Por Tomás Plibersek
Fotografía: Lucia Barrera Oro

Johana Belluz, paciente con epidermolisis bullosa, enfermedad también conocida como «piel de cristal».

La directora de la ONG “Fundación Debra”, Stella Maris Vulcano, recuerda y no puede evitar soltar una sonrisa. “Tomás es un nombre muy especial para mí. Así se llamaba mi hijo”, dice mientras sube el ascensor que la conduce a su oficina y carga una caja con donaciones. La historia de la fundación es una historia de lucha que inicia con el nacimiento de su hijo en 1999 y la noticia de un diagnóstico apenas unos días después: Tomás tenía epidermólisis bullosa (EB), una extraña afección dermatológica también conocida como piel de cristal o piel de mariposa.

La EB es una rara enfermedad genética que se produce por una alteración en la unión de las distintas capas de la piel. Ante un mínimo roce o contacto con algún material rugoso los pacientes generen ampollas y llagas. Es una enfermedad dolorosa que se lleva toda la vida: en los casos leves, los pacientes pueden hacer una vida normal teniendo los recaudos necesarios para no lastimarse, mientras que en los casos graves suele tener un índice de mortalidad muy alto. La fragilidad no sólo es externa sino también interna. El cuidado es intensivo y crónico; requiere de vendar y encremar las zonas lastimadas y el tratamiento es integral, puesto que las heridas pueden producirse también en zonas internas, lo que conlleva la necesidad de realizar numerosos estudios y extremar cuidados para no lastimar a los pacientes.

La incidencia de la enfermedad es muy baja y no hay estadísticas concretas a nivel mundial ni nacional. Según estimaciones realizadas este año por el Departamento de Dermatología de la Universidad de Salzburgo, Austria, hay aproximadamente 20 pacientes cada un millón de habitantes. ANCCOM consultó en el Ministerio de Salud de la Nación la estadística argentina, pero no obtuvo respuesta. La Asociación Argentina de Dermatología tampoco brindó información.

La “Fundación Debra” tiene un registro de 360 casos y el Hospital Garraham contabiliza otros 90. Los pacientes que se tratan en centros privados están fuera de ese conteo.  

La EB es una rara enfermedad genética que se produce por una alteración en la unión de las distintas capas de la piel.

Un tiempo después de nacido su hijo, Stella Maris viajó a Estados Unidos para averiguar cómo tratarlo. Fue ahí donde conoció a los miembros de Debra Internacional, radicada en Estados Unidos, y a los representantes de la filial chilena, que le insistieron para que abriera una sede en Argentina. Pero Stella Maris no se sintió con ánimos hasta el año 2008, cuando se juntó con la madre de otro paciente y se embarcó en la travesía. Un año antes había fallecido su hijo. Debra Argentina pasaría de ser el sueño de una madre que lucha por la salud de su hijo a una realidad agónica. No recibe apoyo del Estado y se sustenta por las donaciones de privados y de empresas. Pero para Stella Maris eso ya es un triunfo.

El cuerpo de un paciente con EB es un cuerpo eternamente lastimado, que lucha por sobrevivir en el mundo del marketing personal y la sobrevaloración de la apariencia. Es un cuerpo distinto, marginado pero consciente y precavido de sus propias diferencias. Es supervivencia.

Martín Adrián Díaz, un paciente de 18 años, cuenta que vive la enfermedad como parte de su vida. Es un alto, rubio y con una sonrisa pícara. Tiene la mayor parte de las marcas en los codos y en las manos y, según sus palabras, parece que se hubiese “caído de una moto”. El grado de su enfermedad no es el más leve, pero tampoco el más fuerte, así que lleva una vida normal: cursa Economía en la UBA y trabaja en el estudio contable de sus padres. “La EB es donde aprendí muchas cosas. Me enseñó que hay gente que mira primero lo superficial, pero que hay gente que vale mucho la pena. Es mi forma de vivir. Que no me pueda parar nada. Que los propios impedimentos me lleven para adelante, que sean un motivo para seguir. Es lo que llevo conmigo”, cuenta.

Dice que la enfermedad se transita. Que de la infancia recuerda los momentos de dolor cuando volvía del colegio y se tenía que despegar las vendas, pero que no sintió nunca exclusión. Cuenta que en algún momento se sintió diferente, y da a entender que se sigue sintiendo así, pero que eso no lo limita, sino que lo pone orgulloso.

Matías Adrián Díaz.

¿Nunca sentiste que te trataban con un tono especial, cuidándote como el distinto?

¡A mí me dicen que soy distinto! Creo que eso lo sentí más bien cuando hablé con alguien por primera vez. Te das cuenta que te clava la mirada. No es que me importe o me influya en algo, pero sabés que es así. Tampoco me molesta, porque yo lo entiendo. No es algo que se ve todos los días.

¿Y tu cuerpo? ¿Te molesta mostrarlo?

Me encanta mostrarme. No siento vergüenza de mis cicatrices, es algo con lo que voy a tener que vivir toda mi vida. Si no lo puedo aceptar, y si las personas que están cerca de mí no pueden aceptarlo, que me disculpen pero yo no lo puedo cambiar. No es algo que pasa si yo quiero o no. Fui aceptando todo esto y el quiebre lo hice cuando pasé al secundario, cuando me di cuenta que no me quería morir más de calor usando mangas largas. No valía la pena seguir ocultándome, la gente me iba a aceptar por cómo era. Y así fue.

Matías no miente. Cuando la fotógrafa le pide tomarle unos retratos, bromea con que se los pase para subirlos a su instagram. Modela mostrando sus manos, sus codos. Cuando se aburre, pide ir a otra parte a hacer algunas más.

