Por Sergio Cilurzo
Fotografía: Camila Godoy

En la cuarentena, el Gobierno decretó el congelamiento de las cuotas UVA y la suspensión de remates por 180 días.

Marisol mira su heladera con resignación: más allá de algunos tuppers, está completamente vacía. Cristina se sienta a su computadora y lee los diarios: ninguna noticia todavía, más allá de lo que ya sabía. La cuarentena cubre todo el país, así que deben quedarse en sus hogares. Pero, ¿cuánto tiempo podrán llamarlo ‘su hogar’? Tres cuotas impagas y el remate es inminente. Tres meses malos y se derrumba todo el esfuerzo descomunal que sobrepasaron para llegar hasta aquí, pagando sus créditos UVA. 

Son escenas que se repiten a todo lo largo y ancho del país, pero raramente se habla de ello en los medios de comunicación. Se organizan y dan a publicidad su martirio, pero la avalancha de noticias siempre logra taparlos. Pasan los años y una montaña de deuda se eleva sobre ellos, cada vez más alta. Pero por alta que sea, el árbol siempre acapara la atención. Por eso, para explicar cada uno de esos relatos hay que contar una primera historia: la de un Estado y una política habitacional.

El 7 de abril de 2017, por la mañana, el entonces presidente Mauricio Macri cruzaba a pie la Avenida Rivadavia desde la Casa Rosada hasta la sede central del Banco Nación. Allí, en la Galería de Arte Alejandro Bustillo, lo esperaban variopintos funcionarios junto a la entonces gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y el vicejefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Diego Santilli. Tomando con ambas manos el atril y desbordado de euforia, Macri anunció: Hoy estamos acá, en nuestro querido Banco Nación para anunciar créditos hipotecarios a 30 años”. La noticia se expandió por meses en periódicos, noticieros y programas radiales. Días enteros estuvieron dedicados a explicar los beneficios que traería y a aconsejar en forma pedagógica cuál sería el mejor préstamo según la necesidad particular de cada uno. “¿Cuántos todavía siguen alquilando, con la frustración de que ese alquiler es un esfuerzo que no construye ese futuro que ellos quieren’?, remarcaba Macri en su discurso. 

Se trataba de los créditos hipotecarios ajustados por UVA (Unidad de Valor Adquisitivo). Aún hoy en la página del Banco Nación se encuentra la publicidad que explica detalladamente los destinos y composición del préstamo: para adquisición o cambio de vivienda única permanente; para construcción de vivienda única y de ocupación permanente, en terreno propio; para ampliación, refacción o terminación de vivienda única y de ocupación permanente. Son “préstamos en Unidades de Valor Adquisitivo actualizables por Coeficiente de Estabilización de Referencia”, un índice de ajuste diario que refleja la evolución de la inflación. 

En otras palabras: aquello que el banco presta a los usuarios no es un monto en moneda corriente, sino una cierta cantidad de UVAs, que tienen un valor al momento de la transacción. Esas UVAs suben su precio según el índice de inflación. Los deudores pagan todos los meses una cuota en UVAs, siempre la misma, a la cual se aplica además una tasa de interés. La particularidad radica en que el “índice UVA” afecta no sólo la cuota a pagar, sino el capital total adeudado, o sea, mientras aumenta la inflación -y, en consecuencia, la UVA-, aumenta la cuota mensual y también el total de la deuda. Aún así, se promete un reaseguro para los deudores: la página explica que “para estimar la capacidad de pago del usuario […] el valor de la cuota calculada para 30 días no deberá superar el 20% del ingreso neto calculado para el destino construcción y del 25% para los restantes destinos” y, además, “se verificará […] que luego de descontada la parte proporcional de la cuota […], el ingreso remanente sea superior al salario mínimo, vital y móvil”. En teoría, la calidad de vida de quien tomase el crédito no se vería fuertemente afectada.

A pesar de que pagan la cuota, a Cristina y Santiago la deuda les aumenta entre 120.000 y 140 pesos por mes.

El día en que los “créditos UVA” fueron anunciados, el dólar cotizaba hacia alrededor de 15 pesos. Ese año, sin embargo, cerró con un dólar a 20 pesos y la sensación de que ese no sería su techo. Lentamente, con el discurrir del 2018, el dólar siguió aumentando hasta el fatídico 30 de agosto, cuando la divisa se desbocó completamente: a los pocos minutos de abierto del mercado de cambios, pasó de 35 pesos hasta tocar los 41. El Banco Central decidió subir la tasa se interés de referencia al 60% y el riesgo país se ubicaba en los 800 puntos. La UVA, que al momento de su anuncio se encontraba a 18,16 pesos, ahora valía 25,85, representando un aumento del 42%.

