Por Candela Bustamante
Fotografía: Camila Alonso Suarez

Un detonante en el medio de la noche. Fuego. Las casas temblaron y un vehículo ardió en llamas, alterando la quietud del vecindario. “Ya son varios en lo que va del año”, aclarará luego Elvira―la intérprete principal de este lugar― sin inmutarse. Instalado desde hace décadas a orillas del Río de la Plata, el barrio Ribera de Bernal se erige como un espacio semirrural habitado por trescientas personas que pasan sus días entre humedales, caminos serpenteantes de tierra y descampados. El río y la vegetación se vuelven protagonistas de este territorio olvidado del Conurbano Sur que se extiende desde la Autopista Buenos Aires-La Plata hasta la zona costera, y que limita con un predio de Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) y el bosque nativo. Del otro lado de la carretera aparece la papelera Smurfit Kappa, instalada desde 2012. Sauces y viviendas espaciadas decoran esta atmósfera verde en la que los nenes corretean y los adultos toman mate hasta tarde. Pareciera la combinación perfecta, si no fuera por la irrupción de toneladas de desperdicios que llegaron para quedarse.

A los costados de la Avenida Espora, la vía principal de acceso al barrio y la única que se encuentra pavimentada, cientos de montañas de recipientes plásticos disputan su lugar entre tantos otros residuos y perros que revolotean entre la basura. El modus operandi es siempre el mismo: los volquetes aparecen, descargan rápido y se van. A la vista de todos. Pañales, ramas y neumáticos, de un lado; escombros y restos de la construcción, del otro. Día a día, las tierras fiscales de las que nadie habla se llenan de intrusos que contaminan el terreno. Ni hablar de los esqueletos de cuatro ruedas que adornan el bosque o de los cadáveres humanos que, según los vecinos, aparecen cuando cae el sol:

―Vienen acá a tirar los cuerpos porque saben que, tarde o temprano, se los va a llevar el río ―cuenta, como al pasar, Eva, una señora canosa de unos sesenta años que reside en la región hace 35 años. Se niega a seguir hablando y se aleja rápido, con fastidio.

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Elvira Rolando Guillermo agradece a todos los dioses el momento en que su exmarido le propuso mudarse a La Ribera, como llaman los vecinos al barrio. Tenía 15 años, no estaba muy convencida. Hoy tiene 36, se separó hace tiempo, tuvo cuatro chicos y es una de las pobladoras más antiguas del lugar. Ahora está terminando la primaria en una escuela para adultos y trabaja dos días a la semana en un frigorífico de Quilmes. Los movimientos de Elvira funcionan como alegoría casi perfecta de los litoraleños: camina despacio, con parsimonia, como si cargara en su espalda con años de experiencias y luchas. Parece tímida, cauta. Esquiva un morro de cascotes con gran habilidad. Señala su casa y, sonrisa mediante, explica que varios voluntarios le están dando una mano para arreglarla: “Ahora están con la cocina”. Prefiere conversar enfrente de su vivienda, lejos del bullicio del taladro, en la construcción que hace las veces de Asociación Civil del barrio y que funciona desde hace seis años en La Ribera.

Elvira lleva en su cuerpo las marcas del tiempo y las coyunturas del espacio: el semblante tostado, áspero y tirante, atravesado por escamas; los ojos pequeños, precavidos después de tantas promesas sin cumplir; una hilera de dientes gastados y desatendidos. Y sus manos. Esas manos formidables que ―abrazadas por encima de la mesa de madera― son el reflejo de su día a día, de su ir y venir, de cargar y descargar materiales, de amasar pan desde las seis de la mañana. Elvira cuenta que cuando llegó, allá por los noventa, el lugar se parecía más a una parcela de cultivo que a un centro habitable. La planta de AySA ya estaba, la autopista era un montón de tierra, las calles estaban limpias y eran de piedra:

―Ahora esto es otra cosa ―aclara―. Ahora tenemos agua potable y luz. Pero antes no, no había nada, no había más que pampa. Éramos cinco familias nomás.