Es distinta la charla con Luciana Huttebraucker, paciente de 30 años, que habla con tono pausado y midiendo bien las palabras. Es psicóloga recibida de la UBA y brinda asesoramiento como voluntaria a la fundación, aunque el plan es que, cuando se consiga la habilitación de los consultorios, atienda a pacientes con su misma enfermedad. Por fuera de Debra, trabaja en consultorio y como maestra integradora, asistiendo a niños con discapacidad en su trayectoria escolar. Cuenta que se acercó a Debra pensando que su vivencia en la enfermedad le podía servir para ayudar a otras personas.

Su EB se traduce en un par de marcas en el cuerpo, apenas perceptibles a simple vista. Dice que cuando era más chica algunas cosas le costaron un poco, pero que siempre recibió buenos tratos. “Considero que siempre tuve una vida normal. Lo que cambió fue mi actitud de ´bueno, voy a esperar que algo se me cure para hacer tal cosa´. Si me tengo que sacar una foto con una ampolla en la cara, me la voy a sacar igual. No voy a esperar, porque esa soy yo”, cuenta.

En Luciana se deja ver ese proceso de aceptación, de encontrarse a uno mismo y reconocerse dentro de una condición especial. De chica su enfermedad era una carga, algo que esconder y evitar, algo que si rezaba iba a poder cambiar.

Matías cuenta que en algún momento se sintió diferente, y da a entender que se sigue sintiendo así, pero que eso no lo limita, sino que lo pone orgulloso.

¿Te costó aceptar tu condición?

No sé si me costó. Nací con esto, es parte de mí, de mi vida, de mis cuidados diarios. Llegó un momento de mi vida en donde dije: “Esto no se me va a curar más”. Porque antes, como estudiaba en un colegio católico, era rezar para ver si se me pasaba: “Recemos para que Luciana se cure”. Un día dije: “Basta. Esto ya está, es un hecho”.

Para Luciana, la EB no es una molestia, no es ser distinta, no es un motivo de conversación. Ella es la EB. La aceptó, la vive en cuerpo y alma, y ese vivir hace que quiera ayudar a otros a vivirla. Y a razonar sobre la mirada de los otros. “Capaz que está. Pero yo le saqué el valor. Ya no estoy atenta a si me miran o no. En un laburo, por ejemplo, sí me cuesta. Yo estoy con chicos todo el día, y entiendo que algunas veces les puede dar temor estar conmigo, y es válido, están en su derecho. El miedo siempre está. Capaz que no es como antes, un terror. Pero está, siempre va a estar”, dice.

Johana Belluz vive la experiencia de modo muy diferente. Tiene 25, es hija única y cuenta que quiere cambiarse el apellido del padre por el de la madre. A su padre lo conoce, pero no tiene buena relación. Con su madre la cosa es diferente: cuando habla de ella se le nota el amor en el tono de voz. Ella es enfermera, y fue y sigue siendo su apoyo en el tránsito de la enfermedad.

Johana es introvertida, callada y tímida. Se delinea los ojos de negro y tiene varios piercings. Mientras habla, deja caer las mangas de su buzo para que le tape las manos. Tiene el grado más fuerte de la enfermedad, llamado distrófico, que le causa heridas severas en las manos, los tobillos, las rodillas y toda zona que se exponga al roce. Dice que empezó a estudiar enfermería porque ver sangre es para ella cosa de todos los días, pero que tuvo que dejar porque no puede hacer mucha fuerza con las manos.

 ¿Cómo te trataron por tener EB?

En mi infancia no tuve un trato especial por tener la enfermedad, y eso me pareció bien. Nunca me apartaron ni nada por el estilo. Soy una persona bastante tímida, así que tengo mejores amigas y conocidos, no conozco el punto medio. En la adolescencia estuve un poco como enojada, pero tengo buenos recuerdos.

Johana insiste en no sentirse diferente, en no mostrar la cara cruda de la enfermedad que la lastima, que la hace verse de una forma que no le gusta verse. Odia que le saquen fotos de improvisto y que se le queden mirando. Se enoja y contesta. Pero por otro lado no puede evitar la enfermedad, así que la deja pasar. No le gusta que la cuiden, porque los cuidados están bien pero por otro lado atrapan, encierran, y ella no quiere que la tengan en un capullo.

Johana insiste en no sentirse diferente, en no mostrar la cara cruda de la enfermedad que la lastima.

¿Te limita tu enfermedad?

– Algunas veces voy a recitales o a bailar y vuelvo hecha bolsa, después me curo y listo. Yo siento que la enfermedad no me limita tanto. Tengo altibajos, tengo momentos en los que digo hasta acá llegue, pero tiene que ver con cosas puntuales. Los malos momentos son temporales, así que los dejo pasar. Cuando me pongo mal me distraigo, me entretengo y se me pasa.

Johana no es la EB. Johana la lleva, la siente en su piel. Sobrevive día a día, momento a momento, luchando para sentirse bien. La EB para Johana es algo contra lo que hay que dar batalla. “Yo tengo la enfermedad, pero no soy la enfermedad. Algunas veces me dicen ´sos un chica mariposa´ y digo no, no soy una mariposa. No es que me quiero escapar, pero trato de estar un paso más adelante de la enfermedad, porque si no te controla. Y con ésta enfermedad, que te controle no te hace feliz”, dice. A medida que avanza la entrevista, empieza a soltarse y lentamente muestra las manos, gesticula. Le pide a la fotógrafa que antes de publicarlas, le muestre las fotos.

La EB es una enfermedad cruda y que no da tregua. Es una guerra que no termina. Pero no es una guerra perdida. Como un cristal frágil y translúcido, el cuerpo de los pacientes con EB deja ver los restos de cada batalla. También el coraje, la fortaleza y el sacrificio. Sin categorías, sin envases, sin apariencias.