterior, tengo el celular lleno de memes sobre la cuarentena y perdí la cuenta de la cantidad de mensajes de argentinos varados que llegan a mi teléfono pidiendo mediatizar su caso para ver si eso los trae de regreso a su tierra natal. El virus está en el noticiero, en las conversaciones con amigos, en la cola del supermercado. Pero donde ingresó con fuerza es en mi casa.

En estas primeras semanas de aislamiento social, el bicho entró y se metió en cada rincón de este PH, en nuestra pareja e intimidad. Afuera el mundo es incertidumbre y desconcierto, acá dentro no ocurre algo tan distinto. Mi compañero me parece un extraño, un posible foco de contagio, ¿tendrá él la enfermedad? Hace unos días, pegar mi cachete al suyo y frotarnos como esos perritos que aparecen en Internet era una de mis actividades favoritas, hoy nos saludamos de lejos como dos desconocidos que comparten una mesa en un bar. Tenemos diálogos operativos y por WhatsApp sobre cómo limpiar las superficies, qué falta comprar, cómo desinfectar las verduras. El amor entró en cuarentena.

Llegamos a esta casa hace seis meses y la fuimos moldeando a imagen y semejanza de nuestras expectativas con fotos de nuestros últimos viajes y una decena de potus. Acá leíamos libros maravillosos, veíamos Succession, cogíamos, nos emborrachábamos, peleábamos, inventábamos recetas de cocina con las verduras que llegaban del bolsón agroecológico, hablábamos con tono venezolano para jugar a ser latinos. Acá nacieron nuestros alter egos: Silvia y Sergio, un matrimonio de 50 años que vive haciéndose reclamos, y que nos sirvió como estrategia para que M. pudiera decirme que lavé los platos como el orto o marcarle que estaba cansada de levantar su ropa por toda la casa.

Este hogar que ha operado muchas veces como un refugio del afuera, de los vínculos familiares tóxicos, de todo aquello que duele y lastima, no está. Acá dentro siempre me sentí a salvo y hoy es un territorio frío y estéril que huele a lavandina por todos lados. El refugio se ha desvanecido como una remera vieja que va perdiendo su estampado. No reconozco este territorio. Las peleas se multiplican porque la casa es un infinito de actividades para hacer y cada uno lidia con el quilombo de adaptar el trabajo a la virtualidad. Dicen que convivir mata la pareja, la pandemia parece que va a acelerar el proceso.

M. dice que con el encierro ganó tiempo para escribir sus papers, editar un libro y hacer un curso virtual. Nada de eso ocurrió los primeros días. Se obsesionó con aprovechar la cuarentena para ponerse al día con los pendientes de la casa. El padre le trajo una pistola de calor para sacarle la pintura a la mesa del living. El ruido fue como tener un taladro funcionando adentro del oído, tardó tres días en hacerlo y eligió momentos en que yo desgrababa o dormía una pequeña siesta. Cuando terminó, arrancó a lijar y barnizar 67 varillas de madera que recubren el balcón. Tardó 21 días y fue de lo único que hablaba. De la pandemia, ni una palabra.

Yo estoy asustada con este virus. No tengo claro qué me da miedo, creo que todo: el encierro, las muertes, la idea de que el peligro está próximo, no poder ver a mis sobrinos y a mi mamá, mi psiquis. Yo sigo trabajando como si nada hubiese cambiado. “El periodismo no descansa”, repetían mis profesores de TEA todos los años.

Sigo trabajando y hago malabares con mi estado emocional porque hay que trabajar, trabajar, trabajar, somos un servicio esencial, la gente necesita informarse, no importa que siente uno con este tema, no frenamos, hay que enganchar a Ginés al teléfono. Cada mañana, Jorge, el muchacho tozudo de seguridad, me acerca una pistola termómetro a la cabeza y me dice: “Arriba las manos”. Simula un robo de lunes a viernes a las 5 AM. Así arranco el día. Odio esto que hace, pero todavía no me animo a decirlo.

Desde mediados de marzo, vuelvo caminando del trabajo a mi casa. Es la única nueva rutina que valoro de esta pandemia. Me gusta cruzarme con gente, pero ocurre muy poco. Estos días el barrio está como apagado, sin movimiento, nublado. Escucho Salad Days y me construyo por Lacroze un escenario optimista. Me gustaría chocarme con los pibes del camión de La Serenísima que bajan productos en el Carrefour o que el portero del edificio de Álvarez Thomas me deje pasar mientras limpia la vereda. ¿Dónde están todos?, ¿se habrán enfermado? Lloro sin esconderme: el barbijo me da anonimato.

M. silba cuando va del living a la cocina y pone un dj set de Cattaneo para cocinar un risotto. No sale hace cuatro semanas. Como yo voy a trabajar, me ocupo de hacer las compras del supermercado y tirar la basura. Estoy agotada de esta rutina doméstica. Él vive como si el sistema mundial no estuviese colapsando. Es un enigma lo que ocurre en su cabeza ante situaciones con las que cualquier civil se amargaría. Tiene la templanza de un maestro de yoga: nunca desborda.

Tenemos un cuarto que tiene un escritorio amplio de madera de pino y está al lado de una ventana que da a una calle con poco y nada de movimiento. Ese lugar se volvió el espacio más codiciado para encerrarse y trabajar aislado de afuera y de nosotros.

Empiezo a hacer lugar en el placard para todos los proyectos frustrados que voy a tener este 2020. Con M., siento que tenemos reinventarnos como dice cada tanto una famosa en una revista de chimentos para contar que se separó y adelgazó 90 kilos. No quiero ni una cosa, ni la otra, pero sí asumir que el virus todo lo toca y que hay que estar atentos.

Leo que en China subió la cantidad de divorcios. Me asusta, estoy permeable a todo, ¿quién está preparado para una convivencia de 24 horas por meses con alguien?, ¿puedo cambiar mi contacto estrecho?, ¿cómo continuaremos?, ¿qué quedará de nosotros después de que pase todo esto? Día 62 y sigo contando.