El territorio, según ella, creció muchísimo desde hace dos años. Las trescientas personas identificadas en el último censo de 2010 se multiplicaron a partir de entonces. Fue en ese momento cuando ganaron la batalla del agua ―teniendo una planta potabilizadora al lado desde hace más de veinte años― y consiguieron, a duras penas, que la municipalidad dispusiera tres contenedores de basura sobre Espora. Ahora son dos: hace tres meses desapareció uno y nunca volvió. La instalación eléctrica corrió por cuenta de los vecinos. “Hicimos lo que pudimos”. Todavía no tienen gas, tampoco desagües cloacales. Ni siquiera instituciones o comercios. Durante unos años funcionó en el barrio una Biblioteca Popular: sucumbió. Ahora apenas poseen la Asociación Civil, un par de despensas y algunos almacenes. Aunque Elvira y la mayoría de los vecinos prefieren comprar todo “allá arriba” porque es más barato. Sube uno, compra al por mayor y luego reparte entre el resto.

Abajo y arriba, acá y allá, nosotros y ellos, bajar y subir. Los adverbios se inmiscuyen todo el tiempo en su relato: cuando menciona los tres o cuatro viajes que hace cuesta arriba para llevar y buscar a los chicos del colegio los días en que no viene el colectivo, cuando atribuye la contaminación de su barrio a los de afuera, cuando cuestiona el desinterés de las autoridades. Como si hubiera dos mundos, como si la autopista funcionara como una frontera infranqueable entre dos realidades contrapuestas e incompatibles.

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Los sauces, al borde del río, se mecen con el viento. Al igual que las tiras de plástico y de papel que asoman por encima de los troncos y juegan entre las ramas. Las botellas que trae el reflujo se acumulan en la orilla. Un perro negro con el pelo duro husmea alrededor de la basura y agarra una ojota. Cien metros más adentro comienzan a asomar las viviendas. Algunas fueron edificadas en altura, otras parecieran desafiar a la naturaleza. Las crecidas son moneda corriente en La Ribera. Nadie evacúa. Aunque tiemblen las casas y las olas del Río de la Plata maltraten las paredes, todos se atrincheran hasta que pase el mal trago. Una vez que cesa solo queda empezar de nuevo. “La última inundación ―reflexiona Elvira― fue hace un mes, más o menos. Esa vez los bomberos trajeron un gomón y se acercaron a ayudar a la gente”.

―¿Qué tan difícil es convivir con el río?

―Te acostumbrás ―explica Elvira―. Al principio cuesta porque plantás algo y te lo lleva. Pero ya todo el mundo sabe que tenés que levantar todo siempre. Y cuando vemos que se viene el río nos metemos todos adentro. A esperar que baje.

En enero de este año el Río de la Plata se pobló de camalotes que aparecieron como consecuencia de las crecidas del río Uruguay: la costanera se tiñó de verde y cientos de especies animales ―arañas, nutrias, lagartos, culebras y serpientes― invadieron el lugar. Las autoridades del partido de Quilmes decidieron, entonces, restringir el acceso al río, desplegar efectivos y concientizar a los vecinos sobre los riesgos de meterse al agua y entrar en contacto con esta fauna silvestre. A diferencia de la ribera quilmeña, en la de Bernal los vecinos aseguran que las medidas de precaución fueron escasas. Aunque la presencia de los guardavidas fue incondicional, el vallado policial a la altura de la autopista ―que permitía el paso únicamente a los residentes de La Ribera― duró pocos días. Las cintas de polietileno instaladas entre los troncos de los árboles para señalizar el peligro tampoco lograron su cometido: las veces que no fueron arrebatadas por la marea sirvieron a los nenes como red de los partidos de fútbol-tenis. El contacto entre los niños del barrio y las culebras era inevitable. ¿Cómo exigirle a los más chicos, a esa generación que nació y creció entre insectos, pantanos y matorrales, que no se acercaran al río y jugaran con los animales? 

La cruzada, sin embargo, no es contra el río y la basura que sus aguas arrastran sino contra la mano del hombre y la apatía de las autoridades, una lucha constante ante el relleno de los humedales en la que intervienen ambientalistas, organizaciones sociales y muchos habitantes de la Zona Sur del Gran Buenos Aires. Aunque por ordenanza municipal fue declarada Reserva Natural ―dos veces, en 1996 y en 2002―, en la práctica la ribera de Bernal dista de ser un área ecológica protegida con fines de conservación. La riqueza de su diversidad biológica y la importancia que los humedales cumplen al interior del medioambiente no impiden que los camiones vuelquen sus desechos en la zona costera. Encargados ―entre otras cosas― de filtrar el agua y controlar las inundaciones, los humedales de Bernal son responsables directos de que, en épocas de sudestada, el río no llegue hasta el espacio urbano. “El año pasado―recuerda Elvira― el agua entró hasta las casas de Villa Alcira”. Ubicado justo del otro lado de la autopista, ese barrio bernalense padece desde hace décadas problemas de inundaciones a causa de la falta de mantenimiento de los canales. El relleno de los humedales, en este contexto, no hizo otra cosa que agravar la situación.

