Por Lorena Fernández Bravo, Mayra Ramírez, Santiago de Benito
Fotografía: Magalí Druscovich, Nicolás Parodi

Los días de calor, en la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE) de José León Suárez (partido de San Martín), la basura fermenta y emana un vapor espeso. Quienes transitan por el Camino del Buen Ayre pueden observar una montaña humeante. Cerca de 17 mil toneladas de residuos desembocan allí diariamente y los habitantes de alrededor, como los del barrio Libertador –justo enfrente–, viven de ellos.

Todos los días de 18 a 19 se abren las compuertas y unas 500 personas entran a “la quema”, como le dicen, en busca de metales, plásticos y comida. Nora (52) y “Chaco” (48) son los coordinadores de la cooperativa Bella Flor, una de las siete que hay en el predio. “No te vayas a tropezar, si no te pasan por arriba”, advierte Chaco.

Bella Flor funciona en el primer galpón ingresando por una calle de tierra angosta, a 200 metros de la esquina del Buen Ayre y Salvador Debenedetti. Chaco cuenta que reciclan y comercializan botellas, bolsas de nylon y electrodomésticos, y que además tienen un comedor en el barrio. En un gran patio descubierto, se ven tres montañas de basura donde trabajan unos 60 operarios. A ellos hay que sumar el personal externo de la cooperativa, que incluye a los camioneros.

“La recolección tiene que pasar por la balanza y ahí se determina a qué planta va. Nosotros arreglamos con el CEAMSE que revisamos diez camiones a la mañana y cinco de countries a la tarde. Quizás a la noche entra alguno de contrabando pero es poco. Tenemos capacidad para veinte. Son doscientos camiones que llegan por día, quince a nuestra cooperativa. Descargan y el equipo sube las bolsas a la cinta que las transporta al primer piso. A los costados se ubican dieciséis personas que separan en dieciséis tubos distintos materiales. Van cayendo en bolsones en la planta baja, divididos en cartón, papel blanco, metal, aluminio. Los bolsones de PET (botellas de plástico) pasan por las prensas que los comprimen en fardos para luego ser vendidos. Lo que se desecha en este proceso va a la montaña”, explica Chaco.

CEAMSE se encarga del transporte, descarga y tratamiento de los residuos sólidos de la Ciudad de Buenos Aires y 34 partidos del conurbano bonaerense. Fue creada en 1977, durante la última dictadura. El barrio Libertador, frente al predio, cruzando el Camino del Buen Ayre, se formó en 1998 sobre tierras ocupadas. Antiguamente, allí había un lago que fue tapado con relleno sanitario y las casas están construidas sobre ese suelo. Una capa de tierra es insuficiente para evitar que los desechos asomen. “Si hacés un pozo, capaz encontrás un auto”, dice Chaco riéndose.

Familias enteras, con niños, cruzan la autopista para buscar entre la basura. Yogur, leche, carne, no se detienen en su estado: es comida. Solo se puede ingresar una hora al día y hay que calcular que se tarda media desde el portón hasta la montaña. La policía controla el lugar con reflectores y si encuentran a alguien fuera del horario, lo reprimen. Nadia (27), vecina del barrio, afirma: “La zona ahora está más tranquila que hace unos años, la mayoría ya no vamos más a la quema, ahora trabajamos en los galpones”.

Los habitantes del Libertador están organizados y sobresale la figura de Lorena Pastoriza, cabeza de la cooperativa Bella Flor. “Lorena pensó cómo hacer para que no se repitiera el caso de Diego Duarte, asesinado en 2004, y que la comida se  pudiera comprar”, rememora Nora, y añade: “Ella presentó un proyecto de reciclaje. Empezamos con cortes y piquetes, hasta hubo muertes, nos tirábamos en la laguna para salvarnos pero tampoco dejamos policías enteros. El Estado defendía la basura en vez de proteger al pueblo que tenía hambre. Era propiedad privada pero también el lugar que nos daba de comer. Lorena buscó la forma de que pudiéramos comer sin que nos mataran. El nuestro fue el primer proyecto en ser presentado y el último en ser aprobado por el odio que nos tenían. Consistía en que nos dejaran separar la basura para venderla”. Finalmente, en 2008, se constituyó Bella Flor.

La muerte de Diego Duarte, de 15 años, marca un antes y un después. El 15 de marzo de 2004, él entró a la quema junto a su hermano Federico para hacer unos pesos reciclando basura. Era de noche, la policía detectó sus movimientos, los buscó con reflectores y perros pero ellos se escondieron. Para asustarlos, una topadora se acercó y dejó caer toneladas de basura sobre ellos. Diego desapareció. Hoy, el suyo es un asesinato archivado. “Y no es el único, hay más”, sostiene Lorena.

“En aquella época todo el barrio iba a la quema, cruzábamos de contrabando porque no nos dejaban pasar, cuidaban la basura como si fuera oro. Una vez vimos que venía la policía con perros y linternas, nos escondimos en los huecos que hacíamos buscando metal, nos tapamos dejando solo la cara descubierta y no nos vieron. Pero a Diego Duarte lo tapó la basura. Queremos creer eso porque la justicia nunca hizo nada”, cuenta Nora.