A mediados de aquel año, entonces, quienes habían ingresado al sistema UVA se encontraban en una situación delicada. A través de las redes sociales comenzaron a generarse contactos: familias que contaban sus historias y otras que en la misma situación las leían, y lentamente fueron formando lo que hoy se conoce como el Colectivo Hipotecados UVA Autoconvocados. Su presentación y objetivos son claros: “[somos] familias que nos juntamos para demandar una solución al problema de los créditos UVA. Queremos #PagarNuestrasCasas, por lo que demandamos, como primera medida, una #LeyDeEmergenciaUVA”. Reclaman lisa y llanamente poder salir del sistema de indexación por inflación y pasar a un sistema de créditos tradicional, o sea, pagable.

“El colectivo está conformado en todo el país. En cada provincia hay integrantes, que son alrededor de 12.000 personas, más o menos”, cuenta Marcelo Mercere, abogado e hipotecado UVA. Las cifras sobre la cantidad de afectados, de todas formas, es incierta. “El gobierno anterior llegó a decir que eran 150.000 personas. En una reunión que tuvimos hace poco con el presidente del Banco Central -Miguel Ángel Pesce- y la ministra de Vivienda y Hábitat -María Eugenia Bielsa- nos dijeron que eran 105.000. Pero no sabemos si dentro de ese número están los del programa Pro.Cre.Ar., que son alrededor de 34.000”. 

Marisol comenzó pagando cuotas de 5.600 pesos mensuales, en febrero pagó 12.000.

Llegada la campaña electoral por las presidenciales en 2019, las promesas revoloteaban por el aire. Luego de la estrepitosa derrota oficialista en las PASO de agosto, el gobierno decidió congelar las cuotas hasta fin de año para aquellos créditos menores a las 140.000 UVAs, beneficiando a poco más de 90.000 personas. 

 Hasta los últimos días, a pesar de la medida tomada por puro oportunismo electoral, el gobierno de Cambiemos sostuvo el éxito de los créditos UVA amparándose en la baja tasa de morosidad. “Lo que pasa – explica Mercere- es que nosotros siempre sostuvimos que no se debe tomar simplemente el índice de mora. En primer lugar, porque muchos de esos créditos están atados a cuentas sueldo. El banco automáticamente debita la cuota al depositar el salario. En otros casos, las cuotas se debitan de la tarjeta de crédito, con lo cual, si el deudor no paga, los intereses son los que equivalen a cuando financiás con la tarjeta: altísimos. Y hay algo más que no refleja ese índice, que dicen que es del 0,6% más allá de que se duplicó en los últimos tres meses: muchos de los hipotecados tomaron deuda, préstamos personales o préstamos familiares para pagarla”. Vuelven siempre las palabras de Macri en aquel discurso inicial: Eso es generar confianza. Porque cada vez que resolvemos algo, ganamos confianza en nosotros mismos, en nuestra capacidad de hacer y resolver nuestros problemas. Y confianza en el otro, en el que me prometió y me cumplió”.

Finalmente, Mauricio Macri perdió las elecciones de octubre frente a Alberto Fernández. A comienzos de 2020, el nuevo gobierno decidió extender por otro mes el congelamiento de las cuotas. Llegó febrero y, sin más, se descongelaron. La decisión gubernamental fue cobrar ese 26% de inflación suspendida, repartida en las 12 cuotas siguientes. La decepción en el Colectivo de Autoconvocados fue absoluta. “Además, lo que se fijó ahora es que la cuota no pueda superar el 35% del ingreso. Pero en el caso de que suceda, manda al deudor a que negocie con el banco. ¿Bajo qué condiciones? No está estipulado”, puntualiza Mercere. 