La indiferencia de la intendencia de Quilmes encabezada por Martiniano Molina ―que ni en el sitio institucional ni en el Boletín Oficial anuncia algún tipo de proyecto para mejorar la región― no contribuye a aliviar la situación. En 2012, Diego Buffone (en ese momento concejal por la Coalición Cívica de Quilmes y, desde la asunción de Molina, subsecretario de Participación Ciudadana) se autoproclamaba el logro de haber conseguido para La Ribera atención médica gratuita y regular en la Biblioteca Popular. “No podemos entender cómo un barrio con las características de aislamiento que tiene Ribera de Bernal no posea una posta sanitaria permanente”, exclamaba en el portal de noticias de su sitio web oficial, criticando la gestión del municipio a cargo de Francisco “Barba” Gutierrez. A fin de ese año la Biblioteca cerró sus puertas, y el trofeo de Buffone se extinguió tan rápido como surgió. Incluso Smurfit Kappa, empresa transnacional de origen irlandés que se dedica a la fabricación de cajas de cartón corrugado, estuvo en el ojo de la tormenta desde que arribó a Bernal en 2012: organizaciones ecologistas denunciaron a la papelera por contaminar la ribera a través del canal de efluentes que desemboca en las aguas del río. La acusación se perdió entre expedientes y papeleos burocráticos pero una caminata por la orilla basta para observar cómo la pasta blanca de celulosa ha ido impregnándose en toda la superficie que rodea al conducto.

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Una vieja creencia que circula entre los pobladores de La Ribera cuenta que en el lugar se esconde una maldición. Una enfermedad que se propaga entre los visitantes que arriban a las costas del río. Una peste endémica que afecta los cinco sentidos y que obnubila el juicio crítico: el llamado Mal del Sauce. Según la leyenda, la brisa del sudeste y el atractivo de las aguas que bañan la orilla hipnotizan a los desconocidos y los obligan a volver. El aroma de las plantas, los sonidos de la naturaleza, los paseos en lancha, las caminatas al atardecer. Las sensaciones que experimentan no les permiten pensar en otra cosa y, ante ese impedimento de regresar, la nostalgia se vuelve una constante ineludible en sus vidas. Así fue como muchos terminaron instalándose en el barrio.

―¡El famoso Mal del Sauce!―exclama Elvira, conteniendo la risa, cuando devela el misterio.

Las palabras salen a borbotones de su boca: “Es ese enamoramiento que sienten los que vienen que hace que no te vayas nunca más”. Elvira menciona que una vez estuvo a punto de irse, cuando se separó, pero que luego se arrepintió. Girando la cabeza de un lado a otro, asegura que no podría vivir fuera de La Ribera y que la tranquilidad que sienten ella y sus hijos cuando amanece no la podría conseguir en otro lado. “El aire libre, correr, jugar en la calle. Acá los chicos son libres, felices”. Ella, mejor que nadie, comprende de qué se trata el Mal del Sauce. Lo padece desde hace 21 años.

En verano el paisaje se llena de colores, pájaros y movimiento: cientos de personas, en su mayoría residentes del Conurbano Sur, se acercan al balneario a pasar el día y apuestan a volverse con algún bagre o tararira al terminar la jornada. Eligen la ribera de Bernal porque es menos concurrida que la de Quilmes. Más tranquila. Lo que pareciera ser un incentivo a la difusión de los problemas locales se convierte en un dolor de cabeza para muchos pobladores del barrio. Según Elvira, en el período estival las calles se convierten en un desfiladero de autos y de “gente que viene de arriba” a jugar picadas y aprender a manejar sobre Espora. Como si no tuvieran suficientes dificultades, a los escombros y neumáticos de larga data se le suman las sobras de los picnics y las redes de pesca que quedan flotando sobre las márgenes del río. Las altas temperaturas, para colmo, se encargan de descomponer los desperdicios y el olor nauseabundo permanece después de que los visitantes se retiran. Elvira rezonga. Toma aire y exhala un suspiro que queda flotando en las paredes de madera de la Asociación. No generaliza, reniega únicamente contra los que ensucian su amada ribera y ponen en peligro la seguridad de los chicos:

―En verano nosotros no los dejamos a los nenes ir para allá, porque hay muchos carros y gente chupada.

