Por Gastón Gómez Martinatto
Fotografía: Cristina Sille

Barro, fuego, humo, hedor, enfermedades, precariedad y derechos humanos suprimidos. Familias enteras trabajando en jornadas extendidas con sueldos míseros que oscilan entre los 12 y 13 mil pesos mensuales. Este panorama desolador se da a 40 minutos de la ciudad más rica de Argentina. Así es la vida de los trabajadores en los hornos de ladrillo del conurbano bonaerense.

Norberto Ismael Cafasso, secretario gremial de Unión Obrera Ladrillera de la República Argentina (UOLRA), manifiesta: “No hay una estadística terminada, pero calculamos que la actividad genera unos 15 mil puestos, el índice de informalidad laboral y trabajo infantil en la actividad es muy alto. Es algo contra lo que peleamos, aunque es difícil de erradicar”.

Casi la totalidad de los trabajadores ladrilleros son migrantes bolivianos, muchos son analfabetos y algunos sólo hablan quechua, condiciones propicias para que terminen formando parte de este circuito de explotación cercano a la esclavitud. Gente retraída, de pocas palabras, temerosa, sumisa y con muchas carencias son contratadas por paisanos suyos que pasaron al otro lado del mostrador y hacen usufructo del trabajo de sus compatriotas.

La combinación entre un Estado ausente, un sindicato cómplice, una sociedad indiferente y la dificultad para llegar a los lugares donde se desarrolla la actividad conforman este ámbito de trabajo, donde los derechos laborales, las condiciones de higiene y salud, y el respeto hacia las personas que sólo tienen para vender su trabajo, no existen.

Cachimbo Pela

La ampliación de la Avenida Espora desde el cruce con la calle Berlín, en Longchamps, hacia el sur hasta la intersección con Capitán Olivera, en Presidente Perón, agiliza el tránsito y facilita el acceso a los hornos ladrilleros de la zona. A los establecimientos emplazados en este sector del Gran Buenos Aires, por su envergadura y capacidad de producción, se los denomina “cachimbos”.

Avenida Espora, en el cruce con Rivera, se caracteriza por ser el límite entre el barrio y lo que se ve como un monte. Vegetación tupida, grandes arboledas y basurales a cielo abierto son la puerta de entrada a la zona rural. Esqueletos de autos incendiados, montañas de escombros, animales muertos y residuos de todo tipo marcan los márgenes laterales de la arteria mejorada con tosca, piedra y pedazos de ladrillo rojo. El olor es nauseabundo y roedores de gran porte cruzan sin temor a la presencia de humanos. Apenas iniciado el camino por Rivera, se cruza por un puente el arroyo Las Piedras y en pocos metros de recorrida una tranquera, siempre abierta, marca la entrada del cachimbo Pela.

Según la cartografía de Agencia de Recaudación de Buenos Aires (ARBA) en Ministro Rivadavia, partido de Almirante Brown, circunscripción 4, la parcela 793 tiene 205.750 m². Datos acerca de la propiedad del predio son inaccesibles. En esta hacienda se estableció hace tiempo Fidel, boliviano de 67 años, que junto a su hijo Alberto regentean el cachimbo Pela.

La tranquera siempre abierta es una característica. No temen robos, ni inspecciones, ni visitas indeseadas. Grandes arboledas flanquean el improvisado camino hecho por las ruedas de los vehículos, que entran y salen, y por el paso de los trabajadores que no duermen en el establecimiento. El hedor sigue siendo nauseabundo a medida que se ingresa, pero varía, ya no se trata de la putrefacción de cadáveres animales, sino de químicos. La “liga”, como nombran los trabajadores y dueños de las ladrilleras a los aditivos que incorporan al barro para la producción, se compone de viruta de cuero curtido al cromo, sustancia altamente contaminante y tóxica para quienes la emplean, que se deposita al aire libre en grandes montañas junto a viruta de madera, en una flagrante contravención a la ley N° 24.051 de residuos peligrosos. La manipulación de estos elementos, sin ninguna protección, genera en los trabajadores problemas respiratorios y de piel. Son comunes los brotes de tuberculosis.