A partir de entonces, los hipotecados cayeron en otro tobogán vertiginoso y, al parecer, sin fin. La inflación, aunque desacelerada, sigue haciendo aumentar el valor de las UVAs. Abriéndose paso a través del discurso mediático que se cerraba alrededor de la discusión sobre la reestructuración de la deuda, el Colectivo intentó mostrar que existían todavía otras deudas pendientes. A principios de febrero marcharon a la sede del Banco Central, con réplicas en distintos pueblos y ciudades del país.  Pero a mediados de marzo hizo su aparición un evento que nadie pudo prever: el COVID-19. Los sistemas sanitarios europeos volaron por los aires y, junto a ellos, las bolsas de comercio de todo el mundo. Los grandes estados representantes del neoliberalismo anunciaron paquetes de medidas inéditos para rescatar sus economías. El Estado argentino hizo lo suyo, pero los hipotecados quedaron fuera de la discusión. 

Rige ahora una cuarentena nacional para evitar el contacto entre personas y la consecuente propagación del virus, lo que está provocando una parálisis en la economía local. Día a día, el Ministerio de Salud da a publicidad el nuevo número de infectados y de fallecimientos. No obstante, poco se sabe del número de empleos perdidos, trabajadores suspendidos y mucho menos el impacto que el cese de actividades provoca en los monotributistas y la economía informal.

El 18 de marzo, el Colectivo publicó un comunicado -muy poco difundido- intentando delinear el panorama actual y reclamando una medida de fondo: la “condonación en el pago de los intereses de nuestros créditos mientras dure esta crisis mundial, de forma tal de abonar únicamente el capital adeudado. Es hora de que los bancos asuman su cuota de responsabilidad social, [y que] han obtenido ganancias extraordinarias en los últimos cuatro años”, remarca. El gobierno, por ahora, congeló las cuotas y suspendió los remates por 180 días, a la espera que termine la pandemia.

Unos días antes, en otro comunicado anunciaron que las propias familias habían enviado decenas de cartas al presidente Alberto Fernández “para interiorizarlo personalmente de la situación que estamos padeciendo”. Porque más allá de los números y discursos que circulan, de las promesas y las puestas en escena, hay una realidad concreta. Hay nombres y rostros que viven cada día de sus vidas con la mirada fija en un índice imprevisible y escurridizo. Sus historias son diferentes, cada una tiene sus propios sueños, sus propios esfuerzos y su propia tristeza, pero están atadas por esta política habitacional fallida, fraudulenta. Aquí presentamos dos de ellas.

Vivir para pagar la cuota

Cristina y Santiago, de 46 y 41 años respectivamente, son un matrimonio que vive en San Martín, a unas cuadras de la estación de trenes. Es un barrio tranquilo, donde el centro comercial se mezcla rápidamente con calles más añejas, de veredas elevadas con plantas sembradas sobre los cordones y árboles que cubren apacibles del Sol. Con el crédito UVA lograron instalarse en una casa remodelada y vendida a estrenar. El frente está pintado de un naranja agradable, la numeración de la vivienda expuesta con un elegante metalizado dispuesto en vertical y, más allá, un enorme cartel de inmobiliaria colgado con la leyenda “VENDE”.

“Sacamos nuestro crédito hace dos años, en 2018. Veníamos de tener un departamento y, por unas cuestiones de salud mías, queríamos poder tener una casa en planta baja”, relata Cristina. Ella es médica y trabaja en el Hospital Sirio Libanés, que posee la particularidad de tener tanto una parte pública como una privada. “En el medio de todo esto, con el tema de la crisis de 2018, nos redujeron las horas de trabajo: nos sacaron todas las horas de la parte privada y nos quedamos con la parte pública, con lo cual bajaron ampliamente mis ingresos”.

Cristina había sido diagnósticada de lupus, una enfermedad autoinmune que se le manifestó en la parte vascular y articular, desatado por un cuadro de estrés. Por lo tanto, tiene dificultades a la hora de movilizarse. Cuando decidió, junto a su marido, dejar el departamento -por lo que implica en cuanto a subir y bajar escaleras- la única línea crediticia disponible eran las hipotecas en UVA. “La verdad es que nos cerraba bastante bien el tema de los números”, cuenta Cristina. “Nos habían explicado que, más allá de que se iba a indexar por inflación, nunca iba a superar el 30% de nuestros ingresos [no es ocioso recordar que en el sitio web del Banco Nación se habla de un 25%]. Y bueno, los trámites fueron bastante fáciles, fue presentar la documentación de nuestros ingresos. Ya habíamos vendido el departamento y pusimos esa plata para cubrir el 30% del valor del inmueble que nos pedían para acceder. A los tres meses teníamos prácticamente todo resuelto”.

