Por Lucila Matteucci
Fotografía: Gentileza: Magdalena Gimenez

 

Enrique Fauri, el dueño del bar.

La noche está helada, pero adentro hay calor. Las luces están bajas y la música fuerte. Sobre las paredes cuelgan cuadros realizados con diferentes técnicas y realizados por distintos autores. Un rincón lleva pintado la cara de una mujer que tiene los ojos cerrados y el pecho abierto: parece querer respirar hondo el aire de la madrugada. A su derecha, detrás de un acrílico, el sobre de cartón original del long play Artaud, de Pescado Rabioso, grupo integrado, entre otros, por Luis Alberto Spinetta. A su izquierda, un poco más allá, muñecos en miniatura con personajes de la historia del rock argentino sentados a la mesa como en La última cena, el famoso cuadro de Leonardo Da Vinci. En el centro, una barra de madera larga, con una caja registradora antigua sobre su falda, que sostiene al público y a la columna vertebral del bar: un tercio de la colección de más de 12 mil vinilos que guarda su dueño, Enrique Fauri.

Quique, como es conocido, tiene ojos oscuros, 65 años y lleva 50 viviendo de la música. Su barba larga y tupida se confunde con el pelo lacio que lleva por los hombros. Usa remera oscura y camisa a cuadros desprendida. A simple vista es un hípster o un leñador o alguien que viene del futuro a decirnos dónde está la clave: “Los vinilos es lo único original que existe en el planeta”. Sus dedos tienen memoria técnica. Entre los 2.500 discos que guarda en la estantería decorada con fotos carnets, estampitas del Gauchito Gil y tapas de álbumes históricos, sus yemas leen mejor que un escáner y su oído detecta la energía del ambiente en cuestión de segundos. “Podemos empezar escuchando Gospel, porque entró una pareja y sé que les gusta y terminar bailando tarantela o lentos, como en los ’80. Es espontáneo”, dice. Una espontaneidad que cocinó durante todo este tiempo de vida: una combinación de ser DJ en la zona Oeste durante las décadas del 60 y 70, tener una discoteca y luego una disquería en Mercedes (por aquél entonces un pequeño pueblo), para convertirse hoy en algo más que el dueño de “Vinilo”, uno de los pocos bares del país donde pasan exclusivamente música en ese formato antiguo, original y –al parecer- eterno.

Vinilo nació gracias a un rayo”, dice Esteban Fauri, hijo y productor musical del espacio: “Mi viejo estaba en (el bar) La Oveja Vasca, con mi hermano y hubo un bajón de luz. Cuando volvió se había quemado la computadora con la que pasaban música. Entonces probaron con un tocadiscos que tenían en exhibición, lo enchufaron y andaba. Le dieron diez pesos a mi viejo para que se fuera en taxi hasta mi casa y volvió con veinte vinilos y ahí arrancó a poner música.” Aunque, para ser objetivos y realistas, ahí no empezó la historia. Ni la de Vinilo ni la de Quique Fauri pasando música. Sí, pasando música porque el verbo ‘pasar’ es diferente del verbo ‘poner’. Cuando uno ‘pasa’ música la acción implica una atención constante a lo que sucede con ese artefacto y un uso de las manos distinto al ‘poner’ música donde lo único que hay que hacer es colocar un cd y dar play. “Es como para el gaucho el mate de la mañana. Para mí ese ritual es una parte natural. Es como si fuera una extensión de uno”, explica Esteban. “Yo por ahí tengo las manos como si las tuviera en la bandeja”, dice, mientras imita un movimiento que emula al paso de Thriller. Por decirlo de algún modo, su padre es uno de los creadores de aquel ritual al que hoy asisten adultos y jóvenes. Unos, recordando otras épocas, otros investigando lo viejo y lo nuevo, yendo de lo digital a lo analógico, entendiendo aquello que tiene el vinilo, de irrepetible y singular.

«Vinilo es como un instante, un aura, Vinilo está completamente vivo y en revolución», dice Esteban, hijo de Quique.

Enrique Fauri recibió el don a sus 12 años cuando su padre llegó con un Winco: “Para que pudiera escuchar algo. En ese momento me dio un disco simple y ese simple está allá”, señala. “Era de The Beatles: el lado A, ‘Twist y gritos’ y el lado B, ‘La vi parada ahí’”, recuerda mientras mira una de las paredes de ladrillo a la vista. Después de ese día, la rutina de Quique era ir y venir a la disquería que quedaba a 15 cuadras de su casa: “Pesito que agarraba, me compraba un simple. Me rompió la cabeza eso: el usar el Winco con algo arriba para que suene, sea lo que sea. De ahí no paré más. Como algo físico. Y eso que yo escuchaba me abría la cabeza entonces yo no pensaba en nada más que en juntar eso, como otro pensaría en juntar figuritas.”

El don convertiría a Quique en el extraño de pelo largo que pasaba música en los cumpleaños de sus amigos, para luego transformarse en Dj de la zona oeste de Buenos Aires y tocar en lugares como Juan de los Palotes, Camelot, Pinar de Rocha y Waikiki. El escritor Hernan Casciari, nacido en Mercedes, lo retrató en la revista mercedina La ventana hace 26 años. Allí lo imaginó sobreviviendo gracias a una dieta a base de vinilos, luego de quedar encerrado durante días en una casilla de DJ. Enrique Fauri – y por ende las noches de Vinilo– cuentan con un banquete prodigio. Dentro de su colección aparecen simples como “Rebelde”, de Los Beatniks -considerado el primer disco de rock nacional-, discos originales de Los Gatos, Manal, Vox Dei, La Cofradía de la Flor Solar, y las primeras ediciones del rock internacional editadas en Argentina. Entre ellos, el original de Corazón de madre atómica, de Pink Floyd.

