Por Azul García
Fotografía: Archivo ANCCOM/Julieta Colomer

 

“Yo quedé muy mal, me revolvió la panza y hasta el día de hoy lo sueño”, declaró Héctor Hugo Michelena, ex soldado que estaba haciendo el servicio militar durante los primeros años del golpe de Estado. “Había mucho miedo entre los conscriptos y yo trataba de no meterme en nada porque se decía que mataban gente”, agregó refiriéndose a sus días en el Área 400.

Michelena tenía veintiún años cuando, en medio del servicio militar obligatorio y apenas días después del golpe, fue encomendado como custodia y chofer de los mandos jerárquicos en la intendencia del Área 400. Sus tareas cotidianas parecían sencillas. Llevar a sus jefes a reuniones, a las esposas a hacer las compras y a sus hijos al colegio. También a los cabaret, donde los esperaba en el auto. Sin embargo, en medio de encomiendas aparentemente inocentes, a veces tenía que trasladarlos a allanamientos. “Yo me quedaba a unas cuadras, siempre sin querer enterarme. Tenía miedo por lo que se escuchaba; que mataban gente. Terroristas, guerrilleros o zurdos como le decían”, relató.

En los tres meses y medio que estuvo comisionado al Área 400 en Campana, una sola vez vio la escena de terror de la dictadura militar. En la cocina del edificio de administración de la intendencia, cuando comía apartado de los cargos superiores que lo hacían en el comedor, escuchó gemidos y lamentos. Pedidos de agua. Se acercó con unos compañeros a un cuarto chico y oscuro donde generalmente guardaban papeles. Se asomaron y pudieron ver seis o siete personas, encapuchadas y arrodilladas una al lado de la otra, fue la revelación de esos miedos y la confirmación de los rumores. “El cocinero, un sargento ayudante, nos pidió que no dijéramos nada, que corría peligro nuestra vida”, recordó.

A pesar de no haber visto otros secuestros dentro del Área 400, sí escuchaba los comentarios que hacían los conscriptos y otros soldados como él sobre lo que hacían ahí. “Se decía que metían personas muertas en tambores cerrados con concreto y que después las llevaban a Campo de Mayo”, recordó y aunque no lo creía del todo en ese momento, sí era consciente del peligro por lo que optaba no involucrarse con nada. Otro rumor era el de “La Escuelita”, un chalet apartado en Campo de Mayo, pintado de blanco con tejas rojas, donde se decía que tenían gente detenida que “iba a un destino final”.

El momento más traumático, una de las muchas causas que lo definió a abandonar su trabajo, fue un operativo donde también estaba involucrada la policía. Había transportado a los jefes de la intendencia del Área 400 a un lugar, donde se encontraron con 45 cadáveres, personal del ejército y oficiales de la policía. “Uno de ellos tenía un cuchillo. Levantó el brazo de un cuerpo, lo apoyó contra el capó y lo cortó. Era para determinar la edad. Dijo que tenía diecisiete años. Se me revolvió toda la panza”, recordó agobiado.

En la primera audiencia de 2020, también testimonió María Francisca Moyano, mujer de Roberto Albarracín, desaparecido durante el año 1978. Albarracín era peronista. Hacía reuniones con compañeros, que Moyano cree que podrían haber sido de Montoneros, e iba a movilizaciones esperando el regreso de Perón. “Fuimos a verlo a Ezeiza y festejamos cuando asumió Cámpora”, recordó ella. 

Albarracín trabajó en varias empresas, pero sobre todo en la General Motors. En los años de su secuestro, se había puesto un taller con el padre, donde hacía las reuniones secretas con sus compañeros para escuchar los mensajes de Perón desde el exilio. Ella se aburría en las reuniones, eran un sacrificio que hacía por su esposo más que por convicción propia. No le gustaba tener que ir con él a las movilizaciones, pero lo seguía en sus ideales. “Más tarde entendí que eso era importante”, reflexionó. Hasta el día de hoy, no sabe con certeza si su marido era parte de Montoneros o no. Pero afirmó que “si todos los que luchaban por los derechos de los trabajadores fueron Montoneros, entonces mi marido lo era”.

Fue después de las fiestas de 1977 cuando ocurrió la mayor tragedia. Moyano volvía a la casa que compartió con Albarracín, y en la que ella aún vive en Villa Adelina, el 2 de enero de 1978. Su marido llegó en bicicleta, regresaba de ver a su mamá en Don Torcuato. “No te asustes”, le dijo. “La nena se lastimó y le cosieron un par de puntos, pero ya está bien. Se quedó en Torcuato”, le explicó. 

Moyano fue al otro día, el 3 de enero, a ver a su hija mayor, pero la dejó en la casa de los abuelos y partió con la nena más chica rumbo a Villa Adelina hacia la tarde. Cuando llegaron a la casa, volvieron a salir apuradas para comprar el pan, pero en el camino vieron la panadería cerrada. “Fueron solo cinco segundos desde que salimos de mi casa”, relata y agrega: “Y cuando volvíamos, en la esquina, un hombre me detiene y me pregunta a dónde voy. Le digo que a comprar. Él me dice que vuelva al otro día porque estaban haciendo un allanamiento. Era en mi casa”. No volvieron durante dos meses, y se quedaron en lo de su mamá. La preocupaba que se dieran cuenta que era ella la que vivía allí. Tampoco volvió a ver a su marido.

Cuando regresó al barrio, habló con los vecinos de al lado. Le contaron cómo fue el allanamiento que ella no alcanzó a ver. Había camiones del ejército y personas vestidas de civil, como el hombre que la detuvo en la calle. Preguntó por su marido y los vecinos recordaron haberlo visto pasar en bicicleta y esperar un colectivo pocas horas antes. Ella no lo había visto en todo el día porque había ido a Don Torcuato sola y no supo si él fue a trabajar o estaba en otro lado. Tampoco supo por qué esperaba un colectivo ni a dónde iba. 

La casa estaba revuelta, rota y con cosas desaparecidas. Un vecino le contó que, cuando vio entrar a los militares, les dijo que eso era violación de la propiedad privada. La respuesta fue “callate que te cago a tiros”. Moyano nunca vio libros ni folletos con propaganda de alguna organización guerrillera en su casa y además no entendía cómo lo habían encontrado ahí, porque ella era la única que tenía la dirección actualizada en el documento. “Tenía mucho miedo de que volvieran por mí. Lo tuve durante muchos años”, contó con la voz quebrada. “Mi vecina me acompañó a pedir un certificado de separada porque no podía decir que era esposa de un desaparecido y cuando entré a la comisaría tuve la sensación de que no iba a salir”, agregó recordando el temor que tuvo durante los años de dictadura. Antes de terminar su testimonio leyó un poema que le escribió un amigo de la infancia a Albarracín con lágrimas en los ojos y la tristeza atragantada. 

También dieron su testimonio: Capy Garrido por videoconferencia y Jazmín Lavintman. Las siguientes audiencias serán en el día y horario del 2019, los miércoles a las 9:30.