Por Luis Cifuentes
Fotografía: Gentileza Telam

El conflicto entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que se prolongó por más de 60 años y causó unos 8 millones de víctimas (entre muertos, secuestrados, desplazados y desaparecidos), llegó a su fin el 24 de noviembre de 2016, tras la firma de un acuerdo que llevó cuatro años de negociaciones, siempre con la férrea oposición de un sector de la derecha liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez.

A poco de cumplirse el cuarto aniversario del acuerdo, los avances para su implementación no son los esperados debido a la poca visibilidad e importancia que le otorga a lo pactado en La Habana el gobierno del actual mandatario Iván Duque, quien alcanzó al poder mediante la fuerza electoral de Uribe, hoy en arresto domiciliario imputado por sobornos y fraude procesal.

En diálogo con ANCCOM, Víctor Barrera, politólogo y coordinador del área de Estado, Conflicto y Paz en el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), con sede en Bogotá, afirma que la ejecución del Acuerdo Final “no está involucrando activamente aquellos componentes genuinamente transformadores que están en el fondo del conflicto armado” y se ha convertido “en una segunda negociación de facto”.

El diálogo por la paz comenzó oficialmente en 2012 cuando el equipo negociador del entonces presidente Juan Manuel Santos se reunió en Oslo, Noruega, con representantes de las FARC. Más tarde, se trasladaron a Cuba, lugar donde se desarrollaron las negociaciones hasta 2016. Sin embargo, el acuerdo rubricado en septiembre de ese año, en el marco de una celebración festiva en la ciudad de Cartagena, fue rechazado al siguiente mes por los colombianos en un referéndum popular muy ajustado. Los promotores del no –sectores religiosos y políticos liderados por el expresidente Uribe– obtuvieron la victoria y lograron dejar en el limbo el Acuerdo Final.

Según Barrera, la dificultad para conseguir un consenso se debió a un dilema de legitimidad que consiste en que “la mayoría de los colombianos quieren la paz y están de acuerdo con que se implementen las reformas más estructurales en el campo y la política, pero la gente odia a las FARC. Y lo que ha hecho la derecha radical expresada en el Centro Democrático (la agrupación de Uribe) es capitalizar el sesgo anti-FARC de la población para atacar directamente los elementos más transformadores del acuerdo de paz”.

«La derecha capitaliza el sesgo anti-FARC de la población para atacar los elementos transformadores del acuerdo de paz».

Luego del rechazo popular, Santos convocó a la oposición para incorporar cambios a lo convenido y en noviembre de 2016 se volvió a firmar el Acuerdo Final en Bogotá. Aun así, la oposición mantuvo su resistencia y dos años después se convirtió en oficialismo cuando Iván Duque ganó las elecciones con un discurso de campaña que apuntaba a realizar cambios al acuerdo y con el eslogan “paz sí, pero no así”.

El acuerdo está organizado alrededor de seis puntos: desarrollo rural; oposición política y participación ciudadana; fin del conflicto armado; narcotráfico y cultivos ilícitos; reparación a las víctimas; y, por último, implementación.

En cuanto a la Reforma Rural Integral, se estableció solucionar la exclusión histórica del campesinado y los problemas surgidos a partir del despojo de tierras que sufrieron los desplazados por la violencia y cuyos títulos de propiedad pasaron a manos de terratenientes y narcotraficantes. Asimismo, se dispuso una transformación del campo para estimular la formalización, la restitución y la distribución equitativa del suelo acompañado de un desarrollo rural con recursos del Estado destinados a proveer servicios públicos, educación, salud, recreación, infraestructura, alimentación y bienestar a la población.

Barrera señala que el partido de gobierno se opone rotundamente a una reforma, aun cuando lo que está incorporado en el acuerdo “no es una reforma revolucionaria, sino una reforma parcial que lo que quiere es garantizar algunos derechos de propiedad para un segmento de la población campesina”.

En 2016, el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el jefe de las FARC, Rodrigo Londoño, alias Timochenko, firmaron el histórico acuerdo de paz que pone fin a más de cinco décadas de conflicto armado.

Con respecto al punto de la participación política, se decidió trabajar en una apertura democrática para que nuevas fuerzas fortalezcan el pluralismo y que la guerrilla deponga las armas. El objetivo es evitar el uso de la violencia como método de acción política y proteger el ejercicio de la oposición de los hostigamientos de grupos paramilitares.

Para ello, se acordaron garantías a organizaciones y líderes sociales, y además se resolvió que cada una de las zonas afectadas por el conflicto tuviera una banca en la Cámara de Representantes (equivalentes a nuestros diputados) como medida de integración, reparación y construcción de paz. Pero estas 16 curules todavía no han sido asignadas debido a la impugnación de la derecha que ha criminalizado esos territorios.

El enfoque de seguridad humana prometido en el acuerdo ha sido incumplido por Duque. El principio básico de garantizar la vida de líderes sociales, excombatientes y de comunidades a través de una intervención activa de estos sectores en la toma de decisiones de las políticas de seguridad, no ha sido tal, sostiene Barrera. “Lo que ha hecho este gobierno es limitar cada vez más la participación de organizaciones y comunidades y lo que hemos visto es un incremento en el asesinato de ex combatientes y de líderes sociales”, agrega.

