Por Dolores Pérez Müller
Fotografía: Guadalupe García

Agustina Comedi nació en 1986 en Córdoba. Allí estudió Letras Modernas y la Tecnicatura en Corrección de Estilo. Después se mudó a Buenos Aires donde comenzó su carrera como guionista. Formó parte de la agrupación Seamos Libres y Mujeres Audiovisuales (MUA) y dio clases durante dos años en el Taller Audiovisual del Bachillerato Popular Raymundo Gleyzer.
El silencio es un cuerpo que cae, una de los cuatro filmes argentinos que compitieron en la sección Derechos Humanos del BAFICI, es su primera experiencia como directora. A minutos del estreno, Agustina está nerviosa. Si bien ya presentó la película en noviembre, en el Festival de Cine Documental de Ámsterdam, ahora es distinto, en su país y ante sus allegados. Mucho más tratándose de un relato tan íntimo. Mientras el público llena la sala, ella toma una cerveza para calmarse y dialoga con ANCCOM.

¿Cómo apareció la idea de indagar en tu historia familiar?
Hace tiempo que intento marcar fechas de inicio de este proceso de investigación pero me resulta irreal porque nunca hubo un momento preciso ni una decisión concreta. Todo empezó motivado por las inconsistencias y contradicciones detrás de la historia de mi padre, después de su muerte. Había muchos cabos sueltos que se fueron develando en mis charlas con sus amigos de aquellos años, mucho antes de que yo existiera. Y luego aparecieron las cintas de VHS que estaban escondidas, arriba de un placard de mi casa, en Córdoba. Recién después de visionar las 140 horas de material de archivo empecé a delinear la idea de hacer una película que termina de materializarse cuando nació mi hijo Lucas, en 2011.

¿Qué esperabas encontrar en ese material?
Lo buscaba a él. Quería ver su rostro, su voz y su andar. Mi papá falleció cuando yo tenía 12 años y después de siete años había comenzado a olvidarme de su imagen. El paso del tiempo estaba empezando a jugar y yo necesitaba recordar su figura.

¿Qué encontraste?
Primero, desilusión, porque él no aparecía nunca, salvo el día de su muerte que sí aparece en cámara. Mi viejo filmaba todo el tiempo, era un gran aficionado. Hasta el día que murió llevaba su cámara encendida mientras cabalgaba. No lo encontré a él pero encontré su mirada, en los encuadres pude percibir su deseo. Había, en esas cintas, una punta de que su deseo estaba en otra parte. Una estaba en su hija y su familia, y la otra se dispersaba.

¿Y cómo era esa familia que pudiste develar en las cintas?
En las imágenes se ve la construcción, en los ´90, de una familia argentina de clase media alta, con aspiración a más alta, con sus viajes a Disney y Europa. Una cuestión bien burguesa y con todos los mandatos sociales que eso conlleva: los cumpleaños de las nenas vestiditas de rosa y los niños de celeste, las niñas jugando a cuidar bebes, a las muñecas y las embarazadas. Los niños de los 90 dependen de un imaginario construido por Disney en el movimiento del desarrollo del neoliberalismo de acuerdo con una ideología de clase homófoba donde el modelo familiar estaba muy idealizado. Era un mandato estrictamente heteropatriarcal. Y en ese mismo álbum familiar se presentaban ciertas grietas que pude develar a través del encuentro con el entorno más cercano a mi padre, Jaime y, a través de sus testimonios, poner en palabras aquello que no se decía y poder reconstruir la homosexualidad en la Argentina y sus distintas formas de violencia y censura.

En un pasaje contás que un conocido te dijo que cuando naciste una parte de Jaime había muerto para siempre…
Como sociedad nos cuesta mucho compatibilizar el deseo y la familia, y no me refiero a lo estrictamente sexual sino al sacrificio, sobre todo para las mujeres, de que cuando tenés hijos pasás a un segundo plano y a una pura devoción por ellos. Esto es bastante dañino porque el mejor padre o madre que un niño puede tener es el más parecido a sí mismo posible. Hay algo real, una parte de tu tiempo se divide y por eso otra, en buena hora, muere. Sin embargo, la idea es que esa muerte sea lo menos sufrida y que uno pueda ser lo más auténtico posible con sus hijos y no estar preso de los mandatos, como le pasó a mi padre y a muchos más de su época.

Con respecto a la homosexualidad, ¿qué pensás del rol del Estado?
Ocupa un rol importantísimo en la concreción de medidas que deconstruyan estos mandatos heteropatriarcales y en leyes que combatan la discriminación y la homofobia. Hasta los 90, la homosexualidad era considerada una enfermedad por la Organización Mundial de la Salud y por muchos Estados nacionales, por lo cual estaba expuesta a la ilegalidad y al desamparo.

En tu película el protagonista es un hombre, ¿cuál es el lugar de la mujer?
Ese lugar es ocupado por mí. El discurso feminista debería rearticular las relaciones de los hombres y las mujeres. No es un discurso que remita solo a nosotras sino al modo de vincularse en la sociedad: poder discutir el deseo dentro de la familia donde en su construcción uno se asume en roles, el del padre como proveedor y la madre abocada a sus hijos, y desecha mucho por ello. Esa fue mi historia y la de mi padre al ocultar toda su historia anterior a los 40 años de vida que había sido de una homosexualidad bastante pública y que, cuando se asume como padre de familia, se dejó a sí mismo fuera.

¿Poder debatir estas cuestiones habla de una sociedad que está cambiando?
Repensar esta idea de familia es algo que el feminismo está habilitando pero todavía falta mucho. En el BAFICI se presentaron a la convocatoria más directoras mujeres que hombres. Sin embargo, solamente un tercio de las películas en competencia son dirigidas por mujeres.

¿Es posible una educación sin mandatos?
Intento educar a mi hijo con la mayor libertad posible pero seguramente esté transmitiéndole mandatos que ni yo sé que tengo. En el primer visionado de la película, una productora se preguntó en qué les estaremos cagando la cabeza a nuestros hijos y me pareció muy cierto. Uno puede mirar críticamente por la distancia cronológica de los hechos una generación anterior pero no puede saber acerca de la violencia que nosotros mismos estamos poniendo inconscientemente en la generación que nos sucede.  

¿Cómo definirías la película?
Es bastante deforme. Soy guionista pero no estudié Cine sino Letras. Esta es la primera realización como directora: la filmé yo e hice casi todo el sonido. El hilo conductor es la necesidad de contar algo. Hay una necesidad implícita de explicar una disquisición mental y de articular ciertas cosas disímiles, de poner imágenes donde no las hay. El ejercicio fue muy libre. Y nunca el producto final es igual al que uno se planteó en un primer momento. Por suerte, el trabajo en conjunto con la montajista Valeria Racioppi fue muy importante porque me permitió correrme de mi lugar de hija y tomar distancia para armar un relato audiovisual. A veces, me vi paralizada por las propias imágenes pero ahí estaba el trabajo en equipo para motivarme a seguir.

¿Cambió la visión que tenías sobre tu papá?

El papá del que estoy hablando lo fui descubriendo a través del relato de sus amigos. Hacer esta película me acercó mucho a él, me quedé con la sensación de que me perdí mucho de su historia y que me hubiera gustado poder blanquearlo en vida.

¿Qué les dirías a los espectadores de El Silencio…?

Que se atrevan a preguntarse por el deseo y la libertad.