Es una casa espaciosa, con mucha iluminación. Allí tienen tres perros inquietos, que saludan e inspeccionan a todos los visitantes. Detrás, hay un jardín con una pequeña vid que da uvas blancas, sembrada y cuidada por el padre de Cristina, un italiano de 90 años que vino a la Argentina en los  50 y ahora vive también con ellos. “Soy más argentino que italiano”, comenta riéndose y en un acento cargado de huellas que revelan su procedencia con tan sólo oírlo.

Sin embargo, con la escritura casi firmada, el dólar pega su primer salto de 17 a 22 pesos en una semana. “Ya entonces nos faltaba plata para costear el escribano. Mi papá nos la dió en ese momento, porque sino no hubiésemos podido cerrar la operación”, explica Cristina. “Dijimos ‘bueno, ¿qué hacemos?’ Esa semana fue caótica, la verdad es que teníamos miedo. Pensábamos que tal vez nos daba la pauta de que no estaría bueno que sucedan estos saltos y empezamos a ver los primeros debacles e inconvenientes económicos”. Pero ellos ya habían dejado una seña que, en caso de desistir, perderían, a lo que se sumaba que ya habían vendido su departamento. Tuvieron que seguir adelante. “Nos dimos cuenta que a medida que iban pasando los meses el tope del 30% no se tenía en cuenta y, cuando fuimos a averiguar al banco, nos dijeron que ese porcentaje en realidad era para poder definir si nosotros éramos aptos de obtener el crédito, pero que no había tope para las cuotas”. Obviamente, tampoco se cumplió la condición de que lo que reste de sus haberes llegue a cubrir el salario mínimo, vital y móvil. A partir de entonces, ellos esperan la cotización que publica el Banco Central el 15 de cada mes y, así, se enteran cuánto tendrán que pagar, con una inflación completamente desbocada. El único número que saben con claridad son las 911 UVAs mensuales que implica la cuota.

Para fines del 2018, la relación cuota/ingreso del crédito ya había alcanzado el 60%. Al año siguiente, Cristina se vió obligada a tomar licencia por su estado de salud. En septiembre entró en reserva de puesto, por lo que dejó de cobrar su salario y comenzaron a depender únicamente de los 32.000 pesos que cobra Sebastián como enfermero. “Nos ayuda mi papá y el padre de Santiago, que vive en el exterior y nos manda plata. Pero más allá de la cuota, también nos aumenta la deuda total indexada. En nuestro caso, son entre 120.000 y 140.000 pesos más todos los meses”, manifiesta Cristina.

“Una de las cláusulas dice que te podés atrasar un mes y te podés atrasar dos meses. Pero una vez que te atrasás tres meses, el banco tiene la libre potestad de rematarte”, explica con crudeza Santiago. Por ese motivo, supeditan toda su vida al pago de esa cuota siempre inalcanzable. Para lograrlo, tuvieron que cambiar completamente su modo de vida. “Salir a comer afuera es una rareza, aunque sea un pancho. El gasto de supermercado lo planeamos cuidadosamente: antes, por ahí uno elegía entre alguna marca u otra por cuestión de gusto, calidad, lo que fuera. Hoy elegimos comprar lo más barato. Antes comprábamos una variedad de frutas y verduras, aunque sea fuera de estación. Hoy, estrictamente lo que está en oferta”. Las vacaciones son, por lo demás, un lujo imposible de darse, aunque sea una salida de dos días. El gasto en el auto se mantiene para Cristina por su salud, pero Santiago elije caminar siempre que sea posible. Los domingos de reunión en familia ya quedaron en el pasado. “Socialmente estamos acostumbrados a que el ladrillo es lo más importante. Con lo cual, prescindís de todo lo demás para llegar al ladrillo”.

Un comentario de Santiago puede dimensionar el tipo de cálculos que realizan alrededor del peso inaguantable de esta deuda: “Como ella tuvo una serie de operaciones y demás, se le considera con enfermedad preexistente. Entonces el seguro de vida cae solamente sobre mí. Con lo cual, si me pasa algo a mí, queda todo saldado. Si le pasa algo a ella, no.” 

Una deuda con tufillo a estafa, recortes de personal y salarios que aumentan muy por debajo de la inflación son algunos de los avatares de la crisis en la que está sumergida el país desde hace más de dos años y que se manifiestan muy concretamente en las vidas de Santiago y Cristina.