El cachimbo Pela cuenta con cuatro pisaderos, a pocos metros de cada uno se depositan los elementos para la liga. Dos personas se encargan de palear el aserrín y la viruta dentro del pisadero, dejan abiertas unas canillas que se alimentan del agua del arroyo con el que se prepara el barro, mientras Filemón Flores mezcla los materiales con un tractor dispuesto a tal fin.

Entre el pisadero, las canchas y los hornos se cuentan 15 jornaleros, la piel cuarteada por el trabajo a la intemperie, las manos ásperas y la suciedad que se les pega al cuerpo y las ropas. El coqueo o acullico, costumbre arraigada en Bolivia y el norte argentino, sirve para evitar el mareo en el altiplano. Acá lo practican para mitigar el cansancio, el sueño y el dolor de las extensas jornadas laborales, que casi siempre exceden las 12 horas.

Las canchas son sectores planos del terreno donde se ponen los bloques recién armados a secarse, regadas con las mismas aguas hediondas con que se prepara el barro. A cada lado hay unos improvisados techos bajos donde se apilan los ladrillos una vez adquieren firmeza. Cada trabajador va hasta el pisadero con su carretilla, la trae llena de barro y, con un molde de madera, va armando a mano los bloques que deposita en fila en el suelo. En el barro suelen venir pedazos de vidrio, alambre, y todo tipo de residuos que generan cortes y lastimaduras. Ante un accidente se lavan con la misma agua sucia usada en la preparación del adobe y no se quejan por temor a que los manden a descansar y perder el jornal.

Entrando algunos metros más al predio se encuentra la quema. Los ladrillos ya secados al sol y que lograron firmeza son apilados. El horno se va armando con los mismos bloques, adquiere la forma de trapecio y se eleva a una altura de cuatro metros aproximadamente. En primer lugar, se arman los túneles por donde se introducirá leña y otros elementos combustibles que darán el calor necesario al carbón. En cada fila de ladrillos se agrega una capa de carbón mineral molido que cocinará el adobe.

Los túneles se alimentan por más de 12 horas con leña, pedazos de caucho y cualquier otro elemento combustible que tengan a su alcance, potenciando el riesgo de contraer enfermedades respiratorias. Este trabajo, al igual que el resto de la actividad, se lleva adelante sin respetar ningún tipo de condición de higiene y seguridad laboral. Luego se cubren las paredes del horno con chapones para evitar la fuga de calor y se mantiene así durante siete días.

El “delegado”

Cubierto de ropas viejas y sucias, mimetizándose entre los trabajadores Alberto, de unos 30 años, hijo de Fidel, es el primero en enfrentar a quien ingrese al cachimbo Pela. A pocos metros de un galpón precario de chapas, donde se almacenan tambores con combustible y herramientas varias, está estacionada la camioneta Toyota Hilux con la que se moviliza. A su lado siempre está Filemón, quien, al igual que los demás operarios, no está registrado, aunque esto no le impide ser el delegado representante ante el gremio y la patronal de los restantes 14 empleados.

Ante la atenta mirada de Alberto, Filemón, boliviano, accede a hablar. Dice trabajar en este horno hace unos ocho o nueve años. No mira a la cara a quien le hace alguna pregunta, y antes de responder mira con insistencia a Alberto. Entre ellos hay una especie de lenguaje silencioso, Filemón tiene un libreto bien armado que busca constante aceptación en el patrón. Manifiesta que su jornada no se extiende por más de ocho horas diarias. Antes de trabajar en el cachimbo lo hacía en las quintas.

Santos Albarado Quispe, secretario de Salud, Seguridad e Higiene a nivel nacional y secretario general regional para Almirante Brown y Florencia Varela de UOLRA, lo sindicó delegado del cachimbo Pela. La aceptación del cargo no salió de Filemón, sino de Alberto y Fidel.

En Ministro Rivadavia, Almirante Brown, de los 250 trabajadores que contabiliza el gremio sólo cinco están registrados. La connivencia entre empleadores y sindicato para mantenerlos en estas condiciones se ve potenciada por la ausencia del Estado.