Enrique nombra títulos ingleses en español y, sin querer, remarca un estado de época: “La única guía que teníamos en ese momento era la revista Pelo. Aunque después lo tenías que escuchar cien veces para que te empiece a entrar”, recuerda. La colección se fue ampliando durante los años, gracias a la insistencia y el capricho: “Cuando fue el boom del CD, los vinilos pasaron a valer un peso. No se los llevaba nadie”, cuenta rememorando su época de vendedor en DiscoLibra, local que mantuvo vivo durante 30 años. “Todos deslumbrados por el CD y yo me guardé miles de vinilos. Yo sabía que eran míos y que no podían desaparecer.” La disquería fue el tercer momento luego de una vida de DJ y como dueño de Oikos, un boliche que revolucionó la noche mercedina. Pero en 2007, un incendio arrasó con el local y todo lo que vio a su paso. En el 2011, los planetas se volvieron a encontrar y luego de aquella noche en el Bar La Oveja vasca, su vida y la de sus hijos tomarían un nuevo rumbo habilitando un punto de inflexión en la historia de la colección de música en Argentina.

“Esa noche el bar del Oveja (como le dicen a su dueño) en vez de cerrar a las once cerró a las cinco de la mañana”, dice Esteban, orgulloso. Su padre volvería a pasar música después de décadas. Por otro lado, el deseo de la pasión puesto en una púa y la insistencia hicieron lo suyo: “Teníamos tantos vinilos en casa, tanta música que no sabíamos cómo mostrarla”, dice Quique. “Invitábamos a un par de amigos a nuestro comedor y poníamos a Jimi Hendrix, a Nicola Di Bari, parecía que estaban tocando adentro de nuestra casa. Y surgió la idea, en forma natural, de hacer algo, que no sabíamos en qué formato, para tener los discos, los long plays y los simples a disposición de la gente”, cuenta mientras arma un cuenco con su mano derecha, mostrando el lugar. Hoy, siete años después y varias noches de borracheras y discusiones mediante, esa magia se mantiene: “Yo vuelvo a mi adolescencia”, dice Quique. Su hijo y primer fan, agrega: “Tengo el ojete de tenerlo a él como viejo, yo lo asumo como una escuela de producción del oficio del DJ.”

La estantería guarda 2500 discos y está decorada con fotos carnets, estampitas del Gauchito Gil y tapas de álbumes históricos.

El fuerte de aquel extraño está ubicado en el ala izquierda de la barra donde transcurre la mayor parte de la noche. Desde allí realiza un medio giro que va de la bandeja al público y del público a la bandeja. Les da la espalda y regresa. O regresa, saluda a alguno con sus dos manos cerradas y pulgares en alto y les da la espalda. Realiza la alquimia musical. Luego, apoya sus manos sobre la madera marcada por vasos de Fernet, cerveza, vino y picadas. De este modo recibió y recibe a todos los músicos que pasan por este reducto cultural. Locales e internacionales, como Black Amaya, Daniel Maza, Robin Benjeree (ex guitarrista de Amy Winehouse), Amparo Sánchez y artistas de otras disciplinas como cine, literatura y pintura, que dejaron su aura dentro de Vinilo. Sólo hubo una excepción: Miguel Cantilo. “Casi me desmayo. Vos sabés que la emoción continuó hasta que se fue Miguel. Casi no pude disfrutar del show».

Vinilo, bar temático y cultural, como es su nombre completo, es además un bar familiar. Gastón, su otro hijo, está encargado de la barra y la cocina. “Acá estuvimos 40 días y 40 noches entre amigos, levantando esta esquina que estaba venida abajo”, cuenta Esteban con una sonrisa de orgullo y felicidad. “Lo hicimos desde el amateurismo –dice-. Fue como un sueño hecho realidad y también un sueño colectivo. Algo que se montó con muchísima gente. También fue un homenaje a eso, a ir en contra de los libros que dicen no hagas nada ni con familia ni con amigos”. Y el respaldo de aquellos vinilos, claro. Gracias a ello conocieron también a Gustavo Santaolalla. Quique guarda entre sus ejemplares una de las 500 copias del simple Blues de Dana, con el cual el músico argentino ganó en el Festival Beat de la Canción Internacional de Mar del Plata, en 1970. “Por medio de una amiga que trabaja en el Centro Cultural Kirchner supe que Santaolalla estaba buscando varios de sus discos. Caí de sorpresa. Era encararlo y con el plan efecto sorpresa. Estuvimos hablando un rato. Ni amagó a pagarlo porque sabía que yo no estaba ahí para vendérselo, sino para mostrárselo y nada más.”

En la esquina de la 23 y 24 algunos recién llegados, curiosos de sus trucos, le preguntan qué es eso que suena. El abanico es amplio: tarantela, paso doble, Michael Jackson, Depeche Mode o Gilda. “Mamó la música de ya tres épocas, está super abierto y conoce nuestra generación. Los 80, los 90, los 2000. Vivió de eso y generó una cierta potestad”, resume Esteban.

“Hoy Vinilo es el cierre perfecto de mi vida -analiza Quique- porque con esto ya arrancaron un nuevo oficio nuestros hijos, Gastón y Esteban. Como padre estoy hinchado de felicidad y re orgulloso”, y los ojos oscuros se le llenan de agua salada. “Vinilo es como un instante, un aura, Vinilo está completamente vivo y en revolución”, concluye Esteban. Un instante de forma circular, un aura original de sonido que se gestó con la devoción por un formato y que un rayo terminó de dar vida.