El congelamiento de las cuotas dispuesto por Macri no los alcanzó, ya que su crédito supera las 140.000 UVAs. Sin embargo, el nuevo gobierno insufló esperanzas en ellos y en todo el Colectivo, que rápidamente se deshilacharon en estos cuatro meses de gestión. “A mí me generaron mucha tristeza y bronca las últimas declaraciones que hizo Fernández con respecto a los hipotecados. Fuimos para él un slogan de campaña. Él decía que las UVAs eran una estafa y que tenía que ser solucionado. Tres meses después, da una entrevista en la que dice que las UVAs son un problema entre particulares y que cada hipotecado tiene que resolver su situación con el banco que le otorgó el crédito”, lamenta Cristina.

La suba indiscriminada en el precio de los medicamentos es probablemente el punto más apremiante con el que deben lidiar: “Yo tengo medicación reglada mensual, que son muchos medicamentos. Se me va de farmacia entre 10.000 y 12.000 pesos, con el descuento de la prepaga. A veces decimos ‘bueno, este mes pagamos el crédito y compramos los remedios que nos alcance comprar’. El resto, voy viendo si los puedo conseguir o no. Hacemos trueque con gente que tiene mi misma enfermedad. Si a mí me quedan comprimidos de algo que necesite otra persona, los vamos cambiando. Con lo cual, a veces uno lo ve como que decís ‘yo esto no lo tendría que estar pasando’”, lamenta Cristina.

Parte de lo que suele llamarse “la opinión pública” ha decidido apuntar con el dedo hacia los hipotecados: en redes sociales, fundamentalmente, pero hasta incluso políticos los condenan por izquierda o por derecha: que fueron muy ingenuos en creerle a Macri y sus políticas, que el resto de la ciudadanía no tiene por qué cargar con el costo de pagar estos créditos y una larga lista de prejuicios caen sobre ellos, por puro desconocimiento o por descarada perversidad. “Al momento de firmar, nos leyeron punto por punto y la realidad es que en ese momento estás tan metido con el tema de que tenés que firmar, tenés que pagar…estás tan eufórico, porque tenés la llave ahí y bueno, algunas cosas se te escapan. 

Releímos la escritura y no había nada. En ninguna escritura está contemplado el tope del 30%”, recuerda Cristina. Santiago agrega, incisivo: “Hay una realidad: el crédito no es que lo ofreció el banco. El crédito fue arreglado de forma verticalista desde el Estado: Estado, Banco Central, resto de los bancos, públicos y privados. En ese orden. De hecho, fue el Estado mismo el que salió a publicarlo con bombos y platillos: ‘Créditos UVA, la salvación, la panacea, tu casa propia, pagás lo que vale un alquiler’, como si fuera una ganga. El Estado prometió una inflación interanual de 10 puntos, más/menos dos. ¿Ingenuos por creerle al Estado? ¿Por qué no debería creerle al Estado?”.

En 2018 ya el crédito era insostenible. Un día, mirando la televisión, Cristina ve una entrevista a otra hipotecada, Claudia Pilo -una de las primeras impulsoras de lo que sería el Colectivo de Hipotecados UVA-. La buscaron en las redes sociales y les contó sobre una reunión, la primera, que se haría en diciembre, en la Facultad de Ciencias Económicas. “Éramos 50 familias, muy pocas. Pero pudimos hablar y darnos cuenta de que no estábamos solos”, relata Cristina y continúa: “En 2019 fueron las primeras reuniones en el Senado. Santi ahí expuso nuestra situación, porque yo estaba internada y no pude asistir. También expusieron otros hipotecados y ahí empezó a hacerse toda la movida, yendo a distintas reuniones en diputados y pidiendo que por favor salga algún tipo de ley como para que nos amparen de alguna manera. Igualmente, todos los proyectos quedaron cajoneados porque nunca se abrió el debate en la Comisión de Finanzas, que estaba dirigida por Eduardo Amadeo -diputado de Cambiemos-”.

El absoluto destrato por parte de la gestión anterior puede encarnarse perfectamente en un episodio relatado por Santiago: en los comienzos del Colectivo, fueron recibidos por el entonces presidente del Banco Provincia, Juan Ernesto Curuchet. “Nos dijo ‘a nosotros su casa no nos interesa. Si se nos complica mucho, vendemos la cartera de clientes y recuperamos nuestra pérdida’.  Nuestra carpeta no la tiene el banco, la compró alguien que ejecuta lo que se le cante en función a lo firmado. Si estás moroso, va y te remata el inmueble. Además, decía: ‘Ustedes ya son dueños de la casa’. Pero yo soy dueño cuando pague la última cuota. Mientras tanto, el dueño es el banco. Yo soy dueño de una deuda, nada más”.