Albarado Quispe cuenta que a raíz de un acuerdo implícito entre patrones y sindicato se convino, para no perder puestos de trabajo, permitir tener al personal sin registrar. Afirma que se arregló con la patronal que las jornadas no excedan las ocho horas, que se otorgue un franco semanal, que cobren lo mismo que los registrados, que el empleador se haga cargo en casos de accidentes de mantener el jornal durante el reposo prescripto por el médico, y que no se empleen chicos. Admite que es difícil controlar y suelen darse abusos. Lo único que pueden controlar con certeza es que no se pierdan puestos.

Dueños y patrones

Fidel mira con atención a los trabajadores y ante el mínimo signo de parate en la faena baja, los reprende, los llama, forman un semicírculo a su alrededor y les habla con dureza mientras ninguno osa mirarlo a la cara, todos al suelo. Antes de volver a montarse en la máquina, dice: “A los cholos, si no los tenés cagando, no trabajan, nosotros sí trabajábamos”. Tiene el poder de castigarlos, de dejarlos sin trabajo y no pagar ningún costo, es todopoderoso ante sus compatriotas y no muestra reparos en hacérselos saber. La relación entre el ahora patrón y sus trabajadores es de una asimetría que asombra. Hace años estuvo del mismo lado que los cholos a los que maltrata, aunque parece no recordarlo.

Mezclado entre los trabajadores, al igual que su hijo Alberto usando ropas que lo mimetizan, está Fidel. Subido a un autoelevador, transporta los ladrillos que formarán parte del horno.  A pocos metros está estacionada otra Hilux que usa a diario. Parco, corto de palabras al igual que sus compatriotas, este hombre de 67 años dice dedicarse a esta actividad desde que tiene recuerdos. Primero trabajó para los portugueses, desde muy chico hasta los 35 años. A partir de ese momento, empezó en el predio que ocupa actualmente, del que asegura ser propietario.

Es habitual que los dueños de los cachimbos se arroguen la propiedad de las grandes extensiones de terreno que utilizan, pero carecen de documentación legal que lo avale. El secretario de Medio Ambiente de Almirante Brown, Máximo Lanzetta, sostiene: “Esta actividad tiene muchos problemas con la titularidad del suelo. Hay diferentes tipos de tenencias precarias que se aducen, con boletos de compra-venta difíciles de comprobar”.

Al tratarse de una actividad que decapita la primera capa del suelo, éste se agota. Al llegar al límite de capacidad de la tierra, suelen hacerse expediciones a otros campos de la zona en la búsqueda de materia prima. Los problemas que esta práctica genera se dirimen, mayormente, a fuerza de escopeta y revólver. Hasta el momento no hay registro de heridos por estas disputas, seguramente por el silencio y hermetismo que envuelve a la actividad. Nadie denuncia. Los problemas de paisanos se arreglan entre paisanos.

Quienes sí denuncian estas expediciones ante las autoridades son los quinteros. Se encuentran alejados de los cachimbos, pero también son víctimas de su accionar. Lanzetta cuenta que intervinieron en varios casos aplicando clausuras a los establecimientos de quienes salen a cazar tierra. Medida que es virtual, porque el trabajo en los hornos es constante y no merma ante una faja de clausura en la tranquera de acceso.

Alrededor de las 20, la oscuridad se adueña del monte. Ya no se oye el canto de las aves, su lugar lo ocupa el estridular de los grillos. La jornada llega a su fin, aunque no para todos. Sólo se puede ver, con esfuerzo, alrededor del horno que sigue ardiendo y permanecerá así durante varias horas. Cuatro trabajadores se mantendrán ahí alimentando el fuego hasta bien entrada la madrugada. Estas horas extra de trabajo no son pagas, forman parte del jornal. Al igual que el trabajo de sereno que hacen las dos familias que viven acá.

A un lado del galpón, dos piezas precarias serán cobijo para los trabajadores que viven, con sus familias, en el cachimbo. El baño compartido no es más que cuatro paredes con un techo de chapas oxidadas que se mantiene ante el embate del viento por la fuerza de la gravedad, el peso y la resistencia que le aportan las piedras y ruedas depositadas sobre él. El resto de los trabajadores empieza a retirarse. Algunos en bicicleta. Otros con los pies pegados al suelo, las cabezas gachas, las espaldas vencidas y la certeza de que mañana nada será diferente.