«Hemos visto es un incremento en el asesinato de ex combatientes y de líderes sociales”, dice Barrera.

La violencia política en Colombia se remonta a los enfrentamientos que en la década del 40 protagonizaban seguidores de los dos partidos que se disputaban el poder, el Liberal y el Conservador. En 1948, el asesinato del líder liberal y candidato a la presidencia Jorge Eliecer Gaitán, provocó el levantamiento popular conocido como El Bogotazo, que se extendió por todo el territorio del país. El Estado reprimió duramente a los grupos insurgentes. Este fue el inicio de la escalada bélica en Colombia. La fundación de las FARC data de 1964, luego de una ofensiva militar contra una comunidad autónoma creada por grupos armados y ubicada en la selva denominada como República de Marquetalia. Uno de los campesinos que lideró la defensa fue Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, quien se convertiría en uno de los comandantes de las FARC. 

A más de 50 años de estos hechos, uno de los propósitos cruciales del acuerdo de paz era el cese de la acción armada entre la guerrilla y las fuerzas del Estado, para lo cual se impulsó un proceso de entrega de armas, verificada por una comisión de la ONU. Además, se adaptaron zonas transitorias para agrupar de manera segura a los guerrilleros, previo paso a su incorporación como civiles. En función de esto, las FARC se transformaron en un partido político, Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, con cinco bancas en el Senado y cinco en la Cámara de Representantes.

Pese a la intención del gobierno de Duque de imponer un discurso en contra de los resultados positivos del acuerdo, Barrera opina que en ningún proceso anterior con las FARC hubo una desactivación total del aparato de guerra, estructura y componentes básicos del grupo guerrillero. Destaca la verificación hecha por Naciones Unidas que certificó la entrega de una proporción de armas que no se había dado en ningún proceso de desmovilización en Colombia. De los más de 13 mil excombatientes que están acreditados por el Gobierno, apenas a 600 les ha perdido el rastro, sin que eso signifique que hayan vuelto a las armas. En este punto, subraya Barrera, es donde más se ha avanzado, aunque aclara que “más que un cumplimiento adecuado por parte del Gobierno, es un cumplimiento de las FARC”.

A raíz de que el narcotráfico ha financiado el conflicto interno en Colombia, se acordó en el punto cuatro una solución al problema de las drogas. Se constituyó un programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos en los territorios afectados y, además, otro para la prevención del consumo. A su vez, el grupo guerrillero se comprometió a no continuar con el negocio y a dar información sobre las rutas del tráfico.

Sobre este punto, Barrera considera que se está anteponiendo una agenda contraria al acuerdo debido a que el Gobierno insiste en las aspersiones con glifosato y las erradicaciones forzadas, a pesar de que los niveles de resiembra de cultivos ilícitos en los municipios donde se han firmado estos acuerdos voluntarios de sustitución, son ostensiblemente menores.

Con relación a las víctimas del conflicto, el acuerdo dispuso la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición como espacio a donde el Estado y las FARC acudirían para contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) como marco jurídico para investigar y juzgar a los responsables. Esto se haría a través de penas alternativas de acuerdo al reconocimiento de verdad y responsabilidad de los involucrados.

Este punto ha sido el más atacado por el partido de gobierno “porque les resulta inconveniente que se conozcan muchas de las verdades del conflicto armado”, afirma Barrera. “Lo que quieren introducir es que haya unos magistrados que juzguen por separado a los militares y no haya una sola sala que juzgue a todos. Eso es básicamente abrir la puerta para nuevos niveles de impunidad y para ocultar la responsabilidad que han tenido, no solamente las Fuerzas Armadas, sino los que en su momento fueron sus jefes”, asegura.

“Las víctimas –añade Barrera– viven en entornos donde están siendo revictimizadas y por ello están enfrentando grandes dificultades para que sus derechos a la verdad, a la justicia y a la no repetición sean efectivos. Recientemente, la JEP había expresado una preocupación alrededor del tema, de la dificultad que tienen muchas víctimas en los territorios para participar en estos procesos, pero también la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, precisamente porque no existen condiciones de seguridad”.

El futuro del acuerdo no parece prometedor. Igualmente, el blindaje institucional y el control político con el que está dotado, han impedido la avanzada que el gobierno de Duque y su espacio pretenderían. “La paz que intenta implementar Duque es minimalista”, ironiza Barrera.

“El escenario no es el más alentador y puede tornarse mucho más crítico, teniendo en cuenta que este Gobierno va a contar con mayorías que no tuvo en los dos años anteriores, porque se ha podido recomponer a través de prebendas clientelistas con otros partidos que no se habían sumado a la coalición, y esto le permite ampliar el margen de maniobra en el Legislativo para adelantar aquellas reformas que puedan ir en contravía de la implementación, o simplemente bloquear aquellas que estén en línea con el espíritu reformista del acuerdo de paz”, concluye.