“Nuestro proyecto hoy es vender la casa. Desgraciadamente, no nos queda otra salida. De hecho, la tenemos en venta desde mayo del año pasado. Queremos saldar la deuda y, con lo que nos queda, hasta pensamos en irnos del país. Cuando yo me recibí, tuve la posibilidad de irme a formarme al exterior y sabía que me podía quedar allá teniendo un buen pasar económico y una buena vida. Sin embargo, volví porque seguí eligiendo Argentina para trabajar. Pero hoy nos sentimos como que no estamos protegidos en ningún aspecto. Sentimos que el ciudadano está completamente desvalido”, razonó Cristina y concluyó: “La verdad es que digo ‘nos tenemos que reinventar, nos tenemos que rearmar’. Pero yo ya estoy en una edad y en una etapa de mi profesión en la que no quiero seguir reinventándome. Quiero decir de una vez por todas: ‘Bueno, ya estoy estable’”.

Así hubiese terminado esta crónica, pero en tan sólo un mes el mundo y su mundo cambió completamente. La enfermedad de Cristina empeoró y está con tratamiento inmunodepresor por vía endovenosa. Eso le produce una baja en las defensas y, por lo tanto, la vuelve más vulnerable al coronavirus. Santiago sigue trabajando como monotributista, pero continúa “a prueba” sin saber si el mes que viene por fin estará en blanco. Como enfermero, se encuentra “en la trinchera” frente al Covid-19. Su salario, de todas formas, no mejoró. Y aunque decidieron dejar de pagar algunos impuestos, la tarjeta y hasta incluso la obra social, por primera vez no pudieron llegar a cubrir la cuota de la hipoteca. 

Ellos habían recibido en mano, hace dos años, 2.200.000 pesos y ahora le deben al banco casi 6.000.000. Ellos pagaban de cuota, hace dos años, 17.800 pesos. Hoy pagan 43.000.

Ser inquilina del banco

Marisol tiene 43 años, es cosmetóloga y vive junto a su hija de 15 en un departamento ubicado en los alrededores de Plaza Flores. Había hasta hace no mucho un cambio brusco entre la zona que comprende la estación del Tren Sarmiento y la Avenida Rivadavia, atestada de colectivos y automóviles que aceleraban, pegaban bocinazos y frenaban entre la cantidad de gente que se cruzaba de manera impredecible, y las calles internas del barrio, de veredas angostas y un paisaje más residencial, donde Marisol encontró el lugar que se convertiría en su primer vivienda. Se trata de un edificio antiguo, con esas entradas clásicas de mármol blanco por fuera y a colores grisáceos por dentro.

El anuncio de la salida al mercado de los créditos UVA fue para Marisol la posibilidad de cumplir el anhelado sueño de la casa propia. A mediados de 2017 comenzó a buscar opciones por Flores: allí vive su madre, está el colegio de su hija y, relativamente, se trata de un barrio no tan caro. En ese tiempo, trabajaba en un laboratorio de cosmética. El departamento costaba 85.000 dólares, que pudo finalmente bajar a 83.000. “Yo no tenía un peso. Alquilé siempre. Cuando ví el departamento, una amiga me prestó 1.000 dólares para señarlo”, recuerda Marisol. 

Logró sacar la línea crediticia de Pro.Cre.Ar UVA. El Estado le otorgó un subsidio de 300.000 pesos, mientras que 780.000 corrían como deuda con el banco, en la forma de 38.000 UVAs. “Igualmente, me faltaban 600.000 pesos, que para mí era un montón de plata. Mi mamá y el marido sacaron un crédito cada uno, varias amigas me prestaron guita, clientas de donde yo trabajaba y que me adoraban me prestaron dólares. Fue todo así. Y el día de escriturar, me faltaban 10.000 pesos. El padre de mi hija, entonces, me los prestó y fuimos con esa última moneda a firmar”, cuenta. 

Es un departamento pequeño pero realmente encantador, con una cocina modesta al costado, un living comedor amplio, ventana al pulmón del edificio y una habitación para cada una. “Es re lindo el departamento. Aparte tengo habitación para mi hija, que es así -comenta acercando las manos entre sí hasta dejar un espacio estrecho, pero con un entusiasmo que contagia-. Entra la cama y nada más, pero podés decir: ‘tiene su cuarto’. Fue una locura. Cuando lo ví, dije ‘es este’”.