Luego del caso de Diego Duarte, la policía deja acceder en determinados horarios pero sigue reprimiendo porque también tiene su negocio. “Si por ahí caía un camión con electrodomésticos, a nosotros nos sacaban porque se lo querían llevar todo ellos y no lo podíamos tocar. Hicieron mucha plata acá”, asegura Chaco. A lo lejos, dos uniformados permanecen parados sobre la montaña, sacando pecho y panza, con la mano descansando sobre el arma.

En nueve galpones ubicados uno al lado del otro, funcionan las plantas de reciclado. Rosa Cuello (55), encargada de la “3 de Mayo”, explica: “De las siete cooperativas sólo dos están registradas como tales. Las demás trabajamos como ONG. Para no pagar los servicios ni las instalaciones que presta el CEAMSE manejamos un principio de economía social”. Rosa vive en el barrio Libertador y trabaja en la 3 de Mayo hace siete años: “Vienen diez camiones por día, los recibo, descargan y se separa la basura. Hay siete formas distintas para reciclar según el material: plástico, nylon, telas, papel y cartón, dividido entre seco y mojado, latas y vidrios. Luego se vende como insumo para fábricas, papeleras y químicas  Tenemos clientes que se llevan lo que se produce. Por ejemplo, del nylon y de la tela se hacen trapos de piso”, ilustra.

El proceso está sistematizado. En términos de productividad, lo que más les rinde son los camiones con residuos sólidos urbanos de la recolección y también los que son “generadores” porque traen volúmenes masivos. “Los que vienen directo de Carrefour o Jumbo, y ahí aparece lo que para nosotros es mercadería”, detalla Rosa.

Chaco dice que “en las cintas encuentran celulares último modelo en funcionamiento, cadenas de oro, relojes antiguos”: “En una oportunidad, una compañera encontró 200 mil dólares envueltos en papel todo encintado, se los llevó y nunca más volvió. También se encuentran desde animales y hasta bebés, en esos casos interviene el  cuerpo forense e investigan las causas de la muerte”.

La relación con la basura está naturalizada, los chicos descansan y almuerzan sobre las bolsas. “Se enferman, tienen que ir al médico y no cuentan qué comieron y les hizo mal. Dicen que mucho frito y se rompieron el estómago. Tienen que decir que se intoxicaron comiendo basura porque, ¿para qué trabajan y ganan un sueldo si van a seguir comiendo eso? Nuestra intención es que se compren la comida”, reflexiona Nora, de Bella Flor, con preocupación.

A todos los que trabajan les dan botas, guantes y máscaras y les insisten para que los usen. “Pero usan solamente los guantes y los borcegos –se queja Nora–, antiparras no y casco menos”. Una de las chicas, por no usar guantes, se clavó una jeringa en un dedo y al no tratarlo a tiempo, se le infectó y debieron amputárselo. Nora y el resto de los coordinadores coinciden en que el trabajo de la basura convive con la marginalidad social y el desamparo legal e institucional, y frente a esta situación ellos brindan contención: “Acá tenés muchas actividades. Muchos están estudiando, haciendo primaria y alfabetización con docentes del Ministerio de Educación”, relata.

Norma, otra recicladora, cuenta que “las botellas se venden a tres pesos el kilo a empresas que pagan 450 el fardo”. “De treinta bolsones sacás un solo fardo y con eso pagamos los sueldos”, explica. Con proveedores fijos y compradores diarios, el circuito se sostiene como cualquier empresa. Aquel que recolecta manualmente aluminio puede hacerse unos mangos de diferencia. Chaco recuerda que cuando empezó le pagaban $ 50 por día como ayudante de albañil, de lunes a viernes y a dos horas de su casa: “Acá en una hora hacía $ 150. Entonces pensé: me voy a romper la cintura, viajar encimado con la gente peleando, cuidando que no me roben, si acá en una hora hago lo que gano en una semana allá”.

Al lado de las cooperativas, están las plantas de las grandes empresas como la ex Manliba, del Grupo Macri, que posee maquinaria para hacer el trabajo automáticamente, y Covelia S.A., otro gigante de la recolección. En la intersección de Camino del Buen Ayre y Debenedetti, fuera del CEAMSE, están los galpones de Arcillex S.A., cuyos jefes, según Chaco, “compran los camiones de privados que traen heladeras y aparatos con alguna falla pero que funcionan”, y agrega: “Entonces los venden ahí, los dueños. La gente que trabaja no, van a la montaña a cambio de lo que cirujean para comer, ese es su sueldo”.

Empresas, cooperativas y ONG que nuclea el CEAMSE, todas dan empleo bajo una u otra modalidad informal de contratación. El Estado, por su parte, casi no reconoce la actividad de los trabajadores de la industria del reciclado, un negocio inmenso en manos de unos pocos, hecho a partir de lo que el consumo desecha, incluida su mano de obra, los excluidos del sistema.

A sólo media hora de la Capital Federal, una metáfora retorcida del capitalismo que produce ganancias aun cuando arroja sobre montañas de basura a los chicos que buscan comida.

25/01/2017