Por Maripaz Soto Villalobos
Fotografía: Marisol Meza

En Avellaneda, en el sur del Gran Buenos Aires, vive Alberto Szewczuk. Igual que su padre Nicolás -fallecido el pasado 29 de agosto- tiene una particularidad más allá de la consanguinidad: es apátrida.

Según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR ), un  apátrida es aquella persona que no es por ningún Estado como un connacional. En esa situación se encuentran cerca de diez millones de habitantes en el mundo. Una de las razones de ser apátrida es haber nacido en un país que ya no existe.

Con la disolución de la URSS en 1991 y la conformación de la Confederación de Estados Independientes (CEI), Nicolás y Alberto Szewczuk se convirtieron en apátridas, su status jurídico se modificó: son ciudadanos de un país que ya no existe. Tras la ruptura de la unión de países, su nacionalidad se mantuvo y no recayó en ninguna de las viejas o nuevas naciones. Ninguno de los dos ha realizado los trámites para nacionalizarse como argentino. Su único documento de identidad en el país es un pasaporte argentino para extranjeros con el cual a cada nación que deseen visitar deben pedir una visa.

Gabriela Liguori, coordinadora general de la Comisión Argentina para los Refugiados y Migrantes (CAREF) afirma que “debido a la falta de normativa con respecto a la problemática, no existen datos oficiales de cuántos apátridas hay en el país, tampoco se conocen las razones por las que obtuvieron esta condición”.

«No existen datos oficiales de cuántos apátridas hay en el país, tampoco se conocen las razones por las que obtuvieron esta condición”, dijo Gabriela Liguori, coordinadora general de la CAREF.

En el 2015 se presentó un proyecto de ley para la protección de los apátridas que tuvo poco avance y que finalmente caducó a principio de este año. Desde la Comisión Nacional para los Refugiados (CONARE) se está trabajando un nuevo proyecto legislativo pero por el momento hay poca información.

Nicolás Szewczuk había nacido  en 1933 en lo que actualmente se conoce como Ucrania, pero que en su momento era un territorio polaco dentro de la ya desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). 

Su familia vivía en el campo y las condiciones de vida no eran las óptimas, así que la publicitada posibilidad de migrar a otros países como Canadá, Australia y Argentina era la opción más viable. Con su padre y su madre emigraron a la Argentina en 1937, luego de que Canadá limitara las migraciones y de que Australia no fuera una opción tan atractiva como el sur de América.

A los 12 años falleció su madre durante una operación de apéndice y a los 13 su padre, debido a una infección. Él fue acogido por una familia que vivía y que ya tenía un chico de su edad. Empezó a trabajar desde muy pequeño y a los 15 años ingresó a una escuela privada especializada en electricidad. No podía realizar el servicio militar por ser extranjero, lo recordaba como un dato relevante porque era lo que hacían los hombres de cierta edad, casi como un ritual de la sociedad militarizada.

Conoció a quien sería, más adelante, su esposa -que es cordobesa- y la idea de volver a la tierra en la que se nació recobró importancia en los migrantes que habían escapado de la Segunda Guerra Mundial. Europa era una tierra reconstruida, se había originado una nueva cultura, era un lugar distinto al que habían dejado más de una década atrás. Stalin había muerto en 1953 y por esos años, Nicolás veía el resurgimiento del comunismo en el mundo como proyecto político alcanzable.

Las protecciones internacionales sobre la nacionalidad son múltiples, pero al no tener un organismo en donde acudir a solicitar el reconocimiento de su condición, esta población no logra acceder a fácilmente a sus derechos.

El bombardeo a la Plaza de Mayo, el intento de derrocamiento a Perón y el golpe de estado por parte del general Lonardi en 1955 fueron acontecimientos que hicieron de la posibilidad de volver a Europa una realidad. Poco antes de morir, Nicolás le comentó a ANCCOM que “cuando ya estaba la Junta Militar, trabajaba en un frigorífico y en la entrada habían tanquetas, yo vi personas con las manos apoyadas en la pared y la ametralladora de pie en la vereda. Lo pasamos. Se dieron una serie de acontecimientos en los que supimos que estábamos en un país convulsionado”.