Finalmente firmó su contrato el 26 de septiembre, justamente el Día del Empleado de Comercio. “ Yo estaba feliz. El día que escrituré, lloramos. No lo podíamos creer”.

Cinco meses después, Marisol sería despedida de su trabajo. “Fue por reducción de personal, justo al comienzo de la crisis del 2018. Yo era encargada de un local. Sin mucha explicación, desvincularon a varias personas, sobre todo a las más antiguas. Fuimos tres las encargadas despedidas ese año”, relata. Llevaba 10 años trabajando allí. Apenas cobró la indemnización, creó un plazo fijo en dólares para resguardarla. Al tiempo se dió el primer salto del dólar, cuando subió a 22 pesos. “Saqué esa guita y le pagué a toda la gente que le debía. Mis clientas me habían prestado 5.000 dólares una y 3.000 la otra, no quiero imaginarme si hoy tuviera esa deuda. Así que nunca vi la plata de la indemnización. Yo hubiera soñado con poner un local a la calle en lo mío”. Con lo que le sobró, se compró un aparato y empezó a trabajar su oficio, a la vez que se perfeccionó haciendo algunos cursos. “Me quedaron las deudas de mi mamá y su marido nada más…nada más ni nada menos, porque de acá a que las pueda pagar”, explica resignada.

Al mismo tiempo, la cuota del crédito UVA comenzó a incrementarse y, con ella, el capital. Los 5.600 pesos mensuales se convirtieron lentamente en 12.000 en febrero. A su vez, el capital adeudado ya llegó a 1.700.000 pesos. 

Marisol expresa en carne viva los efectos de la crisis: hace más de un año que no consigue trabajo y, con ello, sus deudas se vuelven inabarcables. “Además, yo no consigo un laburo porque no estudié, no soy universitaria. Tengo casi 44 años, no es sencillo para alguien tan grande y sin muchas herramientas conseguir un trabajo. Entonces no tengo salida, porque además no tengo ningún tipo de ayuda social. Si uno va y la pide, te ven como si fueras una privilegiada. Quizás lo soy, porque si esto lo pago, algún día será para mi hija. Pero mientras tanto, vos no podés pedir esa ayuda porque no se condice con que estés pagando una casa. Sin embargo, abrís mi heladera y está vacía”. 

En cuanto perdió su empleo, Marisol se acercó al banco a intentar negociar una reestructuración: “pero fue peor. Yo pedí hablar con el gerente y la chica que me atendió me dijo que tenga en cuenta que si no tengo trabajo el banco me va a exigir que demuestre cómo voy a pagar. No es que te apoya dándote unos meses de gracia para ver si te podés ubicar en algún laburo. Así que yo nunca le avisé al banco”, dice tras un largo suspiro.

Con ese único aparato que pudo comprarse, Marisol trabaja en su casa y así intenta llegar a cubrir la cuota. Muestra su agenda y señala con el dedo la cantidad de clientas de cada semana. Algunas hojas están saturadas de nombres. Otras, en cambio, quedan completamente vacías. “Si yo tuviera el doble de trabajo del que tengo ahora, podría vivir tranquila. Pero no. La verdad es que cuesta mucho llegar afuera cuando vos estás acá. Yo no sé manejar muy bien las redes, hay una edad en la que…”, comenta riéndose y sigue: “Entonces más bien la gente que viene es por el boca a boca. Estamos en un barrio, además, en el que no podés cobrar muy caro, con lo cual hay que remarla mucho para juntar la guita”.

El Colectivo de Autoconvocados, por su parte, le da una mano. A veces ella publica sus promociones o alguna otra compañera va como clienta. “No te sentís tan sola, eso está bueno. Me parece que, más que nada, te contiene”. Los conoció por Facebook, se contactó y fue a un par de asambleas. Allí se dió cuenta de que no estaba sola. Colabora con las “twitteadas” y todas las acciones que proponen para poder darle visibilidad al reclamo.

