Por Eugenia Caragunis, Matías Falbo
Fotografía: Marisol Meza

El sentido común los da por extinguidos. En pleno auge de la era digital, no se concibe como rentable una disquería o un videoclub. “¿Quién va a pagar por lo que se puede conseguir gratis?”, clama el prejuicio. Sin embargo, allí están. Encontraron su trinchera y sobrevivieron al huracán tecnológico.

Para Marcos Rago, dueño del videoclub Black Jack, con la aparición de nuevas plataformas digitales como Netflix, los hábitos de consumo se modificaron: “Cuando abrimos, los entretenimientos eran la televisión de aire y un poco de cable, que recién empezaba. Alquilar una película era uno de los entretenimientos caseros más populares. Con el advenimiento de Internet, pasamos de ser el 80% a ser una opción más… y no la primera”, relata.

Carlos Revich, propietario de la disquería Piccolo y Saxo, prefiere ir un poco más allá: “La gente no sólo cambió la forma de consumir películas y de escuchar música, sino prácticamente de vivir”.

Así planteado, el panorama no parece muy alentador. Sin embargo, los dos encontraron la forma de interpelar a un público que les permite continuar con su negocio.

 En el caso de la disquería, “hay una vuelta a la gente joven, de entre 20 y 30 años, que, a partir del vinilo, se acerca y busca acá las obras completas”, cuenta Revich. Lo paradójico -dice- es que sus clientes “son justamente las personas que no vivieron el vinilo como experiencia”.

 Al videoclub, en tanto, “vienen más que nada estudiantes de cine, o personas de más de 50 años que no son muy amigas de la tecnología. Después está el público medio que quizá se compró un televisor de alta definición o una Play Station, y como tengo películas en Blue Ray lo valoran mucho”. De vez en cuando, a Rago le pasa que “entra un extranjero y se alucina porque en su país ya no existe más esto”.

En los dos locales se aprecia un carácter común: el culto al arte. Mientras algunos eligen ofrecer lo tradicional como complemento de cd’s o dvd’s truchos, ni en Black Jack ni en Piccolo y Saxo se da una combinación semejante: los productos son presentados como reliquias artísticas que jamás podrían compartir vidriera con “el delito bien visto”, como lo define Rago.

 La llegada del streaming con Spotify como punta de lanza afectó directamente a las disquerías, colocando en problemas a históricas empresas multinacionales. “Pero con el paso del tiempo, la gente empezó a entender que la música es otra cosa; es el disfrutar el concepto del disco”, advierte Revich.

 “No es lo mismo escuchar un tema salteado como por ejemplo El lado oscuro de la luna de Pink Floyd, que hacerlo en el marco de una obra completa. Es como ir y ver un acto de una obra de teatro y después saltar a otro de otra obra, o ver secuencias salteadas de películas. El disco es un obra y como tal hay que escucharla en su totalidad: desde el arte de gráfica hasta la idea conceptual de la música”, afirma.

Mientras mira una repisa repleta de VHS, Rago cuenta con orgullo que tiene “películas que nunca se editaron en DVD”. Pero no todas están a la venta: “Algunas las tengo acá por nostalgia, para recordar un poquito el formato”, dice. Cuando un curioso coleccionista requiere alguna de esta preciada selección, sólo le ofrece alquilarla.

 A la hora de hablar del futuro, ninguno se imagina cerrando su local y dedicándose a otra cosa: la pasión está latente en cada abrir de la persiana.

 “Voy a hacer todo lo posible y lo imposible para que siga adelante, porque el videoclub tiene un rol importante en la sociedad. Por más que muchas personas piensen que no existe más, cada vez que entra alguien que no conoce el lugar, se sorprende. Y eso para mí tiene un valor mucho más importante que el último estreno”, concluye Rago.

30/01/2017