Viajó en el barco Santa Fe hasta la URSS, junto a su esposa y su suegra. Analizaron las posibilidades que les brindaban las tres ciudades más desarrolladas: Moscú, Leningrado y Kiev, en la que finalmente decidieron vivir. Al entrar en territorio soviético, ya se era ciudadano con los derechos y deberes que eso implicaba. Su primer hijo, Alberto Szewczuk nació en Kiev, actualmente capital de Ucrania, ex-URSS, en 1960.

Nicolás se dedicaba a realizar traducciones técnicas del ruso al español de material soviético con la integración de Cuba al bloque comunista, además de trabajar en una fábrica que hacía hilo de nylon y rayón.

El Estado organizaba el tema habitacional a través de las fábricas y sus sindicatos: las plantas industriales más grandes tenían mayor cupo. Los Szewczuk compartieron un departamento con una familia, hasta que el gobierno les asignó uno de dos ambientes solo para ellos.

Así como los que volvieron a su tierra natal lo hicieron por sus recuerdos de infancia y adolescencia, Nicolás y su familia decidieron volver a Argentina en Marzo de 1966. Al volver encontraron un país congelado en el tiempo, que en 10 años no había logrado desarrollarse en ningún aspecto, “llegamos a Ezeiza y la verdad es que se nos cayeron las medias -recordaba Nicolás-. Estaba como la había hecho Perón en su momento”.

Para Alberto su transición fue prácticamente inconsciente: de chico nunca quiso hablar español y cuando llegó al país lo empezó hablar y nunca volvió a utilizar el ucraniano. Con certeza afirma que “no me interesa volver, seguramente como un sistema de autodefensa, de decirme que eso es una etapa que ya pasó. Yo lo asigno a la edad, me fui a los 5 años”. A pesar de su desvinculación con su país de nacimiento, recuerda vívidamente algunos detalles de su primera infancia: “Me acuerdo cuando íbamos al río Dniéper, tengo flashes de cuando hacíamos unos hongos salteados que los juntaba mi tío, él sabía cuáles eran los buenos. Me acuerdo que una vez me asomé al balcón y miré un cortejo fúnebre; allá era característico que arriba del féretro que iba por la calle pusieran una hogaza de pan negro redondo y un puñado de sal arriba. Yo en ese momento no sabía que la sal era lo más preciado que se da a un visitante por su escasez”.

Nicolás se dedicó mayoritariamente al trabajo con electricidad en diferentes proyectos a lo largo del país. Se jubiló en 1990. Lucía Gallopo, abogada en el CAREF explica que nuestras leyes de nacionalidad impiden que se produzca la apatridia, por lo que las situaciones que tenemos son de migrantes apátridas o en situación de apatridia. Principalmente se trata de ciudadanos de la ex URSS cuyos documentos perdieron vigencia y al no haber tramitado oportunamente su actualización ni haber retornado a país de origen, se les dificulta obtener la renovación. En ocasiones, incluso, el tiempo transcurrido sin renovar implica que los Estados que sucedieron a la URSS no reconozcan ni tengan registro de su ciudadanía”.

Según la ley 19510 del año 1972, el país se adhirió a la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas, promulgada por la Conferencia de las Naciones Unidas en 1954. Sin embargo, Gallopo afirma que “no hay un reconocimiento real de la apatridia en el país, no hay un procedimiento determinado ni órgano destinado a tal fin.”

Las protecciones internacionales sobre la nacionalidad son múltiples, pero al no tener un organismo en donde acudir a solicitar el reconocimiento de su condición, esta población no logra acceder a fácilmente a sus derechos. Tampoco existen procedimientos simplificados para el acceso a la naturalización como una solución definitiva a esta problemática.

Un jarrón que Alberto y Nicolás Szewczuk trajeron de su país natal, adornado con el estilo étnico ucraniano.

Actualizada 19/09/2017