“Yo del gobierno anterior pienso que todo fue una estafa en general. Ellos copiaron este sistema de Chile, pero en Chile tienen una inflación anual del 2% mientras que acá es del 50%. No sé si ellos realmente se creyeron capaces de manejar la inflación o si fue todo deliberado. Lo que sí creo que fue una estafa es cómo lo vendieron, con mucha alegría diciendo que era la oportunidad para que los pobres pudiesen tener su propia casa. Y fue una estafa porque ellos lo propusieron como una política de acceso público a la vivienda, por lo que no te iba a aumentar más de un porcentaje de tu sueldo. Eso no sucedió”, reflexiona Marisol. “Todo el mundo me dice ‘sos una boluda porque le creíste a Macri”…y sí, por ahí sí. Pero fue tanto el afán de pensar que los que menos teníamos podíamos tener una casa, que no pensaste en leer punto por punto el contrato. Lo que no entienden es que fue un momento en el que uno soñó por un segundo. Ahora que lo pensás…”, y se detiene por la emoción, una completamente inversa a la que sintió cuando vió el departamento por primera vez.

Cada peso que cobra por su trabajo va directamente a la caja de ahorro para cubrir la cuota. Una vez que cree haber llegado al monto -que cambia mes a mes y es impredecible-, se permite hacer algunas compras en el supermercado. Su hija de 15 de vez en cuando le pide cosas, propias de su edad, que Marisol no puede ofrecerle. La tuvo que cambiar de una escuela privada a una pública. No tienen prepaga ni obra social.

¿Son unas privilegiadas por tener un hogar casi imposible de pagar? “La gente no lo entiende, aún somos inquilinos. El banco puede venir en cualquier momento y darse una vuelta para ver cómo está el departamento. Porque vos se lo estás alquilando a ellos. No me molesta, de todas formas. Yo vivo acá, no lo subalquilo ni nada. Pero la cuestión es que no somos dueños. Incluso es peor, porque cuando alquilaba la cuota me aumentaba cada seis meses o un año, o cuando renovás. Acá es todos los meses”.

El congelamiento y descongelamiento ayudó y, finalmente, complicó aún más su situación. La opción, leonina, de poder ir al banco a negociar si supera el 30% de su salario le está negada a Marisol. A eso se le suman los dos préstamos de su madre y su padrastro, que directamente no puede pagar. Quedan, por tanto dos opciones: aguantar hasta donde se pueda, a la espera de que el gobierno actual decida poner en marcha alguna medida o, simplemente, vender la casa.

“Todo el mundo te dice que lo ponga en venta y pague la deuda. Pero tampoco se puede vender así nomás, porque basta mirar un poco las noticias para entender que no hay mercado. Aparte todos hicimos un sacrificio muy grande para llegar hasta acá, están los otros préstamos que aún seguimos pagando. Perderíamos todo eso. ¿Qué hago? ¿Me voy a vivir a lo de mi vieja con mi hija, a los 43 años? Es retroceder mil pasos para atrás”. Son preguntas que Marisol se hace todos los días, pero que no conciernen únicamente a ella: “Tampoco creo que sea una opción para aquellos que sueñan con una casa propia mañana. Los que vienen ahora, los pibes de 20 y 25, quieren soñar con tener su propiedad. ¡Y no pueden! Porque después de todo esto, ¿qué? No sé, pienso en mi hija también. Si no hay una política pública, no hay chance”.

Las calles de Flores ahora están desiertas. Casi todos sus negocios tienen las persianas bajas. Por Rivadavia pasan algunos colectivos y muchos patrulleros, que vigilan el cumplimiento de la cuarentena obligatoria. Sólo queda, como una memoria residual, la campana del paso a nivel que retumba sobre los árboles de la plaza que da a la iglesia.

“La gente no quiere salir”, cuenta Marisol. Las clientas tendrán que esperar a que se levante la cuarentena. Ella, por su parte, volvió a pedirle al consorcio que le den un mes de gracia en las expensas. Su cuota UVA volvió a subir otros 900 pesos en marzo.

Marisol muestra orgullosa su hogar, a pesar de todo. Allí están el aparato con el que trabaja en el living, un gran armario repleto de discos, recuerdos, libros y un televisor de tubo, las luces cálidas y amarillentas del vestíbulo. “Siento que la voy a perder”, sentencia. “Si la cuota me sigue aumentando así todos los meses, no la voy a poder pagar. O voy a ir a juicio con el banco. A menos que consiga un laburo, porque no hay manera de sostener esto. Yo soñé con tener mi casa propia como empleada. Y te duele decir: ‘loco, la pierdo, no la puedo seguir pagando”.