Por Virginia Vitali
Fotografía: Camila Godoy

La tradición de la quema de las miserias comenzó en la Antigua Roma y llega a nuestros días.

El domingo 30, el portón del ex centro clandestino de detención y exterminio El Olimpo, sobre Lacarra y Ramón Falcón, estaba abierto de par en par, con un fantoche, en forma de mundo, desparramado sobre un camión en la calle. Era una tarde fría de invierno y se escuchaban de fondo un grupo de sikus andinos. Mientras tanto, desfilaban, como descosidos, unos zancudos de trajes violeta y blanco, con sus caras pintadas al tono, parecían formar parte de un carnaval veneciano. Unas brujas afinaban el tono de sus carcajadas. Acompañaban el recorrido que tenía como destino final el Parque Avellaneda, donde un rato más tarde arderá la fogata de San Pedro y San Pablo. Decenas de payasos iban y venían con papelitos y lapiceras, listos para anotar las diferentes miserias que los vecinos exigían tirar a la hoguera.

¿Sincretismo ancestral? ¿Religiosidad? ¿Qué más da? Los orígenes de esta fiesta popular se remontan a la Antigua Roma, siguió con la llegada del cristianismo -donde adquirió su vinculación con los santos-, atravesó la Edad Media y llegó hasta el siglo XX en forma de fogata. Sobre las costas del Río de la Plata, el rito se registró en un tango, “San Pedro y San Pablo”, versionado en 1959 por Aníbal Troilo y Roberto Goyeneche: “Los purretes trajeron la madera, tablones, sillas rotas y un cajón”, cantaba El Polaco.

La procesión comenzó en el ex centro clandestino de detención El Olimpo y terminó en Parque Avellaneda.

Héctor Alvarellos, director del teatro comunitario La Runfla, que funciona en el Parque Avellaneda, explicó el funcionamiento de la fogata como ritual colectivo y por qué esta costumbre milenaria sigue siendo convocante.

“Si vos escuchas lo que está sonando -comenta Albarellos- es la réplica de lo que son los pueblos originarios. La fiesta nos viene de la Edad Media. Y también está el fuego, que es lo más primitivo que tenemos como seres humanos y por eso es tan potente. La gente lo entiende así y acá están acoplados el Centro Cultural, colectivos de clowns, La Runfla, el grupo Caracú, el teatro Callejero por Mujeres y la EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático). También participan grupos de música, todos se van sumando y en la ronda final, participa todo el pueblo. Ahí se genera lo mágico: el encendido del fuego y en ese instante de silencio, cuando las llamas trepan, se produce lo más potente”.

Lo que explicás va más allá de la fogata de San Pedro y San Pablo, ¿cómo se articula con los eventos que solían hacerse en los barrios porteños?

– Acá, en Buenos Aires, era la Fogata de San Juan y la de San Pedro y San Pablo. Nosotros a esa fecha le agregamos esto que se llama ‘Luz de Fuego’, que es la propia impronta de lo que es el grupo de Teatro Callejero La Runfla. Se hizo con la comunidad y no importa que tenga un origen religioso. Lo que importa es el encuentro. Y entonces todo este sincretismo religioso, que se arma con la fogata y con la wak´a (lo sagrado) de las culturas originarias, nos pone en una igualdad, por eso la ronda de seres humanos. No nos importa a nosotros de dónde venimos, somos todos terráqueos y eso es lo que estamos tratando de poder entender.

“Está prohibido quemar personas -explicó un payaso-, solo miserias”. La caravana se lanzó a las calles convocando a los y las vecinas a escribir en papelitos las miserias a incinerar. Alvarellos, con micrófono en mano, las fue leyendo junto al fantoche. Las repetidas pedían tirar al fuego a la pobreza y al patriarcado.

Manuel, que estaba sobre unos zancos muy altos, contó, mientras sorteaba las ramas de los árboles, que es del barrio de Floresta y que no se pierde la fogata por nada del mundo. Felicitas, de 7 años, se unió a la caravana con su monstruo, es el segundo año que va a la quema a arrojar sus fantasmas. Opina que el fuego es terrorífico, pero no le da miedo. Dos turistas españolas, sorprendidas por todo lo que veían, decidieron sumarse.

La primera parada, es en la Plaza Coronel Ramón Falcón, donde un grupo de bailarines africanos contagiaron el ritmo de sus tambores, para luego terminar todos bailando una chacarera colectiva. Al llegar a Directorio, la policía ya había detenido el tránsito y una gran cantidad de personas estaba aguardando la llegada del fantoche. Cuatro payasos preguntones rodearon al oficial, en plena avenida, para que pudiera expresar sus miserias y así hacer su aporte.

El patriarcado y la pobreza fueron las miserias más elegidas por los vecinos para arrojar al fuego.

La entrada al Parque ya era una fiesta, los tambores del Taller de Lucho tocaban a pleno. El responsable del grupo manejaba la batuta como un director de orquesta. La multitud llegó al viejo tambo, en el centro del Parque, donde se desarrolla la escena en la que el fantoche se rebela ante la gente. Pero las fuerzas de lo colectivo, entre las brujas, los payasos preguntones y los malabaristas sobre sus zancos, con antorchas de fuego, lograron reducir al fantoche.

Luego aparecieron en el escenario todos los fantochitos que trajeron las distintas organizaciones: las escuelas, los Centros Culturales y los y las vecinas. De allí todos se dirigieron hacia la cancha de fútbol, ubicada al lado de la autopista, donde se encontraba la montaña gigante de maderas, ramas y cartones que en poco más se transformaría en hoguera. Ahí se fueron acomodando cada uno de los fantoches. En la parte superior, se logró acomodar el muñeco más grande.

Luego, se ultimaron los detalles de seguridad, a cargo de los bomberos. Varios hombres, con bidones de combustible, rociaron la montaña. Mientras los organizadores pedían que el público retrocediera para evitar accidentes.

Decenas de payasos anotaban en papelitos las diferentes miserias que los vecinos exigían tirar a la hoguera.

Ya era de noche, la multitud, en la oscuridad expectante, comenzó a ovacionar al grupo de personas que entraron al círculo y rodearon la montaña con las antorchas encendidas. Las tiraron al montículo y retrocedieron rápidamente.

En un instante, todo se convirtió en una gran bola de fuego, el calor se sintió en las caras, de manera muy intensa. Ese calor obligó a los presentes a retroceder, percibiendo una fuerza originaria. Las personas comenzaron a correr alrededor del fuego, cientos corriendo en círculo, como si fuera una danza milenaria, mientras las chipas y las brasas volaban sin rumbo.

Al mismo tiempo, cientos y cientos de asistentes miraban el espectáculo hipnotizados. No se distinguían los rostros en la oscuridad de la noche. Algunos celulares iluminaban la escena y registraban la fiesta popular, en que los seres humanos se reconocían como tales en la penumbra.