El patrón se repite: al igual que con las crecidas del río, hay que resguardarse y esperar que pase el temblor.

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El patrullero no se acerca a La Ribera. Tampoco los bomberos y las ambulancias. Casi nunca. Hasta los taxistas desconfían. Como si una divisoria infranqueable separara a la costa del espacio urbano. Pareciera que más allá de la autopista el radar de los prejuicios detectara inseguridad y peligro de vida. “Los hechos de violencia ―afirma una Elvira mucho más suelta y risueña― vienen de la gente de afuera. Llegan, tiran los autos, los queman y se van. Pasa siempre”. Las familias están acostumbradas a cargar con el estigma del barrio. “Antes eran más seguido, desde que tenemos luz y somos más se escuchan menos casos”. Según Elvira, no solo conviven con la combustión de vehículos y con los perros que les tiran sobre Espora, sino también con los delincuentes que se ocultan en los descampados para escapar de la policía, con víctimas de secuestros que son liberadas en el predio, con el cementerio de cuerpos que bordea la zona costera.

A pesar de la convicción con la que los vecinos formulan sus afirmaciones, ni los medios locales ni los de mayor difusión se hicieron eco de los crímenes narrados. En la ribera quilmeña, la secuencia de arrebatos, violaciones y muertes logró salir a la luz, pero nada se ha dicho aun de la violencia de Bernal. Tampoco hay información en las comisarías o en la sede de la Municipalidad. Nada que corrobore el relato de los vecinos. Nada que explique el motivo por el cual no se divulgan estos episodios alarmantes. Leyenda o no, folklore popular o negligencia institucional, el discurso al interior del barrio es siempre el mismo. Insisten en que el aislamiento favorece la intromisión de bandidos, y que tuvieron que habituarse a convivir con eso. Dicen que aprendieron, entre otras cosas, a lidiar con cadáveres y cuerpos mutilados que son abandonados en los humedales a la espera de que el río haga lo suyo:

―A Eva un bombero le enseñó que tiene que atarle los pies a los muertos, para que no se hundan y floten, y así pueden reconocerlos después ―cuenta Elvira, fascinada, y relata una serie de casos macabros que se sucedieron en el tiempo.

Desde afuera, cualquiera pensaría que todo está a punto de colapsar. Que La Ribera es tierra de nadie, sin instituciones abocadas a velar por la seguridad y el orden. Sin atención médica ni transportes. Pero el foráneo ignora que hay una especie de trama invisible que se esconde entre los pobladores de estas tierras. Ante el olvido del Estado, son los mismos vecinos los que cargan con la obligación de hacer que las cosas funcionen: Elvira recuerda la seguidilla de mujeres que parieron en sus casas, con ayuda de los demás. O esa vez que Susana tuvo dengue, y entre todos la acompañaron hasta que se recuperó. En 2008, con el apoyo decisivo de los asambleístas, también lograron impedir el desarrollo de un megaemprendimiento de Techint en la ribera. La unidad, la pertenencia y la identidad colectiva configuran el trasfondo común de todos los casos que Elvira menciona. A fuerza de golpear puertas consiguieron que el colectivo 324 entrara al barrio dos veces al día, a la hora de llevar y traer a los chicos del colegio, aunque el recorrido es irregular y, a veces, pasa de largo. “Es una lucha constante. Se olvidaron que somos gente”.

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El tiempo avanza pero las aspiraciones y sueños de los vecinos se mantienen intactos: necesitan que sus voces sean escuchadas, que sus problemáticas sean atendidas y que el territorio que habitan no sea invisible a la cartografía urbana de Quilmes. De Francisco “Barba” Gutierrez a Martiniano Molina, de las filas kirchneristas a las macristas, las promesas de campaña que suelen inundar la región se desvanecen no bien culmina el proceso electoral. El auspicioso cambio que pregonaba el oficialismo como eslogan político no arribó aun a Bernal. Pasó de largo. Se lo llevó la autopista. A pesar de todo, los habitantes de La Ribera no se resignan y mantienen firme su reclamo por erradicar la contaminación ambiental y lograr mejoras en sus condiciones de vida, sosteniéndose en el apoyo continuo de sus voluntarios y las donaciones que juntan de festivales que realizan una vez por año. La ilusión de vivir mejor no se apaga. Sigue viva; como el agua de la marea que se filtra entre las personas; como las llamas que fagocitan a esos autos abandonados que, de tanto en tanto, frecuentan el lugar.

30/01/2017